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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 16

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Capítulo 16 Venecia, 1 de agosto de 1546

En esta tierra que no es tierra, los colores afectan a la visión con repetidos sobresaltos y la vestimenta como de sueño de los humanos parece hecha expresamente para desorientar al viandante, bajo la impresión de extrañas formas geométricas, polvos cosméticos y pechos al aire, oblongos cubrecabezas, tocados fantásticos e increíbles calzados. Provocan alucinadas emociones y sobresaltos en todas las calles, acompañados de estallidos de ira repentinos que tan caros parecen a los habitantes únicos de esta ciudad de otros mundos.

En esta tierra que no es tierra, el poder de las mujeres cambia el curso de los acontecimientos, impone flexiones repentinas a la cansada razón masculina, confirma en mi mente una sensación profunda, saboreada varias veces y en otras partes, sobre sus virtudes superiores, fruto de recursos a los que a nosotros se nos ha negado el acceso.

En esta tierra que no es tierra, cargada de curiosidad y de tensión que debilita los sentidos, me dispongo a ser recibido por aquella cuya fama más que cualquier otra parece confirmar lo acertado de dichas consideraciones: doña Beatrice Méndez de Luna.

Me espera en uno de los suntuosos salones de la casa de los Miquez: preciadas sedas revisten divanes de tenues bordados, tapices con motivos árabes en las paredes junto a escenas de vida flamenca de Bruegel el Viejo, una xilografía del maestro Durero, un retrato de una gran dulzura de Tiziano, la gran celebridad local, y cómodas taraceadas por los incansables maestros ebanistas vénetos, los primeros en levantarse y los últimos en acostarse, a los toques de campana de la Marangona.

Unos negros ojos brillantes me escrutan. Madurez desbordante de hembra hispánica enmarcada en un tocado negro como ala de cuervo con ligeras mechas blancas, donaire refinado que no deja traslucir temor. Unos dientes blanquísimos engastan la ambigua y muda sonrisa que me acoge. Se levanta con unos estudiados movimientos del diván para venir a mi encuentro, alargando felina el cuello realzado con perlas de Oriente.

Me inclino.

—¡Lodewijck de Schaliedecker, el Alemán, que tanta impresión ha provocado en João, mi sobrino predilecto, por fin! ¡Alemán, pero con nombre de flamenco, y qué nombre además! El primer enemigo de la autoridad religiosa y civil de Amberes, en los afanosos días de mi partida de aquellas tierras industriosas y ávidas. ¿Qué extrañas conjeturas provocan los nombres, no os parece? Los hombres parecen sentir un terrible apego por ellos, pero basta con haber pasado por más de un bautismo, y de una tierra, para descubrir que es útil, agradable incluso, tener muchos. ¿Estáis de acuerdo?

Rozo con los labios la mano recubierta de anillos. Estoy sudando.

—Sin duda, doña Beatrice. He aprendido a reconocer a los hombres por el valor de que son capaces, y nunca más por los nombres que llevan. Mi placer de conoceros es enorme.

—El valor. Bien dicho, micer Ludovico, está bien, ¿no, Ludovico?, bien dicho. Por favor, sentaos aquí a mi lado. También yo estaba ansiosa por conoceros, y el momento ha llegado por fin.

Delante de nosotros, en una mesita baja decorada, una bandeja de plata con unas amplias asas en forma de serpientes entrelazadas y encima un jarro humeante con una infusión de hierbas aromáticas.

—La fama que os precede es cuando menos enigmática, ¿sabéis? —prosigue vertiendo la infusión dentro de unas grandes tazas de porcelana—. No me extenderé, pero las noticias referentes a vos que me han llegado a través de mi sobrino no han dejado, para decirlo brevemente, de sorprenderme. Vuestros conocidos, presentes y pasados, el halo de misterio que os rodea y los caminos que seguís forman una mezcla de indudable interés. Son muchos, creedme, los motivos que me han impulsado a insistir para este encuentro, y el primero, espero que no me lo tengáis a mal, consiste en rogaros la máxima cautela posible, en cualquier paso, palabra, o incluso nada más que alusión. Os ruego que no consideréis excesiva esta preocupación por mi parte.

