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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Qoèlet » Capítulo 45

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Capítulo 45 Costa ferraresa, cuatro días después

La larga y estrecha embarcación es arrastrada a un banco de arena por los marineros. Con el brazo sano ayudo a Demetra a arrastrar los bajos de la falda empapados de agua. Perna, por su parte, sumergido hasta la cintura, maldice en voz baja.

Nos detenemos en la playa, bajo el opaco sol que no calienta.

Demetra me toca el vendaje:

—Trata de no mojarte la herida. Y come mucha carne, pues has perdido mucha sangre.

Le sonrío, el afeite apenas consigue disimular los morados de su rostro.

—No te preocupes, has hecho un excelente trabajo en este maltrecho brazo. Quedará como nuevo.

João y Bernardo estrechan la mano al pequeñajo Pietro.

—¿Estáis seguros?

Perna abre los brazos, los puntos de sutura en el pómulo lo obligan a mantener un ojo cerrado:

—Vamos, João, ¿tú me ves a mí entre los mahometanos? El turbante no me pega en absoluto y luego esa gente no toma vino. ¡No bebe ni siquiera agua! No, gracias, eso no va con Pietro Perna da Lucca. Prefiero quedarme.

Lanza una mirada complacida a Demetra:

—Estaré en excelente compañía.

Bernardo lo abraza levantándolo en peso.

Duarte lo besa en la mejilla ilesa, haciéndole enrojecer.

Los ojos esmeralda de Demetra relucen.

Le acaricio el rostro:

—¿Qué harás ahora?

—Volveré a comenzar en otra parte, creo. O tal vez acepte la propuesta de Pietro. Saldré de esta, no temas.

Perna está incómodo:

—Ferrara es siempre una buena plaza, ¿entendido? Un buen punto de partida para empezar. Tengo aún varios contactos repartidos aquí y allá por Italia, habrá mucho que hacer. Seguirán imprimiéndose libros, amigo mío, no temas, el ingenio de los hombres encontrará la manera de reaccionar contra los Índices e incluso un día hasta de borrarlos del mapa. Siempre hará falta alguien que vaya por ahí vendiendo libros, no te quepa duda.

—Dicho por ti, Pietro, suena como una garantía.

Se ríe a carcajadas emocionado. Nos abrazamos.

João señala el sendero al borde de la pineda:

—El coche está esperándoos.

Pietro recoge la alforja:

—Adiós, cabeza cuadrada de alemán. —Baja la voz—. Y cuidadito con el nalgatorio entre los mahometanos y cuidadito también dónde metes el pájaro, ¿entendido? —Luego sonríe—. ¡Adiós a todos!

Demetra:

—Buena suerte, Ludovico. Y buen viaje.

—La mejor suerte para los dos.

Se encaminan por la húmeda arena. Él, pequeñajo y rechoncho; ella, alta y elegante. En el lindero de la pineda, Perna se vuelve hacia nosotros, haciendo grandes aspavientos en un último saludo. Grita algo que se lleva el viento.

Los vemos desaparecer entre los pinos.

João se pone a mi lado:

—Tenemos que irnos. La barca de doña Beatrice debe de haber alcanzado la nave.

Nos recibe en la cubierta de la nave capitana de la flota de Miquez. El viento ha soltado algunos mechones del peinado, sin restarle nada de fascinación como mujer, o, mejor dicho, confiriéndole un aire sensual que afecta al bajo vientre y al corazón.

Le beso la mano, manteniéndola durante un instante entre las mías:

—La perspectiva de viajar a tu lado hace más dulce la derrota, Beatrice.

Se aparta el pelo del rostro con una caricia:

—¿Derrota, Ludovico? ¿De veras lo crees? ¿No estamos acaso vivos y somos libres de surcar los mares?

Bernardo dirige algunas órdenes al capitán de la nave, de un extremo al otro de la cubierta resuenan los silbidos y las advertencias.

Le sonrío:

—Tienes razón.

No añado nada más. La hija y la joven criada la acompañan al camarote.

Desde el castillo de popa, João me hace señales de que vaya.

—El capitán dice que el viento es favorable. Mejor no perderlo. Llegaréis a Lissa dentro de un par de días como máximo. Luego Ragusa. Otros dos días para Corfú. Una vez en Zante, estaréis fuera del alcance de los venecianos.

—¿Qué significa?

Baja la mirada:

—Bernardo y yo nos volvemos a Venecia.

—¿Os habéis vuelto locos? Os quieren muertos.

El sefardita mira fijamente la línea de la costa esfumada por la niebla.

Suspira.

—Ludovico, tú no puedes comprender. Somos una familia: tenemos un patrimonio que defender. Mi tarea no es otra que tratar de recuperar todo lo que sea posible de las garras de los venecianos. Y créeme, no lo he elegido yo.

Me vuelvo instintivamente hacia el camarote de Beatrice.

La sonrisa de Miquez:

—En cierto sentido, también yo, como toda la gente que ves en esta nave, estoy en la lista.

Vuelve a contemplar fijamente la costa:

—No podemos dejarlo todo en Venecia.

—¿Crees que te van a traer todo tu dinero en bandeja, después de todo lo que han hecho para joderos?

—En absoluto. Tendré que hacer uso de la diplomacia, del engaño y tal vez también de la fuerza. Todas las armas del arsenal de los Miquez.

Me arranca una risotada.

—Y luego hay otro motivo para volver atrás. La familia de la que te hablo es grande como un verdadero pueblo. En Venecia hay cinco mil marranos, como los llaman, y corremos el riesgo de que sean todos encarcelados o asesinados. Hay que encontrar la manera de sacarlos fuera lo antes posible.

