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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 18

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Capítulo 18 Venecia, 8 de octubre de 1546

El puente de Rialto rebosa de tenderetes, vendedores, paseantes, que parece que vayan a caerse al canal de un momento a otro, de tan apretujados como están. Me abro paso a codazos, sin hacer caso de las maldiciones que llueven sobre mí. Tomo por las Mercerie, callejones en los que resuenan los gritos de los comerciantes de paños, de los plateros, pero por lo menos se respira.

Un viejo alemán callejeando como tantos. La idea era llegar al convento de los teatinos, pero ahora se me han ido todas las ganas, pues de nada serviría.

El convento. Nadie sabe qué sucede dentro de un convento, nadie sabe quién eres: en el convento tu nombre es un nombre cualquiera, lo ha dicho Bartolomeo. Un centro de reparto de espías en el lugar más impensable.

Alemanes, media docena por lo menos de alemanes. Gente que se dedicaba a contar las meadas de Lutero, apostada en los lugares adecuados desde el principio, desde que un fraile agustino desconocido fijó sus tesis en Wittenberg.

Paso rio San Salvador, hacia campo San Luca. El guirigay de la compraventa apenas disminuye.

Wittenberg. Ha transcurrido toda una vida. La mía. Lutero está muerto, los protestantes han fundado su Iglesia reformada, se acabaron los juegos. Los espías son reclamados a Italia para nuevas misiones. El punto de encuentro es el poder en Roma, tal vez el solio pontificio. Nuevas directrices, no es difícil imaginar cuáles: infiltrar al partido adversario en la Iglesia romana, los espirituales, los que quisieran encontrar un acuerdo con los protestantes, espiar cada uno de sus movimientos y contárselo al jefe. Eventualmente cortejarlos, gratificar sus brillantes ingenios, esperar un paso en falso y golpearlos de muerte. Precisamente como en Alemania.

Como con Müntzer.

Como con los anabaptistas.

«Hay un tiempo de plantar y un tiempo de arrancar lo plantado», Qoèlet 3, 2.

Me siento en un machón del puente, a lo largo de rio dei Fuseri.

El papel se deshace entre los dedos, pero las palabras son aún legibles allí donde las manchas del tiempo no han borrado los trazos de tinta. Cartas que cuentan una historia ocurrida hace veinte años, cuando Alemania ardía con las palabras de Magister Thomas, y cuidadosamente custodiadas. Ahora sé por qué las he llevado conmigo durante todos estos años. Para acordarme de ti.

Qoèlet.

Lanzo la moneda al aire y vuelvo a cogerla al vuelo. El escrito destaca bien visible aún: UN DIOS, UNA FE, UN BAUTISMO. Reliquia de otra derrota. Una pieza rara, casi única, acuñada en la ceca de Münster.

Un barquero lanza su grito de advertencia antes de tomar por el meandro del rio y desaparecer de la vista, las gaviotas flotan tranquilas, escrutando el fondo marino.

Espiabas a Lutero. Espiabas a Müntzer. Espiabas a los anabaptistas, mejor dicho, eras uno de ellos. Uno de nosotros. Tal vez te he conocido.

Qoèlet.

Los campesinos en la llanura.

Los ciudadanos de Münster atrincherados dentro de las murallas.

Mujeres y niños.

Montones de muertos.

Estás aquí. Carafa no puede privarse de una pieza importante como tú. Le has servido bien, pero ahora está la Inquisición, y se acabaron los peones solitarios: recoger rumores, informaciones, espiar a los espirituales para aprovechar el mejor momento.

Estás aquí. Donde se juega la partida decisiva, como siempre, como desde hace veinte años. Mis veinte años.

Montones de muertos.

Magister Thomas, Heinrich Pfeiffer, Ottilie, Elias, Johannes Denck. Jacob y Matthias Ziegler, poco más que muchachos.

Melchior Hofmann, muerto hace algunos años en la prisión de Estrasburgo. El fiel Gresbeck y los hermanos Brundt, hechos prisioneros y ajusticiados extramuros de Münster. Y los Mayer y Bartholomeus Boekbinder que me prestó su nombre, caídos en la denodada defensa de la ciudad.

Y también Eloi Pruystinck y todos los hermanos de Amberes.

Una procesión de fantasmas en la orilla de este canal.

Hemos quedado solo tú y yo.

Los últimos testigos de una época que corre hacia su declive. Dos viejas sombras fatigadas.

Ese odio me ha abandonado, no es una desventaja: puedo estar más atento, también ser más taimado. Más de lo que lo hayas sido tú nunca.

Hoy puedo sacarte de tu escondrijo.

