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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 14

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Capítulo 14 Venecia, 6 de marzo de 1546

Campo Barbaro. La punta final de la Giudecca.

La espléndida mansión de los Miquez se halla enfrente de la plaza de San Marcos, que en un día claro de sol como este parece al alcance de la mano.

La casa es señorial, con un jardín interior rico en vegetación y plantas desconocidas. Los objetos hablan de un interminable vagabundeo: alfombras, porcelanas, muebles, paños, desde ramificaciones africanas que tocan de refilón a España y Portugal hasta las puertas de Oriente, pasando por el Turco que roza el Adriático y se cruza aquí con las formas moriscas ibéricas. Una mezcla extraña y original. Cruces griegas y enormes crucifijos de plata españoles, pero también candelabros de siete brazos y relicarios que contienen rollos de pergamino y monedas, que parecen provenir de los sepulcros de los profetas de la Biblia.

Hacen que me acomode en un amplio patio, que da al jardín. João Miquez abre con cautela una caja de madera y me ofrece un cigarro. No consigo refrenar un impulso de entusiasmo y de agradables recuerdos.

—Es un placer encontrar a una persona que sabe apreciar los aromas de las Indias.

Una sombra imprevista se antepone a cualquier otra preocupación.

—Don João, en mi vida he conocido poco el fasto y el lujo y siempre he tenido que fiarme de la intuición. —Una mirada alrededor—. Por lo que veo sois uno de los hombres más ricos de Venecia. Venís a cenar a mi burdel, me salváis la vida y me invitáis a vuestra casa. ¿Por qué?

Con una sonrisa desarmante, asiente:

—Por fin una reacción de alemán. —Me pone un dedo de vino en un vasito de cristal—. Y si no fuera porque es así como os llaman, me hubiera costado creerlo. Pues debéis saber que, cuando se llega a una nueva ciudad decidido a no estarse de brazos cruzados, hay que comprender deprisa qué oportunidades se presentan y a quién vale la pena conocer. —Me lanza una mirada alusiva—. Vuestros paisanos los llaman negocios. Yo los llamaría más bien afinidades que hacen la vida más sabrosa, abriendo interesantes perspectivas.

Lo interrumpo:

—¿Estáis seguro de que un regentador improvisado de un burdel es lo que andáis buscando?

—Un alemán llega a Venecia de Suiza. Tiene un pasado en gran parte desconocido, una considerable fortuna acumulada presumiblemente en los puertos del norte, frecuenta a los libreros y a los impresores locales de igual a igual, sabe mantener a raya a los mequetrefes y abre el burdel más lucido de la ciudad. Y por si fuera poco lleva el nombre de un hereje al que vi quemar extramuros de Amberes: Lodewijck de Schaliedecker, más conocido como Eloi Pruystinck.

La sangre palpita a lo loco. No he de perder el control. Respirar hondo: expulso fuera la tensión.

La mirada fija:

—¿Cómo pensáis que debe continuar esta conversación?

Los ojos negros contrastan con los dientes blancos que apenas deja entrever:

—Somos todos mercaderes y fugitivos. No tenemos necesidad de ceremonias.

—En esto estamos de acuerdo. Y decidme entonces quién sois.

Se acomoda en el asiento, relajado, el cigarro en una mano, el vaso en la otra:

—Mi fuga comenzó veinte años antes de que yo naciera, cuando en mil cuatrocientos noventa y dos los reyes católicos Fernando e Isabel, soberanos de Aragón y de Castilla, decidieron saldar la inmensa deuda contraída con los banqueros judíos, desencadenando contra ellos la Inquisición. Mis antepasados tuvieron que huir apresuradamente la primera vez, buscando refugio en Portugal, donde, por obvia conveniencia, abrazaron la fe cristiana, poniendo a salvo su patrimonio. Yo nací en Lisboa en mil quinientos catorce y mi tía, Beatriz de Luna, cuatro años antes que yo. Éramos ricos y una de las familias más respetadas de Portugal. Mi tía, doña Beatrice, a la que pronto conoceréis, cruzó sus riquezas con las del banquero Francisco Méndez, poco antes del año treinta. En pocos años la historia se repitió: los monarcas portugueses, dramáticamente desprovistos de caudal, pusieron en pie la Inquisición y la desencadenaron contra los judíos para hacerse con sus propiedades. Pero estábamos preparados, lo estábamos desde hacía cuarenta años: mi tía se quedó viuda y heredera de las riquezas de los Méndez, mientras que ya nos aprestábamos a dejar para siempre Portugal. Fue en mil quinientos treinta y seis cuando llegamos a los Países Bajos.

Una pausa. Se encoge de hombros:

—João Miquez, Juan Micas, Jean Miche, Giovanni Miches, o Zuan, como me llaman aquí. Mi nombre tiene tantas versiones como países he recorrido. Para el emperador Carlos Quinto era Jehan Micas.

