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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 29

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Capítulo 29 Venecia, 11 de noviembre de 1548

No es fácil explicarles que he de partir. No es fácil hablar de un antiguo enemigo, Qoèlet, el aliado de siempre, el traidor, el infiltrado.

No será fácil, pero es necesario. Explicar los viajes de los últimos meses, esta barba: Tiziano, el apóstol con El beneficio de Cristo en una mano y el agua del Jordán en la otra. Saldar una cuenta pendiente hace más de veinte años. Tratando de poner al esbirro de Carafa, el más valiente, el más listo, tras los pasos de un heresiarca anabaptista creado a su medida. No se dispone de más tiempo. El círculo ha comenzado a estrecharse antes de lo previsto, pero sabía que sucedería. Estoy jugando con fuego y no puedo correr el riesgo de que se entrometan. El mismo imperdonable error de siempre: mi pasado que irrumpe en el presente y causa estragos, lacerando las carnes de amigos, compañeros, amantes. Demetra, Beatrice, João, Pietro. Nombres de muertos inminentes. Partir antes de que eso ocurra. Arrastrarme detrás del Ángel Exterminador y el eterno esbirro, lejos de los afectos de la última parada. Caminar hasta las prolongaciones extremas, hasta el culo del mundo de esta tierra de Europa que he recorrido a lo largo y a lo ancho. Hacer que me persiga hasta allí y en aquel sumidero maloliente esperar y arreglar las cuentas de muchas vidas. Solos.

No importa cuánto tiempo, Eloi puede recuperar su nombre, seré solo Tiziano, el loco baptista.

João vigilará el burdel y a Demetra en mi lugar. Me moveré, sembraré indicios, daré vueltas hasta que haya sacado a Qoèlet a plena luz del día.

Perna, tú lo has dicho: es necesario saber cómo va a terminar, jugarse el destino y la vida para darles un sentido. Para dar una razón de ser a todas las derrotas y también a lo que queda por vivir. No abandono la partida, quiero terminarla. Como sea.

De las miradas atónitas y de las bocas cerradas emerge solo la voz nítida de Beatrice:

—Los subterfugios a que la vida ha obligado a mi familia no han impedido nunca apreciar la sinceridad, Ludovico.

Sonríe, mis palabras no han desarmado sus ojos negros:

—Deja por tanto que recompense tu franqueza. No eres tú la causa del peligro que nos amenaza: todos sabíamos desde un comienzo con qué riesgos nos íbamos a encontrar al embarcarnos en la empresa común de difundir El beneficio de Cristo. Hemos desafiado la excomunión del Concilio, la Inquisición, las ambiguas estrategias de los poderosos venecianos. ¿Con qué fin? La guerra espiritual desencadenada por los perros del Santo Oficio es una amenaza para todos nosotros. Fingir no saberlo no nos salvaría. Solo hace falta mirar a quién tienes delante: a un librero clandestino, a la regentadora de un burdel y a una rica familia judía en fuga desde hace medio siglo. Y luego estás tú: hereje, marginado, ladrón y rufián. Somos todo lo que ellos quieren barrer de en medio. Si vencen nos despojarán de todo, ocuparán todo el espacio ellos. Seremos encerrados, los más afortunados morirán.

Beatrice se acerca a la ventana, más allá de la cual se entrevé el canal de la Giudecca al fondo de San Marcos. Sigue siendo una silueta oscura.

Prosigue:

—Has hablado de un destino personal con el que saldar cuentas. Del ala negra que revolotea sobre tu cabeza desde toda la vida y borra todo lo que te es querido. Tus preocupaciones son nobles y sensatas, pero cada uno debe cumplir con su papel. También yo estoy convencida de que es útil separarse, pero a condición de quedar unidos en el propósito de un plan común. La pista de Tiziano que se aleja, sembrando herejía y confusión, puede llevar a los perros por un camino equivocado, confundir al olfato, volver más lento su avance, en espera del nuevo Papa. Pero si va a ser esta tu tarea, cada uno de nosotros debe tener otra.

João se pone en pie, nada de sonrisas:

—Tú, tía, podrías mantener abierta la vía de escape. Tu carisma y tus conocimientos en la corte de Ferrara, donde estamos bien vistos por los préstamos al duque y por tu refinamiento, pueden garantizar un refugio seguro para todos, si las cosas fueran a precipitarse. Yo me quedaré aquí en Venecia, con objeto de hacer valer nuestras generosas donaciones. Ya es hora de que los patricios y los mercaderes de esta ciudad den muestras de conceder todo su peso a quien mantiene en pie su fasto y sus negocios. Mientras tanto puedo encargarme de los nuevos intercambios comerciales, las rutas que hemos abierto con el Turco.

Se vuelve hacia Perna:

—Es mejor que tú te mantengas alejado por un tiempo. Serás mi agente en las costas orientales. Difundirás la nueva traducción de El beneficio de Cristo en Croacia y en Dalmacia, hasta Ragusa y más allá. No te ocuparás tan solo de libros, sino que serás también mi agente de enlace fuera del alcance de la Inquisición.

El pequeñajo se pone en pie de un salto:

—¡Vender libros a los Turcos! ¡Estoy soñando! ¡Entrar y salir de esas viejas barcas hediondas! ¡Eso es lo que le toca en suerte a Pietro Perna, uno que tiene su nombre, que es respetado desde Basilea hasta Roma! ¡Ludovico, di tú algo!

—Sí, exactamente, necesitas un nombre nuevo. Quizá menos respetable, pero menos conocido por los esbirros.

Perna se encoge en el asiento, desapareciendo casi en él, los pies colgándole.

João sonríe a Demetra:

—La fascinante doña Demetra continuará regentando el Tonel como si nada pasara, con los oídos siempre atentos a cualquier indiscreción de sus acaudalados clientes. Cualquier información puede ser preciosa. Velaremos por ella y por las chicas en ausencia de Ludovico.

Beatrice:

—Es inútil negar que nuestro destino depende en buena medida de quién sea el próximo Papa. Esperaremos a ese momento para decidir cómo movernos a la luz de la nueva situación.

Bernardo está llenando las copas. João es el primero en alzarla, ha recuperado la sonrisa:

—¡Por el futuro Papa, entonces!

Nos desahogamos con una estruendosa carcajada.

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