Asiento.

—¿Qué haremos en tierras del Sultán?

—Constantinopla te gustará, ya verás. La ciudad más grande del mundo, de más de medio millón de hombres. También allí son muchos los que nos deben favores, con Solimán a la cabeza.

—¿Qué clase de favores? ¿Esos de los que te acusaba un tal Tanusin Bey?

Sonríe:

—Ludovico, la casa de los Miquez es grande como el mundo. Por cada puerta que se cierra, ha de abrirse otra. —Una fuerte palmada en la espalda—. Hasta luego, amigo mío. Nos veremos en Constantinopla.

João desciende a cubierta, donde Duarte está ya esperándolo junto al hermano.

Alcanzan la pequeña embarcación atracada bajo la nave. La vela se dobla al viento con un chasquido.

La veo deslizarse, mientras el capitán de la nave capitana da la orden de levar anclas.

Mar adentro de las costas romañolas he dejado de contemplar el horizonte, aterido de frío.

Debajo de la manta estiro los huesos doloridos sobre un catre. Beatrice me espera, pero antes un lío de pensamientos y sensaciones pide ser desenredado.

Hojas decrépitas, ahora ya polvo pasados treinta años.

La moneda del reino de un solo día.

La copia de un libro que no dejará huella.

Un cuaderno repleto de apuntes.

La más extraña herencia que podría confiarme el destino.

Heinrich Gresbeck, o cualquiera que sea su nombre, es el último rostro que viene a ocupar su sitio en la galería de los fantasmas. Tal vez sus mejores días hayan sido los pasados a mi lado. Tal vez es así como debería recordarlo.

Deseaba que fuera mi mano y no la de los sicarios de Carafa la que lo hiciera caer. En cambio, ha sido víctima del más ridículo de mis enemigos y de su propia maquinación. El Mulo: miserable rufián que quería vengar una afrenta sufrida, aprovechándose de la jauría lanzada contra los judíos. Habría tenido que darle muerte entonces. La carcajada que me ha acompañado en los últimos tiempos vuelve a subir a mi garganta: los destinos de los poderosos y de los hombres pendientes del gesto del último de los necios.

La confesión de Manelfi ha ardido. Los hombres no sabrán nunca que aquellas pocas páginas habrían podido cambiar para siempre el curso de los acontecimientos. Los detalles se escapan, las sombras menores que han poblado la historia vuelan olvidadas. Alcahuetes, pequeños clérigos mezquinos, fugitivos de la ley descreídos, esbirros, espías. Tumbas anónimas. Nombres que nada dicen, pero que han coincidido en las estrategias, en las guerras, las han hecho saltar por los aires, unas veces con la terca conciencia de la lucha, otras por pura y simple casualidad, con un gesto, con una palabra.

Yo he estado entre estos. De parte de quien ha desafiado el orden del mundo.

Derrota tras derrota hemos probado la fuerza del plan. Lo hemos perdido todo cada vez, para obstaculizar su camino. Con las manos desnudas, sin otra elección.

Paso revista a los rostros uno por uno, el pueblo universal de las mujeres y de los hombres que llevo conmigo hacia otro mundo.

Un sollozo estremece mi pecho, escupo el nudo.

Hermanos míos, no nos han vencido. Somos libres aún de surcar los mares.

En cubierta el viento corta la cara vuelta hacia el ocaso. Doy vueltas al cuaderno entre las manos. Desato el lazo que mantiene juntas las páginas. Las hojeo. Fechas, lugares, nombres. Reflexiones pergeñadas con letra menudísima.

Una hoja doblada me cae en el regazo. Una carta distinta.

A Giovanni Pietro Carafa:

Señor, esta es la última misiva de quien os ha servido durante más de treinta años.

Los nuevos tiempos que os disponéis a inaugurar deben olvidar a sus anónimos artífices, a aquellos que han hecho que los acontecimientos se ajustaran al plan. Los nombres ilustres de los vencidos y de los vencedores permanecen en las crónicas, a disposición de quien quiera recomponer la intrincada peripecia de una época y de lo que ella ha producido. Cuando las acciones estén ya lejanas y las vidas hayan cedido paso al futuro, de ese silencioso ejército de soldados de fortuna, oscuros constructores del laberinto, no quedará ya ningún rastro. Así pues, no se trata más que de acelerar el momento de esta desaparición, de hacer lo que sea preciso para escapar a la última ejecución.

Se ha perdido la ingenuidad en el medio siglo que tenemos a nuestras espaldas, junto con las esperanzas que he contribuido a disipar: no alimento la menor ilusión de escapar al destino que sé que me está reservado; no es la vida lo que me apremia, puesto que fuera del plan no soy nada más que un viejo mercenario inerme, rodeado de muertos. Aquellos que han quedado en el campo de batalla y aquellos que se enseñorean del mundo. No huiré ante ninguno de ellos, pero mi tarea se agota aquí. Otros la llevarán a cabo. Me dispongo a encontrar a un último viejo adversario, y espero que sea él quien apague la luz de los ojos que tan fielmente os han servido durante toda mi vida. Una vida que ha volado también junto con los miles de seres, década tras década, ahogados en la sangre, y que elijo acabar a mi manera.

Nada podéis hacer, ni tan siquiera reprocharos no haber previsto la defección del mejor agente en el último momento: la mente de los hombres lleva a cabo extrañas evoluciones y no existe un plan que pueda incluirlas a todas.

Esto impedirá a toda victoria cumplirse por completo. También a la vuestra.

Esto hace que nadie muera en vano, ni siquiera quien, con su último gesto, os da esta lección.

Vuestro observador,

Q.

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