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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Basilea (1545) » Capítulo 6

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Capítulo 6 Paso del San Gotardo, 17 de mayo de 1545

No tendría que haberlo hecho. ¿Volveré a controlar los gestos, la mente?

Ridícula, sublime, pavorosa visión.

¿O bien abandonarme completamente?

Los bosques ondulantes del Mittelland hasta llegar al Aare, luego lentamente en la plana y amplia barcaza pasando Olten, Suhrsee y por fin Lucerna, en el extremo profundo del oscuro lago de los cantones, donde se cruza con el Reuss. De ahí, a lomo de un mulo, o, mejor dicho, de dos, uno para los bagajes y los libros de Perna, entre los cientos que suben cargados las pendientes del torvo monte Pilatos resoplando por los senderos a menudo inaccesibles, pero atestados de tráfico comercial y de hombres, carros y bestias. Arriba y abajo de este obligado tránsito de pendientes soleadas y prados alpestres, de bosques salvajes y espléndidos, rodeados de pronunciados picos, de un aire nítido y punzante que surcan en sus alturas extremas las alas del halcón peregrino. Clara mañana de primavera, experimento la tónica ebriedad de las cotas altas. Observo el desfiladero impracticable en otra estación, el puerto que desde Andermatt lleva a Airolo, San Gotardo que mira a suelo italiano.

Debo de estar completamente loco. Un viejo chiflado que se pone en camino desde estas montañas hacia el gran burdel del mundo que mira de cara al Turco.

Ridícula y sublime visión.

Un pánico que transmite entumecimiento a los miembros. Un gamo se escabulle rápido como una flecha entre los árboles.

Podría morir ahora. En medio del éxtasis de una terrible euforia, en la parálisis del sol cálido sobre unos músculos envejecidos y doloridos. Ahora. Sin saber quién soy. Sin un plan, y con dos pesadas alforjas de libros. Antes de que la absurda inercia se reanude, de que el insensato intelecto me haga volver a la silla de ese mulo. Dos alforjas. Contemplo los escarpados valles italianos que preceden a la llanura, hasta el mar. Para encontrar a los espectros, bajo el letrero del Pozo. Ven conmigo, constructor de tejados, pues no sé quién soy. Y mis piernas no son ya firmes. Ahora.

Bérgamo, República de Venecia, 25 de mayo de 1545

¿Así que unas pocas tiras de estas largas hojas enrolladas, los aromáticos cigarros de Ultramar que me traje de tierras holandesas, pueden verdaderamente provocar en esos picachos semejantes emociones intensas y desequilibradas?

Me siento todavía turbado. Pero con ese miedo parecido al vértigo del extravío, de la fascinación de lo desconocido y de la posibilidad extrema, de las regiones inexploradas y de la visión profunda. Distinto de la ebriedad del vino, de la cerveza o del aguardiente. Sin esos humos y la confusa mezcla de pensamientos e insensata verborrea.

Otro ser dentro de ti. Que se desvanece ligero, sin dejar rastro en el cuerpo pero inmutables las preguntas.

A lo largo del Ticino hasta el pequeño pueblo de Biasca. Desde allí, acompañado por un guía, a través de senderos de montaña, al este hacia Chiavenna, superando los valles de Calanca y Mesolcina, por encargo de Perna, para entregar libros en el círculo de los exiliados reformados que desde la Italia del norte afluyen a la República Rética.

En las riberas del río Mera, lugar inaccesible y pantanoso al mismo tiempo, obstruido en parte por antiquísimos hundimientos del terreno, donde la tierra firme se confunde con las aguas del lago de Como y montañas estériles y altísimas hacen difícil el acceso. Chiavenna, la llave de los valles, si no fuera por su posición estratégica y la autonomía que le permite ser refugio sería un lugar desaconsejable para el viandante.

Dos días de parada para descansar los huesos de las marchas alpinas, y luego nuevamente rumbo al sur, hasta el punto en que el Adda desemboca en el lago Lario. Una media jornada para vadear hasta Lecco, en los confines con el territorio de la Serenísima.

Desde aquí, después de tanto subir y bajar, el camino discurre recto, a través de la llanura, hasta Venecia. Con un buen servicio de enlace, cuatro días de viaje.

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