Pasada la plaza de San Marcos el muelle se alarga hacia el Arsenale, donde las insuperables naves de los venecianos esperan su botadura.

Enfrente, la isla del Arsenale se abre a la izquierda: los carpinteros trabajan en las quillas de dos imponentes galeras.

Me siento para observar la maestría de estos hombres famosos en el mundo entero, pero no es fácil quitarse de la cabeza las preocupaciones.

Los elementos del cuadro son siempre los mismos. Por una parte, un cardenal inglés querido por todos los que aspiran a la reconciliación con los protestantes, caballo ganador del Emperador, que confía en una pacificación religiosa de la Cristiandad porque el Imperio se le está escapando de las manos; el más odiado por los cardenales que fomentan la guerra espiritual de la Inquisición.

Por otra, está el príncipe negro del Santo Oficio, el cardenal Carafa, que va construyendo la máquina pieza a pieza y se prepara para dar la batalla. Ha llamado a todos sus espías a Italia para que no dejen de estar encima de los espirituales. Toda una tropa de observadores, un ejército de ojos y obviamente de delatores.

Uno de ellos es el más importante, el de más confianza. El mejor, si es cierto que estaba en Wittenberg y en Münster.

Münster.

Los anabaptistas, viejos conocidos.

Una idea. Solo una intuición.

Nadie aquí ha conocido jamás el anabaptismo. Pero él sí, él estaba en Münster y supo traicionar en el momento oportuno.

Los elementos a disposición: un libro, El beneficio de Cristo, manual de calvinismo adaptado para los católicos; pero se podrían sacar a relucir más cosas. Igual que los anabaptistas hicieron con los escritos de Lutero. Hacer prender el conflicto. Radicalizar los contenidos del libro: desde el calvinismo al anabaptismo.

Me levanto, sin dejar de reflexionar me encamino a paso ligero hacia la plaza.

Los inquisidores son perros de caza, huelen la presa, la ponen en su punto de mira y ya no la sueltan. Eso ha dicho doña Beatrice.

Hace falta una liebre.

Un blanco que les haga salir. Y el que salga a cazar es porque es el mejor, el que tiene más experiencia. Qoèlet.

Si la presa fuera un anabaptista, incluso alemán, lo enviarían a él. El que los jodió ya en Münster, el que los conoce bien.

Cruzo la plaza de San Marcos a paso frenético, tomando por las Mercerie.

Un anabaptista en Italia, alguien que sepa salirse con la suya.

Me paro delante del Fondaco dei Tedeschi casi sin aliento y el corazón en un puño. Respiro hondo.

Una partida de dos. Dos que han librado las mismas batallas. Solo unas viejas cuentas que arreglar. Puedo sacarte de tu escondrijo.

¿Qué sucedería si El beneficio de Cristo se transformara en un libro mucho más peligroso de lo que en realidad es? ¿Qué sucedería si alguien se pusiera a ir de un lado para otro rebautizando a la gente con El beneficio en la mano?

Carafa y sus esbirros se pondrían a la caza. Pero sobre todo el cardenal Reginald Pole y todos los espirituales se verían obligados a entrar en la lid y dar la batalla para defenderse del ataque de los guardianes de la ortodoxia. Es mejor que eso ocurra antes de que sea nombrado Papa un intransigente, un guardián de la ortodoxia, un amigo de Carafa o, peor incluso, el propio Carafa. Mejor que se llegue enseguida a un arreglo de cuentas, antes de que los delatores y los espías del príncipe negro consigan atrapar al honesto Pole y a sus cándidos seguidores.

Acelerar el conflicto. Obligar a Pole a devolver golpe por golpe en vez de seguir encajando en silencio. Empujar a ese gran intelecto inglés a empuñar las armas. Él debe ser el próximo Papa. Tiene que eliminar al viejo teatino.

El espejo devuelve los años todos juntos, pero hay un brillo todavía en los ojos. Algo que debe de haber refulgido en las barricadas de Münster, o entre las filas campesinas de Turingia. Algo que no se ha perdido por el camino, porque el camino no podía matarlo. ¿Locura? No, sino como dijo Perna: las ganas de ver cómo termina la cosa.

El hombre en el espejo tiene el pelo largo. También la barba crecerá. Ropas menos elegantes, nada de paños venecianos, sino viejos harapos alemanes.

La cara marcada casi se pega al cristal, mirada aguda, que penetra dentro y de vez en cuando se dirige hacia lo alto, para consultar al Padre.

—Ayer le pregunté a un niño de cinco años quién era Jesús. Y él me respondió: una estatua…

Divertido, el viejo loco hace una mueca maliciosa.

He encontrado al anabaptista.

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