La tensión se ha relajado un poco, la expresión abierta del rostro pretende que me fíe.

—¿Habéis sido banquero del Emperador?

Asiente:

—Sí, pero con nosotros no se mostró tan generoso como con los Fugger de Augsburgo. Tuvimos que ganarnos nuestro pequeño espacio arrebatándoselo a la codicia de esos compatriotas vuestros a los que no agrada la competencia. Al cabo de algún tiempo, también el Emperador comenzó a tener en su punto de mira nuestro patrimonio y propuso que mi prima fuera dada en matrimonio a un pariente suyo, un gentil, Francisco de Aragón. Mi tía, que sentía una saludable desconfianza por las estrategias matrimoniales del Emperador, rehusó. Y así el Católico pensó en acusarnos de judaizantes, y fuimos denunciados a la Inquisición como falsos cristianos. Menuda cara dura, ¿no os parece? Primero nos obligan a cambiar de fe y luego nos lo echan en cara. Pero el dinero, dinero es al fin y al cabo, y la Inquisición en los Países Bajos vela sobre todo por los intereses de Carlos y de sus amigos Fugger…

Se detiene, espera que capte lo que, estoy casi seguro, es más que una alusión. No puedo saber con exactitud a quién tengo delante de mí, pero las hipótesis y los presentimientos deben de hacer que se devane los sesos al menos tanto como yo.

Prosigue:

—Sabíamos que Carlos Quinto no nos habría dejado salir de sus territorios fácilmente, por lo que ideamos un plan. Fingí una fuga por razones de amor con mi prima Reyna, nos escapamos hacia Francia. Mi tía, con la excusa de perseguir a su engatusada hija, se vino detrás de nuestros pasos. Yo me detuve en la frontera y, tras poner a salvo a las mujeres, volví a Amberes para evitar el secuestro del patrimonio familiar. No lo conseguí hasta después de dos años de agotadoras negociaciones con el Emperador y comprando a los inquisidores a precio de oro. Y por último aquí me tenéis.

Un sirviente se acerca por su espalda y le susurra algo al oído.

Miquez se pone en pie:

—La comida está servida. ¿Seguís pensando aún en comer con nosotros?

Dudo, mirándolo directamente a los ojos.

—Hoy me habéis salvado la vida. No os encontrabais allí por casualidad, ¿no es cierto?

Sonríe:

—La ventaja de tener una familia tan amplia es que a uno se le multiplican los ojos y los oídos. Pero espero que aprendáis a apreciarnos por todas nuestras demás cualidades.

—¿Cuándo comenzó vuestra fuga?

Una biblioteca lujosa, estrecha y alargada, estantes de madera taraceada, volúmenes antiguos; a sus espaldas, detrás del escritorio, colgada de la pared, una cimitarra morisca.

—Ya os lo he dicho, desde que curas y profetas pretendieron adueñarse de mi vida. Estuve con Müntzer y los campesinos contra los príncipes. Anabaptista en la locura de Münster. Justiciero divino con Jan Batenburg. Compañero de Eloi Pruystinck entre los espíritus libres de Amberes. Un credo distinto en cada ocasión, siempre los mismos enemigos, una única derrota.

—Una derrota que os ha deparado un discreto patrimonio. ¿Cómo lo lograsteis?

—Estafando a los Fugger con sus mismas armas y pagando el precio que no hubiera querido. Eloi me recogió cuando estaba medio muerto y me ofreció una vida, posibilidades, personas a las que amar. Y el viejo instinto de lucha, con objetivos y armas nuevos. La cosa funcionó hasta que la Inquisición cayó sobre nosotros. La ironía del destino es que esperábamos a los esbirros y en cambio se presentaron los curas.

Me interrumpe:

—¿Y eso os extraña? Nuestra historia os habría enseñado algo al respecto. Yo siempre he creído que eso de la estafa a los Fugger era una leyenda, pues circulaban rumores por Amberes, pero no parecía posible. ¿Cuánto sacasteis?

—Trescientos mil florines. Con falsas letras de cambio.

Una expresión de complacencia, musita:

—¿Y de veras pensabais que Anton el Chacal iba a quedarse viéndolas venir? Apostaría a que fue él quien mandó detrás de vosotros a los cuervos del Santo Oficio. En los Países Bajos también la Inquisición es una filial de los Fugger y seguro que a Anton le convino más quitaros de en medio como herejes que denunciar que se la habían jugado. Pienso que es un milagro que estéis vivo.

Me quedo reflexionando, las afirmaciones simples y directas de Miquez dejan poco margen para la duda.

—¿Cuál es la lección? Pues que te joden en cualquier caso. Hay que quedarse parado, no atreverse nunca.

Miquez, serio:

—Exactamente lo contrario: hay que moverse muy rápido. Más rápido que ellos. Confundirse entre la multitud, apuntar a un objetivo, lisonjear a los enemigos, y tener siempre un equipaje ligero. —Abre los brazos con un ademán omniabarcador—: ¿De lo contrario qué estaríamos haciendo aquí? En Venecia, el burdel del mundo.

