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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 31

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Capítulo 31 Finale Emilia, puesto fronterizo entre los ducados de Módena y de Ferrara, 2 de abril de 1549

La casa de postas es una gran venta aislada en medio de un terreno llano y parejo. Algún bosquecillo disperso que interrumpe la línea continua del horizonte. El caballo está cansado, mi espalda y mis piernas también.

El patio interior es un ir y venir de gallinas y gorriones que se disputan unas migajas entre el cascajo. Un viejo perro me ladra con escaso convencimiento, probablemente obligado por el deber de los años perdidos de guardia en este lugar.

—Eh, establero, ¿hay un lugar para este rocín?

Un tipo robusto, bigotes que le caen a lo largo de la barbilla. Me señala una puerta baja, con el batiente superior cerrado.

Desmonto con esfuerzo y doy unos pasos con las piernas aún abiertas por la silla.

Coge las riendas:

—Mal día para viajar.

—¿Por qué?

Una indicación hacia el oeste:

—Hay temporal. El camino se volverá un río de barro.

Me encojo de hombros:

—Eso quiere decir que tendré que detenerme.

Sacude la cabeza:

—Ni una cama. Está todo lleno.

Miro a mi alrededor en busca de algún indicio de tanta sobreocupación, pero el patio se halla desierto, ni el menor ruido en la casa.

El establero chasquea la lengua, el bigote se dispara hacia arriba:

—Esperamos a un obispo.

—Podría arreglármelas en el henil.

Otro encogimiento de hombros, mientras desaparece dentro del establo con el caballo.

El perro ha vuelto a echarse al sol, los copetes de pelo gris en torno al hocico lo convierten en el remedo animal del establero. Cuando lo veo surgir de nuevo de la sombra sonrío pensando en su semejanza.

—¿Cuántos años tiene?

—¿El perro? Oh, ocho, nueve, más o menos. Es viejo, está perdiendo los dientes. Dentro de poco tendré que matarlo.

Ojos cerrados como ranuras y patas extendidas, solo un leve movimiento de la cola y el alzarse de una ceja. Sus expresiones recuerdan también las del amo.

Me desperezo produciendo un notable crujir de huesos.

—Dentro hay sopa caliente, si queréis. Pedídsela a mi mujer.

—Estupendo. Pero ¿no querréis servírsela al obispo, supongo?

Se detiene perplejo, rascándose la sudada nuca:

—Bueno, no tenemos grandes señores por estos lugares. Nunca ha venido ningún obispo aquí.

Me inclino para comprobar que las rodillas aún funcionan, hago girar un poco la cabeza y estoy como nuevo.

Reflexiona sobre ello:

—En efecto, menudo problema. Todo el séquito, los lacayos…

—Los secretarios, los servidores, la guardia personal…

Resopla preocupado y se encoge de hombros:

—Tendrán que contentarse con lo que hay.

Sube las escaleras para entrar en casa.

—Para los lacayos y la guardia la sopa está bien. Pero para el obispo haría falta algo de caza… A propósito, ¿quién es?

Se para en la puerta:

—Un cardenal-obispo, Su Señoría Giovanni Maria Del Monte Ciocchi. Viene de Mantua, en viaje hacia Roma.

—Ah, sí. Será por el Cónclave… Dicen que el Papa está mal, pero ya se sabe que a los papas les cuesta morirse…

Se mira la punta de las botas perplejo, sin saber si mandarme al diablo o darme cuerda.

—Yo no sé un carajo. Lo único que sé es que tengo que dar hospedaje al obispo y a su séquito por una noche.

—Sí, sí. Pero no tenéis caza que servir para la cena.

Se pone morado, si no estuviera la escalera de por medio temería por mi pescuezo:

—¡Hoy no hay! ¡Esto es una casa de postas, no un albergue!

Entra en casa.

Me río solo y me acerco al perro. Ahora parece tranquilo, se deja acariciar, no debe de tener ya más ganas de gruñir, y tampoco de vivir. Dentro de poco sonará su hora.

—No estás mejor que el Papa. Pero por lo menos tú no tienes una bandada de buitres revoloteando sobre tu cabeza.

El cardenal Del Monte.

¿Guardián de la ortodoxia o espiritual?

¿Con Carafa o con Pole?

Mantuano.

El perrazo me planta en la cara un bostezo desdentado.

Mantuano, como fray Benedetto Fontanini. ¿Guardián de la ortodoxia o espiritual?

Las insignias episcopales en las portezuelas de los carruajes están salpicadas de barro. Una docena de hombres armados vivaquea sobre el cascajo del patio. Un continuo ir y venir por la escalera. El establero se apresura a limpiar el escudo con un trapo.

Los soldados apenas me dirigen una mirada cansina. Las buenas ropas que visto deben de darme aspecto de cortesano.

Un tipo delgado baja las escaleras a saltitos, envuelto en una elegante capa, tocado con un sombrero ridículo. Sobre la treintena.

Se dirige al establero:

—Su Señoría agradecería un poco de agua antes de cenar.

Un tono resabiado y desdeñoso.

El bigotudo asiente con la expresión más tonta del mundo, se olvida del carruaje y se precipita escaleras arriba.

