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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 7

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Capítulo 7 Venecia, 29 de mayo de 1545

Distante a simple vista, vuelta más incierta por los cendales de niebla que hacen del sol un disco blancuzco, uno no sabe si el espejismo es el mar que se está surcando, cuando en cambio es tierra firme, o los palacios y las iglesias apoyados en el agua, en realidad escollos de formas arquitectónicas.

Luego la barcaza enfila por un gran canal. Ventanas, balcones y jardines danzan cual manchas de color y se difunden entre las orillas.

A los lados se abren callejones navegables por los que solo cabe una embarcación, tan estrechos algunos de ellos que los tejados de las casas parecen tocarse, impidiendo filtrarse los rayos del sol. Perna me ha hablado de iglesias, de palacios, de plazas y burdeles, pero no me esperaba el milagro de vías de agua, el impresionante número de barcas de todas formas y tamaños que sustituyen a los carruajes, las literas y los caballos. Esta ciudad parece no conocer la rueda, ni el denso pasear de gentes de las calles principales, construcción absurda que desafía toda lógica arquitectónica y parece casi flotar sobre el mar, hasta el punto de hacer palidecer a la misma Amsterdam y a las tierras de Holanda, arrebatadas al océano por la tenacidad de las gentes del norte.

Las gaviotas surcan el pálido cielo y encuentran apoyo en recios palos, macizos, a menudo coloreados y adornados de escudos, que despuntan, cual troncos en un bosque, de los bajos fondos y sirven de amarre a barcas de formas y tamaños distintos.

El angosto horizonte va ensanchándose poco a poco, para abarcar de nuevo una isla, a la derecha, y un conjunto majestuoso de construcciones de colores mortecinos, sobre las que destaca altísimo un campanario robusto, cuadrado, puntiagudo como una flecha.

A la izquierda, se abre una nueva vía de agua, verdadera calle fluctuante, con los portones y las escalinatas de los palacios sumergidos directamente en las aguas, como no he visto nunca en ningún país que tenga un río o algo parecido. La ciudad y el mar parecen haber crecido juntos.

La barca amarra casi debajo mismo del magnífico balcón de un palacio totalmente revestido de rosado mármol, al lado de una columna con la estatua del León alado y del que debe de ser el escenario para las ejecuciones capitales. Los instrumentos y los símbolos del poder de la Serenísima son las primeras imágenes que el extranjero debe tener a la vista.

Apenas un pie en tierra, sorprende en cambio la confusión, el ir y venir de gente, los gritos, las aglomeraciones, los saludos, las disputas; tal vez el único elemento que separa el mar, lugar de ruidos amortiguados, del resto de la ciudad.

Apenas un pie en tierra, no sé en virtud de qué características, me reconocen enseguida como un extranjero de lengua alemana y me rodean una veintena de zagales que se esfuerzan en explicarme lo imposible que resulta andar por Venecia sin conocerla a fondo, el gran riesgo de perderse, de acabar en malas manos, de salir perdiendo con el cambio; y mientras van enumerando cortésmente estos riesgos tratan por todos los medios posibles de meter mano en mi bolsa.

—Magnífico señor, por aquí, sígame, gran señor, ¿quiere un lugar para dormir? ¿Lo quiere? Pues venga conmigo, ilustrísimo, yo le enseñaré la ciudad más hermosa del mundo, ¿dónde está su equipaje, magnífico señor? ¿En la casa de postas? Desagradable lugar, mi señor, no es digno de un gran hombre.

La voz sale de una boca completamente desdentada y recuerda inequívocamente la de un viejo, pero el muchacho que por unas pocas monedas se ha brindado a mostrarme la ciudad no puede tener más de quince años.

—Venga, venga, ¿quiere tomar un poco de vino? ¿No? ¿Quiere una mujer? Aquí encontrará las mujeres más bonitas desde Constantinopla hasta Lisboa, y nada caras, señor, nada caras, venga, ¿quiere una mujer? Yo lo llevaré donde están las más hermosas, limpísimas, nada de enfermedades, no, no, jovencísimas. ¿Está aquí de negocios, muy noble señor? ¿Seda? ¿Especias? ¿No? Lo llevaré al lugar adecuado, es aquí cerca, venga, un sitio precioso, grandes señores como usted, mercaderes, venga…

Mientras atravesamos la plaza su lengua no para, se dirige en veneciano a cualquiera que trata de acercarse, manteniéndolo a la debida distancia, llevándose una mano al pecho para indicar que el extranjero es suyo, que nadie se lo toque.

—Sígame, señor, en un momento estaremos en Rialto y en el Fondaco dei Tedeschi. Allí puede cambiar todo su dinero, hacer sus compras, sí. Pero si lo que quiere es quedar contento, me tiene a mí: yo le doy cincuenta ducados por treinta y dos florines de peso regular.