Le insisto:

—Vayamos al grano, entonces. ¿Qué tenéis en mente?

Vuelve a encender la punta del cigarro y por un instante los rasgos regulares del rostro se pierden en medio de las volutas.

—La imprenta. —Busca las palabras—. La imprenta es el negocio del momento. Y no es únicamente importante por una simple cuestión de negocio: transmite las ideas, fecunda las mentes y, cosa no desdeñable, refuerza las relaciones entre los hombres. Para una familia importante y sin embargo en permanente riesgo como la mía, pero tal vez más en general para todos los judíos, puede resultar decisivo entablar relaciones con hombres de letras, estudiosos, personas reconocidas y dignas de confianza que pueden influir en otras, en sus comunidades de origen. Si lo queréis, es un mecenazgo interesado y es por esto por lo que no solo me atrae la edición judía. Estoy ya en tratos con los mayores editores venecianos: Manucio, Giolito. Con doña Beatrice, mi tía, hemos visto imprentas aquí y en Ferrara. Publicamos el Talmud, pero también a Lando, a Ruscelli, a Reinoso. Nos anima la pasión por las letras. Doña Beatrice podría renunciar a todas las demás actividades excepto a esta. No me cabe la menor duda de que es una de las mujeres más cultas de Europa. —Se inclina ligeramente sobre el escritorio—. No tendréis ninguna dificultad en comprender por qué me interesa favorecer al partido de los tolerantes y de los moderados dentro y fuera de la Iglesia, y obstaculizar la propagación de la intransigencia religiosa y de la guerra espiritual llevada a cabo por el Santo Oficio. Para ello necesito personas capaces de olfatear las nuevas corrientes de pensamiento, las obras destinadas a persuadir los espíritus y a cambiar el curso de los acontecimientos.

Recorro con la mirada los títulos de los libros alineados en los estantes, textos árabes, judíos, cristianos, reconozco la Biblia de Lutero. Luego me vuelvo hacia él:

—No puedo hacer ver que el terreno me es ajeno. Estoy trabajando en una operación de este tipo. ¿Habéis oído hablar de El beneficio de Cristo?

Mira hacia arriba, haciendo girar los ojos:

—No. Pero no me atrevería a afirmar que doña Beatrice no sepa algo acerca de él.

—Oficialmente, el autor es un fraile benedictino mantuano, pero detrás hay algunos importantes literatos que simpatizan con Calvino y exponentes del partido moderado romano, que llaman espirituales. Se trata de un libro astuto, destinado a buscarle tres pies al gato, porque su contenido es ambiguo y está expuesto en un lenguaje que todo el mundo puede comprender. Una obra maestra de la simulación, sobre la que ya muchos se devanan los sesos. Fue impreso por vez primera hará tres años, precisamente aquí en Venecia. Desde entonces su aceptación no ha dejado de crecer. Tenemos ya listos mil nuevos ejemplares por repartir, aparte de aquí, entre los territorios al oeste y al sur de la Serenísima. Estimamos que podremos poner en circulación diez mil en tres años.

Un gesto de aprobación con la cabeza, tamborilea con sus finos dedos sobre la mesa:

—Hum. Muy interesante. Una empresa ambiciosa, que requiere de medios adecuados. Habéis hablado de los territorios al oeste y al sur de la República. ¿Y por qué no pensáis también en los del este y el norte? Quince, tal vez veinte mil ejemplares, poniendo a trabajar más imprentas, comprometiendo a otros editores como cobertura. Cuento con buenos contactos en Croacia y en Francia. Luego estaría Inglaterra, lugar de infinitas posibilidades. Tengo las naves, la red de contactos y decenas de mercaderes complacientes dispuestos a hacer circular cualquier cosa. Espero que queráis considerar todo esto. En cualquier caso os agradecería que me proporcionarais un ejemplar del libro para regalárselo a mi tía, que anda siempre a la caza de la última piedra de escándalo.

—Qué duda cabe que sabéis hacer las ofertas. Pero no puedo tomar ninguna decisión sin antes haberlo consultado con mis socios. Meterse en negocios con vos significaría ampliar en mucho las perspectivas de la operación.

Miquez abre los brazos y sonríe generosamente:

—Lo comprendo muy bien. Tomaos el tiempo que necesitéis. Ya sabéis dónde encontrarme.

—También vos, espero que tenga ocasión de corresponder a vuestra hospitalidad. Más de una de nuestras muchachas os han echado el ojo.

Se encoge de hombros y me mira con ironía:

—Ay, las mujeres se sienten a menudo atraídas por lo que no pueden tener. El placer es materia opinable y elige caminos diversos. —Se da cuenta de mi estupor y añade—: Pero no temáis, Duarte y yo no nos privaremos de la buena cocina y de la excelente bodega del Tonel.

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