Me acerco.

—En estas casas de postas el servicio siempre deja que desear.

Lo cojo desprevenido, no encuentra nada mejor que asentir:

—Es verdaderamente escandaloso…

—Un hombre de su importancia…

Es incapaz de mirarme, el aire cordial lo desorienta:

—Después de tan largo camino, y a su edad…

—Y con todas esas preocupaciones…

Decide reaccionar, ojillos grises que miran con suficiencia:

—¿Sois por casualidad paisano de Su Señoría?

—No, micer, yo soy alemán de origen.

—Ah. —La expresión de quien ha captado una profunda verdad—. Yo soy Felice Figliucci, secretario de Su Señoría.

—Tiziano, como el pintor. —Una leve inclinación recíproca—. Supongo que os dirigís a Roma.

—En efecto. Volvemos a partir por la mañana.

—Tiempos duros…

—Ya. El Papa…

Nos quedamos en silencio por un instante, mirando hacia abajo, como si estuviéramos reflexionando sobre profundas cuestiones teológicas, sé que quisiera despedirse, pero no le doy tiempo a hacerlo:

—Si puedo hacer algo por Su Señoría, no dudéis en pedírmelo.

—Muy amable por vuestra parte… Por supuesto… Precisamente tengo que volver arriba para cerciorarme de que todo anda como es debido.

Se despide incómodo.

Llueve a cántaros, pero tengo muchas ganas de fumarme un cigarro. Al resguardo de una techumbre soplo el humo de cara al temporal. Del viejo perro ni rastro. El reflejo de los ojos de un gato, antes de que desaparezca tras una reja.

Bautizaré con método, solo a la gente justa que pueda constituir el núcleo de una secta propiamente dicha. A los inquisidores les gustan las sectas, es posible fantasear sobre ellas hasta el infinito, se les puede achacar todo: el descontento popular, la peste, la prostitución, la esterilidad de tu mujer… Se necesitan apóstoles, que vayan de aquí para allá rebautizando, precisamente como hizo el viejo Matthys. No falta quien ha pensado ya en él, algún ferrarés, pero tengo que llegar más lejos: Módena, Bolonia, Florencia. Luego están las Romañas. Parece que los habitantes de esas tierras son los más turbulentos de todos los súbditos del Papa. Podría ser interesante que alguien llegara hasta allí. Herejía y revuelta: ¿hace falta algo más?

Sostengo el cigarro entre los dientes y cruzo las manos tras la espalda. Un escalofrío me dice que es mejor volver adentro. No puedo permitirme caer enfermo.

En la sala la chimenea está aún encendida, alguien está reavivando el fuego con un atizador, forma oscura de espaldas, sentada en una de las viejas sillas de madera de la posada. Una camisa de franela larga hasta los pies que cubre todo el tonelaje y la birreta encarnada sobre la cabeza tonsurada.

Apenas se vuelve al advertir mi presencia.

Me apresuro a tranquilizarlo:

—No temáis, Señoría, solo es el paso de un insomne.

Un hablar extraño, entre el refunfuño y el resoplido, ojos con ojeras hundidos sobre unas mejillas llenas de arrugas.

—Entonces ya somos dos, hijo.

—¿Puedo ayudaros en algo?

—Solo trataba de reanimar este fuego para conseguir leer algunas líneas.

Me acerco, recojo el soplillo y me pongo a soplar sobre el rescoldo.

—El insomnio es una mala bestia.

—Ya podéis decirlo bien alto. Pero cuando se ha alcanzado la edad de sesenta y seis años no hay que lamentarse demasiado y conviene aceptar con humildad lo que el buen Dios tenga a bien mandarnos. Hemos de estar agradecidos de tener aún una buena vista para poder leer y engañar las horas nocturnas.

El fuego ha reanudado su chisporroteo, el cardenal Del Monte recoge el libro abierto del suelo. Entreveo el título a la luz de la chimenea y no puedo contener la sorpresa.

—¿Leéis a Vesalio?

Un farfulleo de incomodidad:

—El buen Dios tendrá a bien perdonar la curiosidad de un viejo que no se reserva para sí mismo otro placer que el de estar al tanto de las extravagancias alumbradas por la mente humana.

—También yo he leído este libro. Extravagante de verdad todo ese manipular cadáveres, pero lo que finalmente parece derivarse de ello es un gran homenaje a la grandeza de Dios y a la perfección que supo crear, ¿no os parece? Si fueran más quienes cultivasen la misma curiosidad que vos tal vez se evitarían muchos malentendidos, como el de ver el mal allí donde no hay ni rastro de él.

Me observa con expresión burlona, parece un viejo oso bonachón, arrellanado en la silla:

—¿Así que lo habéis leído? Pero ¿a qué os referís cuando habláis de malentendidos?

Lo pongo a prueba.

—Muchos fervientes cristianos en la actualidad corren el riesgo de caer presos por sus ansias de renovar y traer una savia nueva a la Iglesia de Roma. Son señalados como miembros de sectas peligrosas, como alquimistas, brujos, apestados. Son procesados como enemigos de la Iglesia, luteranos, cuando ellos nunca, pero que nunca han osado poner en entredicho la autoridad infalible del Papa y de los teólogos. Con solo que alguien prestara a las ideas de estos una centésima parte de la atención que vos ahora mostráis, creo que no sería difícil distinguirlos de los herejes de más allá de los Alpes y de los cismáticos.