La plaza de San Marcos no parece formar parte de una ciudad, sino ser más bien el salón de baile de algún palacio, la cubierta de un gran navío, siendo su mástil majestuoso ese robusto campanile de base ancha y estrecho en lo alto, y la torre con el reloj es el alcázar de proa, bajo el que pasamos ahora, con los dos almirantes en lo alto listos para hacer sonar la gran campana.

—Esa es la sede de los Procuradores de San Marcos, grandes magistrados de la República, Procuratie se llama. Ahora tomamos hacia las Mercerie, ¿quiere comprar algún paño? ¿Especias? Le diré dónde comprarlas y dónde venderlas a buen precio. ¿Quiere hacer negocios en Rialto? No se separe entonces de mí, y no se deje enredar por los vendedores, mala gente, nobilísimo señor, gente deshonesta.

No estoy seguro de haber comprendido todo lo que el chico ha dicho. Habla mirando adelante, sin volver demasiado el cuello, en una lengua que apenas si reconozco y en medio de un pulular indescriptible de rostros y de voces. Balbuceo una incitación a ir y en un instante me encuentro a cincuenta pasos detrás de él, nariz en alto, como un corcho en medio de la corriente. Observo los rostros de la gente que abarrota estas estrechas calles de tiendas y tenderetes; escucho los dialectos y las cadencias más extrañas, una lengua que me parece eslava, otra que diría árabe.

Esta callejuela empedrada me lleva lejos del mundo que hasta ahora he conocido. Otras veces he olfateado el olor de las especias, otras he aspirado el humo del tabaco, pero nunca como ahora he notado la sensación de encontrarme en una encrucijada de lugares posibles. Un zoco de Constantinopla, un puerto de Catay, una estación de postas en Samarkanda, una fiesta por las calles de Granada.

—Gran señor, entonces, ¿quiere comprar alguna cosa? Pídamelo a mí, yo le aconsejaré.

El guía me ha alcanzado de nuevo y me estira violentamente de un brazo. Me escruta con una mirada extraña y tengo como la impresión de que comienza a dudar de mis facultades mentales.

—¿Ve, excelentísimo? Esto, que en todas las ciudades de Italia se llama piazza, aquí en Venecia recibe el nombre de campo, y las vie y las strade son calle muy estrechas, y fondamenta si está al borde de un canal, y salizada y la ruga

La calle da sobre las aguas coincidiendo con la entrada de un imponente puente de madera. Por el número de naves amarradas en ambas orillas del canal, a la derecha del puente, y por el tráfico incesante de carga y descarga de mercancías, uno tiene precisamente la impresión de haber llegado al corazón del comercio de la Serenísima.

—¡Rialto, señor!

Un espléndido puente de madera con la parte superior que puede abrirse al paso de las naves más grandes.

A la derecha, una logia enorme, las paredes exteriores con frescos a todo lo largo del edificio.

—Pinturas de Giorgione, eminentísimo, y de su discípulo Tiziano, ¿lo conoce? Una gran maravilla, señor… Pintores famosos, Tiziano pintó al Emperador.

En el patio interior, el indistinto bullicio que se alza debido a las intensas negociaciones comerciales está integrado por lo menos por cuatro dialectos alemanes. Gente del norte, cabezas rubias, bigotes caídos, y establecimientos que venden cerveza.

—El Fondaco dei Tedeschi, nobilísimo señor, para sus negocios. Bancos, agentes, ricos. ¿Ve esa agencia de allí abajo? Pues es de los Fugger, los más grandes banqueros del mundo, conozco al agente, puedo presentárselo si así lo desea, señor, es amigo mío, le procuro putas, y él me enseña su lengua…

—Si hubiera querido ver a alemanes, me habría quedado en Alemania, ¿no te parece?

—Exactamente, señor, no le interesa el comercio, mejor el placer, ¿no? Unas putas guapísimas…

—Un lugar donde hospedarme. Una cama decente, comida decente.

—¿Donde no le echen el ojo? Por supuesto, magnífico señor, dicho y hecho, venga, yo lo llevo, un lugar discreto, una buena cocina, buenas camas y buenas mujeres… muy buenas mujeres, ninguna pregunta, Corte Rampani, en San Cassiano, venga, no está lejos, pasado el puente, doña Demetra estará encantada de conocerlo, un señor importante como usted…

—Calle de’ Bottai, magnífico señor, casi hemos llegado.

—Hay putas por doquier. ¿Practican algún otro oficio las mujeres de esta ciudad?

—Tan rentable, no, señor. El Consejo quería confinar los burdeles en Corte Rampani, pero no hay sitio para todos, y por lo tanto, como suele decirse, ha hecho la vista gorda. Aquí está, esta es la posada del Tonel. Anunciaré a mi señor a doña Demetra.

