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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 12

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Capítulo 12 Venecia, 28 de febrero de 1546

—¡Llevadla despacito, pues la he hecho traer expresamente de Padua!

Los obreros hacen rodar con cuidado la cuba al fondo de la sala.

Las viejas mesas han desaparecido, sustituidas por piezas del mejor carpintero de Venecia. Unos velos coloreados cubren las viejas paredes húmedas pintadas de nuevo y un gran espejo destaca detrás del mostrador de los licores. Refleja la imagen de un hombre robusto, rostro marcado por el tiempo y cabellos grises. Me quedo un instante mirándolo, observando aquello en lo que me he convertido en cuarenta y cinco años de vida. El cuerpo parece conservar aún su fuerza intacta, pero no ya tan presta y ágil a los ojos de quien la hizo irradiar en las barricadas. Qué absurdo milagro son los espejos, y esta ciudad está llena de ellos, no hay tienda o mercería donde uno no se encuentre expuesto a alguno de los finos trabajos de los maestros vidrieros locales. Un mundo invertido, simétrico, donde la diestra se vuelve siniestra: no creía que tuviera la nariz tan torcida.

He de ahuyentar de mí toda preocupación, hay muchas cosas que hacer: la inauguración es esta noche.

Doña Demetra viene a mi encuentro con una sonrisa:

—Las muchachas están listas.

—¿Y los asados?

—La cocinera está en ello.

Mira a su alrededor casi perdida:

—¡Este lugar no parece ya el mismo!

—Eso es mérito sobre todo vuestro, habéis elegido con gusto.

—¿Os pondréis el vestido nuevo esta noche?

—No temáis: no me he gastado el dinero que me he gastado para dejar que se enmohezca en un cajón.

Pietro Perna irrumpe en la posada con los brazos abiertos. Se detiene boquiabierto, ve a doña Demetra, trata de recomponerse y avanza con una inclinación:

—¡Mis respetos a la más bella joya de toda Venecia!

—Sois el adulador más galante que haya existido jamás, micer Perna. Pero os habéis anticipado, pues no abriremos antes de la puesta del sol.

—Lo sé y os aseguro que no veo llegar la hora de probar los platos que nos tenéis reservados.

—Así pues, ¿qué os trae por aquí?

—Antes de trasponer el umbral estaba convencido de saberlo, pero la luz de vuestros ojos me ha confundido el pensamiento.

Doña Demetra estalla a reír, mientras tomo a Perna por un brazo y lo conduzco al fondo de la sala.

—Dejaos de zalamerías, ¿qué sucede?

Da un paso atrás y adelanta las manos:

—¿Ya estáis, compadre? ¿Estáis preparado?

—Soy todo oídos, hablad.

—Martín Lutero ha muerto.

El vino corre a raudales de las cubas, mientras los vasos pasan de mano en mano, en una larga cadena humana que serpentea entre el gentío del local. Vocerío de mujeres y hombres alegres, mercaderes, logreros y hasta algún aristócrata de rango menor.

Bindoni está dando buena cuenta del muslo de un faisán, que mordisquea con cuidado, procurando no mancharse el traje bueno. Arrivabene se hace alisar los cabellos por una de las muchachas, riendo con las frases que le son susurradas al oído.

Perna es el centro de una de las mesas, contando anécdotas de la vida pasada entre una ciudad y otra:

—¡Nooo, señores, el Coliseo es un timo… un lugar horrible, os lo aseguro yo, lleno de gatazos roñosos y ratones grandes como corderos!

En la mesa de al lado cuatro jóvenes vástagos de las corporaciones de los boticarios no dejan más que los huesos de un lechón asado, intercambiando miradas muy explícitas con las muchachas sentadas al fondo de la sala.

Detrás de un corrillo de cabezas, en la mesa apoyada contra la pared, un hombre y una joven se intercambian efusiones.

Me acerco a doña Demetra detrás del banco.

—¿Quiénes son esos dos que hay sentados al fondo? Nadie se trae a su amante a un burdel…

Escruta y asiente:

—Si es la mujer de otro, sí. Ella es Caterina Trivisano, mujer de Pier Francesco Strozzi.

—¿Strozzi? ¿El prófugo romano? ¿El que se entiende con el embajador inglés?

—Él precisamente. Y el que está con ella es el amigo del marido, espera… Donzellini, sí, Girolamo Donzellini. Tuvo que salir por piernas de Roma con su hermano y Strozzi porque iban detrás de él. Es un estudioso, traduce del griego antiguo, creo.

—¿Y sabes por qué lo perseguían?

Doña Demetra frunce sus relucientes ojos:

—No, pero en Roma parece que no sepan hacer otra cosa desde hace algún tiempo.

Me río y trato de retener el nombre. Un círculo de literatos disidentes al alcance de la mano.

Un poco más allá, tres individuos permanecen aparte disfrutando del espectáculo de la alegre compañía reunida en torno a Perna.

Doña Demetra se me adelanta:

—Nunca vistos antes. Por la vestimenta yo diría que son extranjeros.

Cojo una botella y un vaso y me acerco a la mesa de los solitarios, no sin antes haber pescado al vuelo parte de una frase de Perna:

—… ¡Florencia, por supuesto, Florencia, señor mío, si quiere se lo pongo por escrito, es la ciudad más bella del mundo!

Las ropas son elegantes, paños y cortes refinados, los rasgos físicos indudablemente mediterráneos: cabellos negros, más largos de lo normal, recogidos detrás de la nuca con cintas de cuero oscuro. Barbas finísimas, que arrancan de debajo de las orejas hasta acabar en una punta apenas insinuada.

