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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 25

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Capítulo 25 Venecia, 2 de enero de 1548

Al atardecer, en un salón de casa de los Miquez. Beatrice, ahora de pie enfrente de mí, silenciosa, su forma se recorta contra una ventana que da a poniente. Contraluz, sus rasgos ahora más vagos y confusos. Sentado en una otomana, tomo vino griego. Lo llaman retsina. Un vino aromático, con sabor a resina de pino marítimo.

Convocado no hace ni una hora, un mensaje entregado por un chiquillo. Pensaba que habría alguna novedad, pero no está João, ni tampoco su hermano, ni Duarte Gómez, nadie. La servidumbre se ha retirado también después de mi llegada. Una vez traspuesto el portal, dos pasos más allá del umbral: Beatrice, sonriente.

Rumores amortiguados, voces lejanísimas, mientras bebo de este vino del que Perna no me ha hablado nunca, entre alfombras, pinturas, objetos y colores nunca antes vistos, ni siquiera en Amberes.

Una quietud inesperada en las callejas y catacumbas en las que me muevo día y noche desde siempre. Una quietud que me lleva más allá de este invierno, más allá de todos los inviernos. No lo que debo hacer, sino lo que podría ser.

Con esta mujer, distinta de todas las mujeres que he conocido.

Su flamenco que ningún flamenco sabría entonar, libre de toda aspereza, hecho de silbos, largas vocales y sonidos para mí inauditos. Ecos de distintas lenguas nórdicas y romances traídos ya por el gregal, ya por el ábrego, llegados de levante y de poniente para resonar a lo largo de mi espinazo. Quizá un día todos los hombres y las mujeres, en los cuatro rincones del continente, modulen estas notas, tranquila cantinela paneuropea, polifónica, rica de mil variantes locales.

Su sonrisa. Sola. Sola aquí conmigo. La reina madre de la dinastía de los Miquez, que trata con aristócratas y mercaderes, protege a los artistas y a los estudiosos. Una reina en una ciudad de rufianes y cortesanas. Los poetas de los que es mecenas le dedican sus obras. Hojeo el libro de un tal Ortensio Lando: «A la muy ilustre y honorable Beatriz de Luna». Su risa, nada de embarazo sino divertida conmiseración.

Me pregunta por el Tonel, por su gestión, las chicas. Se sienta a mi lado. Esta mujer que no está ansiosa por conocer lo que yo he sido, saber cuáles y cuántos ríos de sangre he vadeado. Esta mujer a la que no le importan mis muchos nombres. Esta mujer curiosa de mí ahora. De mí ya. Esta mujer que ahora me habla de mi humanidad, que dice sentirse provocada por mí, poder notar mi humanidad bajo la coraza que llevo desde hace demasiado tiempo, bajo la materia refractaria en que he transformado mi piel para no verme nuevamente herido.

Otro sorbo de vino.

Esta mujer. Esta mujer que me quiere.

Beatrice.

Lo que podría ser.

Ya.

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