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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 13

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Capítulo 13 Venecia, 6 de marzo de 1546

Bajamos por el puentecillo a calle de’ Bottai. Marco echa a andar con el carrito, hasta los topes de vituallas. Lo precedo, pero caigo enseguida en la cuenta de que hay algo extraño: no hay por dónde pasar, cuatro tipos bien plantados bloquean la calle. Uno de ellos es el Mulo.

También Marco los ve, disminuye la marcha. Una mirada, cojo el carrito:

—Ve detrás de mí.

Bajo despacio, apunto hacia ellos, el carrito a modo de ariete.

Estampo a uno contra la pared, los otros vienen sobre mí, cuchillo en mano. Ruido de pasos a mis espaldas y los gritos de terror de Marco. Tres tipos desembocan a todo correr, las espadas desenvainadas e imprecaciones en portugués.

El Mulo y los suyos se echan atrás, uno de los portugueses se pone a mi lado, los otros dos avanzan esgrimiendo las espadas. Los compinches del Mulo huyen corriendo.

Duarte Gómez tiene la punta en la garganta del único que ha quedado:

—Me gustaría matarte como a un perro, señor.

Los hermanos Miquez vuelven a paso ligero, João sonríe y grita en flamenco:

—¡No vale la pena, compadre!

Gómez le hace un chirlo en la mejilla, un garabato de sangre:

—Largo de aquí, bastardo.

Escapa hacia el Gran Canal.

—Parece que debo estaros agradecido, don João.

El portugués envaina de nuevo la espada, una toledana guarnecida, hace una inclinación y sonríe:

—Poca cosa en comparación con la espléndida hospitalidad de la otra noche.

El menor de los Miquez, Bernardo, tranquiliza a doña Demetra:

—No tenéis nada que temer, señora. Esos cuatro miserables no os molestarán más.

—Eso espero, señores, eso espero de verdad. Les estoy infinitamente agradecida.

—¿Tan seguro estáis de ello?

Es el mayor quien me responde:

—Sin la menor duda. En ciertos ambientes las voces corren rápidas. De hoy en adelante se sabrá que una injusticia hecha a vos o a vuestras chicas será como si nos fuera hecha a nosotros.

—¿Tan poderosa es vuestra familia?

Don João habla despaciosamente tratando de captar mi reacción:

—La sefardita es una gran familia, cuyos miembros están habituados a echarse una mano unos a otros, para hacer frente a las dificultades de ser siempre extranjeros en tierra extranjera.

Un instante de silencio.

—Estoy sorprendido. No comprendo cómo doña Demetra y yo podemos formar parte de vuestra familia.

—Si aceptáis mi invitación a comer, con sumo gusto os haré las oportunas aclaraciones.

La larga barca surca el Gran Canal para tomar por rio di San Luca.

Las imprecaciones del giboso Sebastiano, piloto de los Miquez, son incontables, dirigidas a todo aquel que cruza por delante de la proa.

De chico siempre me imaginé así al barquero del Hades, durante las lecciones clásicas del docto Melanchthon. Sucio, con una mata de pelo alborotado que la gorra no consigue contener, desprende un hedor a podrido que llega de la popa hasta nosotros. Encorvado, empuja el larguísimo remo casi en sentido vertical encima del escalmo.

Miquez es persona intuitiva:

—Brindamos por la muerte de los traidores, ¿lo recordáis? La buena estampa y las buenas maneras no cuentan frente a la lealtad de un servidor fiel.

Bajamos rio dei Barcaroli, superando un ensanchamiento que parece una piscina, que luego se estrecha a la altura de un pequeño puente.

Miquez me indica a la izquierda:

—La iglesia de San Mosè. Venecia es la única ciudad cristiana en la que hay iglesias dedicadas a profetas del Antiguo Testamento. No penséis que ha sido concedido por generosidad con los judíos convertidos al cristianismo, los que llaman los Nuevos Cristianos, o más despectivamente, marranos. Nosotros contamos mucho aquí.

—Don João, me interesa mucho todo lo que estáis diciendo. La simpatía con los prófugos de todas las confesiones es casi un impulso instintivo para alguien que ha estado huyendo durante toda la vida de curas y profetas. Espero que no seáis parco en vuestros relatos.

—Delante de una mesa bien provista no tendremos necesidad de ocultarnos nada.

Desembocamos al fondo del Gran Canal, enfrente de la Dogana. No consigo contener el asombro por el enorme tráfico que entra y sale del canal. Un hormiguear de embarcaciones de toda forma y aspecto en la vía principal de Venecia. Galeotas y carracas atracadas en el gran muelle de San Marcos, galeras que se adentran en alta mar, un ir y venir de embarcaciones a remo y a vela de todos los tamaños. Y las imprecaciones de Sebastiano que no cesan.

Atracamos en la isla de Giudecca.

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