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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 26

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Capítulo 26 Delta del Po, 26 de febrero de 1548

A lo largo del brazo del Po que une Ferrara con la costa, con quinientos ejemplares de El beneficio de Cristo cargados en dos embarcaciones que han puesto a nuestra disposición los Usque. El sol está alto sobre las limosas aguas, escrutadas por las aves a la caza de algo que comer sobre nuestras cabezas y en los roquedales del río. El húmedo frío nos deja ateridos, bajo las pesadas capas de lana.

Reparo en ellos demasiado tarde.

La barca que transporta la primera mitad de la carga da un golpe de timón delante de nosotros: desvía la proa a la derecha para evitar la balsa que ha aparecido de improviso de entre el cañaveral hacia el centro del río. A mis espaldas el juramento del timonel. En cuestión de segundos la barcaza desaparece por un canal secundario, la embocadura invisible debido a la tupida vegetación. La balsa inmediatamente detrás, a bordo tres formas encorvadas.

Instintivamente echo mano al arcabuz, trato de apuntar, pero ya han desaparecido. Al timonel:

—¡Sigámoslos!

Un brusco viraje, para no quedarse atrás. Se oyen gritos y zambullidas en el agua, tomamos por el estrecho canal, únicamente para toparnos con el bracear confuso de los dos barqueros. La balsa y la barca están alejándose. Los subimos a bordo. Uno pierde sangre por una sien, la cabeza medio rota.

—¡No hay que perderlos!

Sebastiano el Jorobado se pone a jurar y planta la larga pértiga en el fondo, empujando hacia delante.

Mientras envuelvo la cabeza del herido con un paño, me vuelvo hacia el otro superviviente:

—¿Quiénes coño son?

Responde casi sin aliento:

—Bandidos, don Ludovico, una emboscada. Bandidos sin Dios. ¡Ved en qué estado lo han dejado!

También yo empuño una pértiga, erguido en la proa, surcando un recodo desconocido. La voz cavernosa del barquero de los Miquez:

—Esto es peor que un laberinto, señoría. Pantanos y serpientes, miles y miles. De esta no vuelve nadie.

Protesto:

—Hay más de media carga en esa barca. No tengo la menor intención de perderla.

Entreveo la popa de la barca, no viajan demasiado rápidos, tal vez no se esperan ser perseguidos. Otro recodo desconocido a la izquierda y luego de nuevo la entrada de un estrechísimo canal nos hace perder la orientación. Mediodía, hace un sol de justicia, el horizonte inaccesible: ningún punto de referencia. Estamos ya por lo menos a un par de leguas lejos del río.

Empujo la pértiga con todas mis fuerzas, mientras pienso que solo había venido a Ferrara a despachar un encargo. Si me pongo a pensar dónde estoy y lo que estoy haciendo, casi me entran ganas de echarme a reír, pero me contengo, ya que detrás de mí Sebastiano escupe, jura y suda la gota gorda mientras golpea el fondo del río.

Veo desaparecer ante mis ojos las dos embarcaciones, como tragadas por el agua. Busco un detalle, un simple detalle en la orilla del canal para fijar el punto exacto en el que las he perdido de vista. Un árbol muerto, con las ramas inmersas.

—¡Más rápido, más rápido!

Las blasfemias de Sebastiano marcan el ritmo de las brazadas. He aquí el árbol. Hago un gesto al Jorobado para que se detenga. Hurgo en la orilla opuesta con la pértiga, hasta descubrir un punto en el que el cañaveral se vuelve un poco más ralo. No parece un paso practicable, pero no pueden haber ido por ninguna otra parte.

—¡Adentro!

Sebastiano insiste:

—Señoría, hacedme caso, por ahí es imposible pasar.

Una ojeada al herido. La hemorragia se ha detenido, pero ha perdido el conocimiento. El otro barquero me mira con decisión y recoge un pequeño remo:

—Vamos.

Abro camino a la barca separando las cañas, que vuelven a cerrarse sobre nuestras cabezas y detrás de nosotros. Con la ayuda de la pértiga exploro el cañaveral palmo a palmo, a escasa distancia de la proa. Esta selva podría extenderse uniforme y compacta a lo largo de muchas leguas alrededor de nosotros. He de pensar únicamente en el invisible sendero de agua que la atraviesa, presintiendo dónde presenta menos resistencia la vegetación. Avanzamos cautelosamente, en absoluto silencio. Las cañas se terminan de repente. Una marisma se extiende hasta un islote llano y arenoso.

La barca. Cinco hombres: uno la asegura, los otros cuatro transportan dos cajas. Se adentran por una lengua de tierra. Mis dos remeros reanudan el ritmo, mientras yo vuelvo a coger el arcabuz. No nos han visto. Surcamos raudos las aguas estancadas. Levanta la mirada demasiado tarde, cuando ya estoy apuntando. El disparo levanta bandadas de aves en todas las direcciones. Cuando el humo se despeja lo veo arrastrarse hacia sus compañeros. Una caja es abandonada, lo cargan a hombros. De repente, nos quedamos encallados junto al islote. Desenvaino la daga y soy el primero en saltar a tierra: en el lodo hasta la cintura, plantado como un palo. Hasta me dan ganas de reír. Sebastiano salta a tierra más allá y me saca en peso.

—¡Vamos, vamos, señoría, que se nos escapan!