Del Monte me mira con aire paternal:

—Hijo, ahora, delante de este fuego, tú y yo no somos más que dos insomnes. Por la mañana yo seré de nuevo el cardenal-obispo de Palestrina y podría no poder permitirme esta liberalidad. Es difícil combinar de forma armónica al mismo tiempo la responsabilidad de una grey amada que hay que defender y la justa medida en reprender a las ovejas descarriadas por el camino, extraviadas por el intelecto, por malas lecturas e insanas deducciones.

Decido ir hasta el fondo:

—Yo temo la imprudencia y el miedo de los jueces, temo que cercenen el espíritu renovador, midiendo a todos con el mismo rasero…

El cardenal frunce los ojos:

—Estáis pensando en algo concreto, ¿no es así?

—En efecto. No sé si puedo permitirme hablar de ello a Vuestra Señoría, pero esta hora tardía y la intimidad que me brindáis me animan a decir unas pocas palabras acerca de un asunto que me aflige desde hace tiempo y que tiene que ver con un paisano vuestro.

—¿Un miembro de mi diócesis?

—Y hombre piadoso, Eminencia. Fray Benedetto Fontanini de Mantua.

Ninguna reacción, el paso está dado, no puedo echarme ya atrás.

—Encerrado desde hace meses en el monasterio de Santa Justina de Padua, bajo la acusación de ser el autor de El beneficio de Cristo. Reo de apostasía.

Un carraspeo:

—Sobre ese libelo pesa la excomunión, hijo.

—Lo sé, Eminencia. Pero seguid mi razonamiento, os lo ruego. La excomunión del libro por parte del Concilio de Trento se remonta a mil quinientos cuarenta y seis, y por un motivo muy concreto: solo entonces, en efecto, los doctores de la Iglesia fijaron definitivamente la doctrina católica en materia de salvación, declarando herética la soteriología luterana. Pues bien, fray Benedetto escribió El beneficio de Cristo en mil quinientos cuarenta y uno, ¡cinco años antes de que se llegara al pronunciamiento definitivo del Concilio!

Asiente sin emitir ningún sonido. Continúo:

—Fray Benedetto escribió el libro movido por el sincero propósito de ofrecer un punto de interlocución para la reconciliación con los luteranos. No hay ninguna página en El beneficio de Cristo que ponga en entredicho la autoridad del Papa y de los obispos, no hay nada de escandaloso en él. Simplemente se enuncia abiertamente la doctrina de la salvación por la fe. Pero vos sabéis mejor que yo, Eminencia, que hay pasajes en la Biblia que se prestan a ese tipo de interpretación…

—Mateo 25, 34 y Romanos 8, 20-30…

—Y Efesios 1, 4-6.

Del Monte suspira:

—Sé de qué habláis. He leído El beneficio de Cristo y la suerte de fray Benedetto también a mí me angustia. Pero hay equilibrios muy delicados por los que hay que pagar un precio, conflictos difíciles de resolver…

Me inclino apenas hacia él:

—No quisiera, por consiguiente, que la encarcelación de fray Benedetto tuviera algo que ver con la guerra intestina que sacude a la Iglesia, sino más bien con los luteranos. En dicho caso habría más necesidad que nunca de la intervención de personalidades que estén por encima de las partes, a fin de evitar que inocentes sean víctimas de un enfrentamiento que en verdad nada tiene que ver con ellos.

Apenas asiente:

—Conseguís ser muy explícito. Pero os digo que no es fácil, sobre todo ahora que el Papa está enfermo y soplan desde Roma vientos de macabras negociaciones. No es fácil para quien quiere ser hombre de paz, permaneciendo al margen del conflicto. Cualquier gesto, aunque esté dictado por la más simple caridad, sería interpretado actualmente como un alinearse con uno o con otro partido. Para aquellos que quieren impedir el castigo de los inocentes, la única vía es la de apelar a la caridad y al buen sentido de los hombres de la Iglesia.

Le insisto:

—Hay modestos gestos que sin embargo pueden significar mucho.

Mira las llamas que van apagándose ya, como si buscara algo. Tiene un aire resignado y cansado:

—Conozco bien al general de los benedictinos. —Por un instante parece querer añadir algo más—. Una carta a Monte Cassino es lo único que todavía puedo permitirme.

—Sería ya mucho.

—Ahora creo que conseguiré dormir.

Un mensaje bastante explícito. Es hora de despedirme.

—Eminencia, vuestra magnanimidad es algo raro en estos tiempos. No son muchos los santos hombres de la Iglesia que aceptarían hablar con un desconocido en plena noche, acogiendo incluso sus solicitudes. Mi nombre es…

Levanta una mano:

—No. Mañana el obispo de Palestrina no podrá permitirse la confianza de esta noche. Por lo que a mí respecta, seguiréis siendo el insomne erudito que me ha hecho compañía.

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