La observo cambiar de postura sobre el blando acolchado del diván que nos acoge a ambos, llevarse la taza a la boca con ambas manos, sorber el caliente y perfumado brebaje. Contengo la respiración.

—No lo dudéis. Lo tendré muy en cuenta, pero permitid que os pregunte a qué se debe tan explícita invitación a la reserva. Tan apremiante como si aludiera a peligros ocultos y siempre al acecho.

Devuelve la taza a la bandeja:

—Así es precisamente. Dejad que os proporcione algunos detalles de cómo funcionan aquí las cosas. El enorme poder de esta ciudad, puente entre Oriente y Occidente, no se basa en el agua tal como unos locos y geniales fugitivos la concibieron, y menos aún en el crisol de artistas y literatos que la pueblan. Desde hace ya siglos los señores de esta laguna tejen una intrincada tela de araña de poderes y de espías, guardias y magistrados a los que poco o nada escapa. Refinados equilibrios sostienen las relaciones que estas gentes mantienen con reyes y diplomáticos de todas las regiones, con teólogos, clérigos y las más altas autoridades de cada confesión y con los poseedores de riquezas, cultivos o productos que la tierra conozca. Mientras que en su interior, la inextricable red de control se despliega sobre cada uno que pasa por ella o habita en la ciudad durante un tiempo. Hay alguaciles para la blasfemia y alguaciles para las prostitutas, para los alcahuetes y para los amigos de la pendencia, hay quien controla a los barqueros y quien vigila a los armadores. Nadie es capaz de decir quién manda, pero todos han de temer los mil ojos que escrutan estas calles suspendidas sobre las aguas. Pesos y contrapesos garantizan el poderío de la Serenísima, lo único que de verdad cuenta, en un juego de espejos que devuelven imágenes deformadas, donde lo que aparece no es real, y lo que lo es se oculta a menudo tras pesados cortinajes. Tomad al Dux, por ejemplo, venerado por el cortejo de embarcaciones y por el pueblo, por su nombramiento vitalicio. Pues bien, no cuenta nada, ni siquiera puede abrir las misivas que le mandan a él sin el previo consentimiento de los consejeros propuestos para esa función. Por no hablar, además, de las refinadas mentes que dirigen el odio de la gente baja, el sordo rencor que incuba desde siempre, contra sí mismos, dividiéndolos en facciones y creando mil pretextos, y mil juegos, para que no les falten motivos para desfogarse entre sí, con derramamientos de sangre tan cruentos como inmotivados, y nunca contra aquellos que tienen en su mano la vara de mando. La multitud de prostitutas y de colores llamativos, las compañías de artistas y los placeres de la buena mesa, Ludovico mío, no sirven sino para disimular a espías y esbirros, jueces e inquisidores que escrutan sin cesar hasta el último escondrijo.

Mi ojo va a parar al escote, todavía me cuesta mucho habituarme al generoso corte veneciano. Sofoco. Observo con aprensión el fondo de la taza: un légamo de hojas negras. Siento los huesos blandos, me hundo en el diván. Sube una risotada inmotivada.

—¿Os parece divertido?

—Perdonadme, pero esta agradable situación no armoniza muy bien que digamos con vuestro sombrío relato. He visto guerras y matanzas y estoy poco acostumbrado a las sutiles armas del poder.

—No las infravaloréis. Lo que trato de decir es que allí donde la autoridad no está en manos de un solo príncipe, sino repartida entre varias magistraturas y gremios, es posible emprender las maniobras más osadas. Pero a condición de saber agradecer y gratificar a dichos poderes cuando sea preciso. Esta es la libertad que está en vigor en Venecia, no su ordenamiento, que tantos ensalzan, pero que nadie entiende.

Se acerca más, un efluvio de esencias me embriaga:

—Mirad, nosotros prestamos dinero. Desde siempre los mismos que nos halagan, más pronto o más tarde se ponen a seguirnos la pista. Nosotros hemos aprendido a hacer lo mismo. Unimos a hombres importantes a nosotros, brindamos nuestro apoyo a actividades e intereses vitales, decidimos cuándo y cómo aflojar los cordones de la bolsa. Los mercaderes de Rialto son deudores nuestros, así como los armadores del Arsenale. Familias patricias del Consejo y grandes casas que proporcionan obispos y magistrados a la República, siempre propensos al despilfarro, nos deben a nosotros buena parte del fasto del que se rodean. Para ellos nuestro dinero es tan importante como el aire que respiran: tienen que pensárselo dos veces antes de enfrentarse a nosotros. Nosotros, por otra parte, hemos de saber que la asociación no durará mucho tiempo.

