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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Qoèlet » Capítulo 44

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Capítulo 44 Venecia, 5 de noviembre de 1551 (un instante después)

—¡Bastardos asquerosos, amigos de los cabrones judíos! —Un bofetón—. ¡Se acabó la fiesta!

Pietro y Demetra atados a la silla, tumefactos.

—¡Feo enano de mierda, quiero divertirme antes de ver cómo te asas aquí dentro!

Olor a pez.

Entro a paso lento, apuntando con las armas, el Mulo no consigue darse la vuelta cuando el disparo a bocajarro le revienta la espalda. Cae redondo al suelo.

Apunto con la otra pistola.

Gresbeck con la suya.

Ellos son tres.

No les ha dado tiempo a sacar sus armas.

Unos ojos como platos sobre los cañones.

Inmóviles.

Con el rabillo del ojo: la bolsa. Sobre el mostrador. La confesión de Manelfi.

Adelantarse y cogerla.

Pero es Heinrich quien se mueve, lentamente, a lo largo de la pared, apoya la mano sobre el pulido mármol.

Es suya.

Una sombra en las escaleras, detrás de él.

—¡Cuidado!

Se vuelve de golpe, la hoja le pasa rozando la cara, su pistola hace fuego, le da en pleno pecho, el sicario del Mulo rebota contra los escalones.

El que está al lado de la chimenea da un patadón al recipiente, la pez se derrama sobre las ascuas, una llamarada que llega al techo.

Se abalanza sobre mí, empuñando la hoja.

Como el mordisco de un perro en el brazo izquierdo.

Pego un alarido.

Lo cojo por el pelo de detrás de la nuca mientras pierde el equilibrio y le chafo la cara contra la esquina del mostrador.

Las llamas trepan por las cortinas, corren por el suelo hasta los pies de Perna y Demetra.

Rápido, sin preocuparse por el dolor desgarrador.

Suelto las ataduras.

Libero a Demetra.

Luego a Pietro. Murmura entre sollozos:

—¡Hijos de puta!

Más allá de la cortina de fuego veo a Gresbeck sacar el puñal.

Uno contra uno.

Aquel duda.

Heinrich sonríe. Clava la hoja con un impulso instantáneo.

Un estertor, el muy bastardo echa el alma por la boca.

Toso, el humo ha invadido la estancia. Demetra sufre un vahído, la arrastro en peso con el único brazo. Hasta la salida. Estamos fuera. Una estela de sangre. La mía. La cabeza me da vueltas, las piernas no me sostienen.

Perna tose:

—La bolsa… la confesión…

Me vuelvo, Gresbeck no está.

He de volver dentro. Debilísimo, la náusea oprime el estómago, la vista nublada. Respiro hondo, no puedo perder el sentido. Recorro los pocos pasos hasta la puerta, una distancia infinita.

Desde el umbral entreveo su forma en medio de la sala: la bolsa en la mano.

Entre él y yo una cortina de fuego.

Un estrecho paso, bloqueado por dos mesas derribadas.

—¡Por aquí!

Una rodilla cede.

La máscara fragmentada del Mulo se alza entre el humo, a sus espaldas. Empuña un atizador.

Grito, mientras cae el golpe.

Se desploman ambos.

Dejo de verlos. No, Gresbeck vuelve a levantarse, se tambalea. No tiene ya la bolsa, mira alrededor.

Un instante.

Justo el necesario para ver caer sobre ellos el arquitrabe del techo.

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