Al otro barquero:

—Carga el arcabuz y quédate de guardia en la barca.

Al trote corto por la lengua de tierra. Los vemos echar a andar con la caja y el herido. Las blasfemias de Sebastiano son proyectiles disparados sobre los fugitivos. Voy con la lengua fuera y tengo muchas ganas de echarme a reír.

Otro claro inundado y lleno de islotes atestados de cañabrava. Si corro un poco más seguro que me revienta el corazón.

De repente se paran.

Aminoro la marcha.

Sebastiano se pone a mi lado lanzando escupitajos. Respiro a pleno pulmón, cargo la pistola. Avanzamos, parecen armados solo con bastones. El herido está extendido en el suelo, podría estar muerto. Caras mugrientas y espantadas, sucios jirones cubriéndolos. Flacos, el pelo pegoteado a la cabeza como casquetes de barro. De una flacura que impresiona, pies descalzos. Ahora estamos ya muy cerca, apunto con la pistola, una ojeada al pobre miserable que se encuentra en el suelo: no está desmayado, parpadea. No veo sangre.

En ese momento, aparecen.

Un breve susurro de cañas y asoman una treintena de fantasmas harapientos, bastones de punta acerada y hoces en mano.

Mierda.

En torno, la marisma hasta donde alcanza la vista, mis bonitas ropas, el jorobado Sebastiano apoyado en la pértiga, rodeados por los salvajes.

Así pues, ¿así tenía que terminar la cosa?

Esta vez me río. Me río con ganas, desenfadadamente. Con la risa saco fuera la tensión y el cansancio. Debe de asombrarlos no poco, porque aprietan sus herramientas contra el pecho y se echan para atrás dubitativos.

De la tupida vegetación se alza un alboroto. Una forma destaca sobre todas las demás. Una cogulla cubierta de barro, dos palos atados formando un crucifijo cuelgan de su cuello. En la mano aprieta un nudoso bastón, con el que suelta golpes a diestro y siniestro, mascullando palabras incomprensibles.

Se acerca a la caja y la abre. Veo que levanta la vista al cielo, desconsolado. Increpa de nuevo a la turba en tono de reproche.

Viene hacia nosotros:

—Perdón, perdón, fratres, perdón.

La barba gris más larga que la mía, incrustada de barro e insectos. Los ojos, dos brasas azules entre las arrugas en las que parece anidar una mugre secular. Los cabellos le llegan hasta los hombros y recuerdan el nido de un pájaro.

—Perdonad, fratres. Mentes simples, sicut pueri. Para comer, comer solum. Nunquam libres videro, no saben.

En ese momento comienzo a notar movimiento en los islotes. El cañaveral tiene un orden artificial, se entrevén tabucos, sombras animadas. Amplias redes sujetas por cuerdas y palos a flor de agua.

Una aldea. ¡Dios mío, el cañaveral es una aldea!

—Ellos no conocen vuestra misión. No pueden. No saben leer. No malvados, ignorantes. Yo —se lleva la mano al pecho—, fray Lucifer, franciscano.

Busca las palabras:

—No temáis, fratres reverendísimos, yo sé. Misales de abadía. —Señala la caja—. Libros cristianísimos. Ellos no saben.

Se vuelve hacia su grey, con frases imposibles de entender para nosotros, pero que suenan como algo tranquilizador.

—Venid, venid.

Como una señal, y el claro cobra vida. Mujeres y niños salen de las cabañas y se asoman a la marisma. Los hombres afluyen hacia las casuchas en medio de un vocear difuso. El herido es levantado, habla, comparte también el estupor de los demás.

Sebastiano está con la boca abierta. Me lo llevo, intimándolo a que se esté callado.

Fray Lucifer, portador de luz al pueblo de los marginados, ocultos en las marismas del Po como en una fortaleza inexpugnable. Una marisma que se extiende desde la desembocadura del río hasta la región de las Romañas. Tierra de nadie, lejana y salvaje como el Nuevo Mundo. Fray Lucifer, dispuesto a evangelizar a estos olvidados hace casi treinta años, y olvidado a su vez él también aquí. Lejos de la lengua corriente y del destino de los estados. Perdido en medio de una mancha de tinta en el mapa, siguiendo el ejemplo del hermano Francisco de Asís, como si hubiera arrancado la cruz de Cristo para plantarla en las arenas movedizas de estas landas, desafiando la superstición pagana.

Treinta años.

Casi imposible de imaginar. Treinta años de distancia de los destinos de la Iglesia. De Lutero, de Calvino, de la Inquisición y del Concilio. Cultivando una fe fundada en la pura caridad con los humildes.

Haciendo caso omiso de nuestras ropas, nos ha tomado por misioneros igual que él, fray Tiziano y fray Sebastiano, enviados por la abadía de Pomposa, a fin de difundir la doctrina y el libro para enseñarla. Nos ha cubierto de sinceras lisonjas y pedido que oficiáramos la misa en su lugar. No he podido negarme.

Y así don Ludovico, regentador del burdel más lujoso de Venecia, bajo la apariencia de fray Tiziano, se ha encontrado ante el pueblo entero de la marisma celebrando el único rito religioso del que es capaz. Ha rebautizado a todos los adultos. Del primero al último.

En el momento del regreso se nos ha proporcionado un guía y un barril de anguilas vivas como regalo, a cambio de una nueva fe y de dos copias de El beneficio de Cristo.

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