La frase del sobrino:

—Tener un equipaje ligero.

Sonríe:

—La corrupción es un hilo fino que pesos y contrapesos mantienen tenso. Esta es la cautela de la que os hablaba. —Una expresión preocupada cruza por su rostro—. Hay que saber de quién guardarse, cuáles son las fuerzas que pueden romper el equilibrio. Hay esa nueva raza de inquisidores, gente taimada y fanática, incitados por el cardenal Carafa, peligroso como nadie. Desde hace décadas siempre en el lugar adecuado, promovió la Congregación del Santo Oficio, que el Papa creó para él, y desde el cuarenta y dos está bajo su mando, criando una camada de sabuesos, fieles e incorruptibles. Es de estos de quienes hay que guardarse, pues huelen la presa, la ponen en su punto de mira y la acosan hasta que cae.

Doña Beatrice consigue comunicarme toda su inquietud, un miedo antiguo, que parece acompañarla desde la noche de los tiempos. Me recorre un estremecimiento.

—Conozco a esa raza. El temor es el arma con que subyugan a los hombres. El temor de Dios, del castigo y de los que son como ellos. No podemos reunir ejércitos para combatir contra ellos, sino únicamente empujar para que sean otros quienes lo hagan. Está ese partido de cardenales contrarios a la Inquisición, los espirituales, pero por desgracia se trata de gente poco acostumbrada al enfrentamiento: mientras los otros estrechan filas, este es el único movimiento digno de mención que han sido capaces de hacer. —Me saco de la manga un pequeño volumen.

Asiente:

El beneficio de Cristo. Lo he leído con gran atención y estoy de acuerdo con vos. Tal vez no baste para mantener a raya a los perros, pero tiene una fuerza de la que ni siquiera los espirituales son conscientes. Existe una amplia fauna de curas, doctores, clérigos, literatos y también hombres importantes de la Iglesia que puede aceptar estas ideas. Paulo Tercero es un débil, pero si el próximo Papa fuera un espiritual, tal vez ese inglés estimado por todos, Reginaldo Polo, entonces habría un cambio de aires. —De nuevo una sonrisa—. Entrad en negocios con nosotros, don Ludovico.

Me estrecha una mano entre las suyas.

—¡Qué pareja más fenomenal!

João Miquez irrumpe en la estancia, Duarte Gómez lo sigue. Dentaduras deslumbrantes y ruido de botas.

—Entonces, ¿has engatusado, Beatriz, como es debido a nuestro invitado? Mira que él, al contrario de tu pervertido sobrino, prefiere a las mujeres.

Doña Beatrice es de respuesta rápida:

—Pero se rodea de muchachitas en flor, por lo que me has dicho.

Miro a mi alrededor con embarazo. Me domina la incomodidad.

—Dejadlo estar, os lo ruego.

Miquez se exhibe en una amplia inclinación y Gómez rompe a reír. Evito el fuego cruzado.

—Amigos, pocas personas me han acogido con familiaridad y cordialidad igual a la vuestra. Las refinadas intuiciones de que sois capaces no dejan de sorprenderme, abriéndome fascinantes horizontes. El estigma que pesa sobre vuestra gente se me revela ahora en toda sus inconsistencia. Hay que haber recorrido el mundo a lo largo y a lo ancho para poder pintarlo con semejante claridad. Os estoy agradecido por la confianza que me brindáis. Espero que volváis de nuevo a honrar mi mesa, João. En cuanto a vos, doña Beatrice, cada una de las muchachas que frecuentan el Tonel preciso sería que renaciera tres veces antes de adquirir una fascinación semejante a la vuestra.

João y Duarte aplauden divertidos.

—Mi despedida no puede ser sino parca en palabras: considerad ya hecho nuestro primer acuerdo de negocios.

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