Las dos muchachas que están en la puerta dicen algo en veneciano, amplias sonrisas y tetas que se traslucen bajo los vestidos lo suficientemente desceñidos. Es una casa de madera y mampostería, de tres plantas. En la puerta destaca un letrero que representa un pequeño tonel. El guía se cuela en su interior dejándome en compañía de las jóvenes putas.

—¿Alemán?

Hago media inclinación, que me devuelven ambas. La que parece más joven busca las palabras en mi lengua.

—¿Mercader?

—Viajero.

Traduce para la amiga y se ríen juntas.

Descubre una teta lozana:

—¿Gustas?

El tono más gentil que encuentro:

—Ahora no, querida mía, necesito descansar los viejos huesos.

Tal vez no ha comprendido, de todos modos se encoge de hombros y vuelve a cubrirse.

El pequeño claro en medio del bosque de casas se ve interrumpido por un puente, aparentemente demasiado endeble para sostener el peso de solo dos seres humanos. Debajo, el canal fangoso discurre plácidamente. Me doy cuenta de haber perdido totalmente la orientación, hemos recorrido un dédalo infinito de callejuelas, puentes, plazas, y estoy casi seguro de que no hemos ido siguiendo una línea fijada, cosa imposible en esta ciudad.

El guía asoma en la puerta haciéndome señal de entrar.

Un gran ambiente, una taberna, con enormes cubas alineadas contra la pared, una chimenea generosa y mesas en medio.

Es una mujer que frisa la cuarentena la que viene a mi encuentro y a la que hago una inclinación, cabellos negros como el azabache y un perfil afilado, rasgos exóticos, que hablan del Mediterráneo.

—Soy doña Demetra Boerio. El joven Marco dice que buscáis un alojamiento, micer. Sea bienvenido.

Se ha dirigido a mí en una lengua extraña, pero comprensible, con algo de latín culto, que revela unos discretos estudios, pero el saludo ha sido en alemán.

Opto por el latín:

—Soy Ludwig Schaliedecker, alemán. Quisiera quedarme por unos días.

—Todo el tiempo que deseéis. Tenemos cómodas camas y las habitaciones no son caras. Marco me ha dicho que habéis dejado vuestro equipaje en la posta. No os preocupéis, mandaré al muchacho a recogerlo, podéis fiaros de él, trabaja para mí desde que era un chiquillo.

Las cosas se van aclarando y me arrancan una sonrisa.

—Cuando el equipaje esté aquí, os pagaré la habitación por anticipado.

El desdentado Marco deja caer la alforja en el pavimento y se quita el sudor de los ojos con la manga.

El ducado de oro borra enseguida el cansancio de su rostro.

—Gracias, generosísimo señor, mil veces gracias. Si necesita algo más, sí, pregunte por mí y quedará siempre satisfecho.

—Por ahora no necesito nada más que una indicación. Tengo que ir a un lugar.

Se le enciende la expresión:

—Dígame, dígame, señor, conozco toda Venecia, ¿quiere ir a alguna parte? Lo llevo cuando usted quiera.

—Ahora no. ¿Conoces la librería de Andrea Arrivabene?

—El librero Arrivabene, por supuesto, señor, se encuentra en Merceria.

—¿La del letrero con el pozo?

—Por supuesto, nobilísimo señor, a poco rato andando de aquí, pasado el puente de Rialto. ¿Quiere ir allí?

—Mañana. Ahora quisiera descansar.

Sale haciendo varias reverencias.

Por el ventanillo descubro las grandes cúpulas de la catedral y el campanile. Así pues, es allí donde desembarqué. Y de algún modo he atravesado el laberinto de esta ciudad extravagante que ahora me separa de San Marcos. No sabría por dónde comenzar de querer desandar el camino. Correría el riesgo de encontrarme a pocos pasos de la enorme iglesia sin conseguir descubrirla, terminando quién sabe dónde. Y esta es precisamente la sensación dominante: poder seguir caminando hasta el infinito sin llegar a ninguna parte, o bien a lugares nunca siquiera imaginados, recónditos. La maravilla te aguarda detrás de cada esquina, al fondo de cada callejón.

Venecia. Mercaderes, putas y canales, junto a los frescos, las iglesias, los palacios, los astilleros. Perna tenía razón; el contraste y la posibilidad se respiran en el aire húmedo de estas calles.

La cama es cómoda, las piernas tienen necesidad de un descanso. Desde la catedral hasta aquí no hay, después de todo, una gran distancia, pero sí todo un continuo subir y bajar de puentes, de callejones tortuosos. Lo primero que hay que hacer es conseguir una barca.

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