Me dirijo a ellos en latín:

—Salve, señores, soy Ludwig Schaliedecker, regentador de la casa.

Una leve inclinación de cabeza:

—Por desgracia mi latín no es tan bueno como mi portugués y mi flamenco.

—Entonces podremos entendernos con el idioma de Amberes, si os parece. Espero que hayáis disfrutado de la cena ofrecida por el Tonel.

Un poco asombrado:

—Mi nombre es João Miquez, portugués de origen, flamenco de adopción. —Señala al joven de su derecha—: Mi hermano Bernardo, y este es Duarte Gómez, agente de mi familia en Venecia.

Si hubiera podido tener alguna duda respecto a la riqueza de este hombre, el arete de oro macizo que lleva en la oreja izquierda la disipa por completo. Poco más de treinta años, ojos negros y un buen olor a curtidos, especias y esencias marinas al mismo tiempo.

—¿Queréis beber conmigo?

—Es para nosotros un placer beber a la salud de quien ha ofrecido una comida exquisita. Si queréis honrarnos con vuestra compañía…

Me acerca la silla con un gesto elegante.

Me siento:

—Sin duda, debéis de saber, señor, que hoy un viejo enemigo ha decidido estirar por fin la pata. Tentado estoy de brindar por este feliz acontecimiento.

Los tres se dirigen una mirada incomprensible, como si pudieran hablarse con el solo pensamiento, pero siempre es el mismo el que lleva la voz cantante:

—Querréis entonces decirnos quién era esa persona que fomentaba vuestro odio.

—Nada más que un viejo fraile agustino, alemán como yo, que en su juventud fue capaz de traicionar como un bellaco tanto a mí como a miles de desventurados.

El portugués sonríe afablemente, los dientes blanquísimos y perfectos:

—Permitid entonces que brinde por la muerte dolorosa de todos los traidores, de quienes lamentablemente este mundo está lleno.

Los vasos se vacían.

—¿Estáis desde hace mucho en Venecia, señores?

—Llegamos el otro día. Fuimos a casa de una tía mía, que vive aquí desde hace ya más de un año.

—¿Mercaderes?

El hermano más joven:

—¿Es que hay alguien que venga a Venecia que no lo sea? ¿Y vos, señor, habéis dicho que erais alemán?

—Sí. Pero he comerciado bastante en Amberes como para hablar la lengua de esa tierra.

Miquez pone cara radiante:

—Espléndida ciudad. Pero no como esta… y por supuesto menos libre.

La sonrisa es impenetrable, pero hay un destello alusivo en esa frase.

Lleno de nuevo los vasos. No estoy obligado a decir nada, pues me encuentro en mi casa.

—¿Conocéis Amberes?

—Pasé allí los últimos diez años, debe de ser una casualidad que no me topara nunca con vos.

—Así pues, decidisteis trasladar vuestros negocios aquí.

—En efecto.

—Al llegar me dijeron que quien viene a Venecia o es un mercader o un fugitivo. Y a menudo uno es ambas cosas a la vez.

Miquez hace un guiño, los otros dos parecen incómodos:

—¿Vos a qué especie pertenecéis?

Parece que nada pueda hacerle perder su aire sereno, el de un gato tomando el sol en una repisa.

—A la de los ricos fugitivos… Pero no tan rico como vos, creo.

Ríe a gusto:

—Quisiera proponeros yo un brindis, señor. —Alza el vaso—. Por las fugas que tienen éxito.

—Por las tierras nuevas.

Los últimos clientes encaran la puerta inseguros sobre sus piernas, haciendo eses cual barcas contra el viento. Recojo a Perna de la mesa en la que se ha desplomado.

—¿Dónde ha ido a parar tu auditorio?

Levanta la cabeza con gran esfuerzo, la mirada turbia, regurgita un rebuzno inarticulado:

—Son todos unos estúpidos… Se han llevado a todas las chicas…

—Pero qué chicas, es mejor que te eches en una cama. No debe de ser el néctar toscano, sino el vino véneto el que te ha tumbado de este modo.

Lo ayudo a levantarse y lo llevo hacia las escaleras. Doña Demetra viene a nuestro encuentro.

—¿Qué podemos hacer por nuestro galante librero, que tan amablemente ha entretenido a nuestros huéspedes?

Perna, voz estridente, da un respingo con los ojos como platos:

—¡Mi reina de las noches insomnes! Estas deformes facciones no me impiden admirarla, incensarla, a-do-rar-la… —Se abandona como un peso muerto en las faldas de doña Demetra, que lo abraza divertida.

—Si no supiera el irresistible seductor que estáis hecho, pensaría que sentís debilidad por mí, mujer de pobres conocimientos y de infinitas debilidades.

Lo arrastro arriba en peso, conteniendo su impulso hacia atrás:

—¡Os lo ruego!

Consigo echarlo sobre la cama, completamente dócil ya, casi exánime.

—Bueno, toscano, por esta noche has tenido ya bastante, nos veremos mañana…

Con un hilo de voz:

—No, no… espera. —Me agarra del brazo—. Pietro Perna no se lleva a la tumba sus secretos. Acércate…

No tengo elección, el aliento terrible de borracho me da en la cara.

Susurra:

—Yo soy… —duda— de Bérgamo.

Casi llora, como si estuviera confesando un pecado innombrable:

—Gente tacaña… mujeres repugnantes… cerriles… ignorantes… Te he mentido, compadre, les he mentido a todos.

Me contengo para no echarme a reír en su cara. Mientras abro la puerta, lo oigo que dice aún:

—El espíritu… el espíritu es toscano.

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