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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » El diario de Q.

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El diario de Q.

Münster, 15 de septiembre de 1550

La Judefeldertor es la puerta por la que entran y salen las mercancías. Los campesinos entran con la cosecha, los mercaderes salen con sus manufacturas. Carros cargados de paños hablan de que la actividad más destacada de Münster se ha recuperado con renovado impulso, olvidando a Knipperdolling, viejo jefe de las guildas de los tejedores.

Hombres y mujeres pueblan las calles, enfrascados en la vida de cada día.

El convento de Überwasser se ha convertido en un hospital. Tal vez haya quedado alguna monja. Por supuesto que ni Tilbeck ni Judefeldt, los dos burgomaestres luteranos que se atrincheraron en su interior en los días de la revuelta anabaptista.

En la plaza mayor, en el centro de la ciudad, la catedral y el Ayuntamiento siguen allí frente por frente. La catedral ha sido completamente restaurada, ornamentada con estatuas y agujas que ensalzan a la Iglesia romana. Delante de la casa consistorial grupos de soldados de guardia, cuya presencia puede advertirse por todas partes.

Luego la plaza del Mercado. Los tenderetes están alineados a los lados, mostrando sus productos. Unas voces hablan de precios, de tratos.

San Lamberto.

Tres jaulas cuelgan del campanario. Vacías.

Nadie las mira.

Beuckelssen, Knipperdolling, Krechting.

Únicamente yo me he quedado con la nariz en alto durante no sé cuánto rato, mientras pasaban todos por mi lado: había quien se acercaba a los tenderetes, quien entraba en la iglesia.

Nadie las mira.

El pasado pende sobre sus cabezas. Y si osan alzarlas, allí están las jaulas para recordárselo.

Münster es la admonición que se cierne sobre la Cristiandad: todo vuelve a ser como antes, no queda ni rastro del mal sino en el símbolo eterno del castigo más terrible.

Antes de exponerlos en las jaulas, los cuerpos de Beuckelssen, el rey David, de Knipperdolling, ministro de justicia del Reino de Sión, y de Krechting, consejero del rey, fueron descuartizados con tenazas candentes, y apuñalados por el verdugo.

Dentro de la iglesia no resuenan ya los sermones incendiarios de Bernhard Rothmann, predicador de la revuelta. Esos sermones que empezaban siempre con la anécdota de la estatua de Cristo y del niño.

Inútil preguntar aquí y allá qué fue de él, ya que su cuerpo no fue encontrado entre los montones de cadáveres.

Casi querría que fuera él, ya viejo, el Tiziano que recorre Italia.

Pero debería haberse enmendado de la locura en la que yo contribuí a hundirlo. Largas discusiones, en aquellas naves, acerca de las costumbres patriarcales de la Biblia, la poligamia, la inapelable ley mosaica, alimentando el fuego del delirio.

Bernhard Rothmann, guía espiritual de los münsteritas, pastor de los sublevados, enemigo número uno del obispo Von Waldeck. Luego al fondo del precipicio, del abismo de desesperación y apocalipsis del que no se retorna. No. Rothmann no. Esté vivo o muerto, hoy no podría volver a empezar nunca desde un principio.

De haber habido un único justo en toda la ciudad, Sodoma se habría salvado.

Pero ese último justo se había ido. Solo así pude hacer lo que hice, viviendo hombro con hombro con el teólogo de la corte, día tras día, por la senda que lleva a la ruina. Y aún hoy creo que no hice más que acelerar el tiempo de lo inevitable.

El único justo se había ido.

Escapado de la pesadilla y de la matanza.

Por la escalinata de San Lamberto he mirado a la plaza. Los mostradores amontonados formando barricadas, las antorchas, las órdenes de un extremo a otro del mercado.

Las esperanzas y las ilusiones de los anabaptistas, surgidas en esta plaza, fueron Rothmann, Matthys y Beuckelssen quienes las traicionaron.

No yo. Yo solo traicioné al único justo.

Es a esta plaza adonde debía volver, a ajustar cuentas con el que fui. No a las aulas de Wittenberg ni tampoco a los palacios de Viterbo. Thomas Müntzer, Reginald Pole: la ingenuidad, como la locura de los profetas, se traiciona sola. No la sensación de posibilidad de aquellos días y de aquellos gestos, no la determinación de quien nos la infundió.

Tendría que ser él quien ajustara las cuentas, no la hoja de Carafa. Pero debería estar vivo aún, a salvo de quince años de derrota, superviviente de las revueltas holandesas. Debería haber sido acogido en la comunidad de los eloístas de Amberes, debería haber escapado a la venganza de los Fugger llevándose consigo el fruto de la estafa, debería haber llegado a Venecia, la patria de los fugitivos, convirtiéndose en el regentador de un burdel de lujo y al mismo tiempo, con el nombre de Tiziano, dar vueltas por Italia para difundir el anabaptismo.

Sí. Y el Turco debería convertirse.

Puedo volver a Roma ahora, para encontrarme con el destino que aguarda a los siervos ya acabados y envejecidos. El epílogo banal de una vida atrapada entre acontecimientos demasiado grandes como para tener en cuenta las inquietas emociones de un espía en su ocaso. Frente a todo esto, y a estas jaulas, puedo decir que no he vivido, no me he atrevido nunca, excepto en los días de la traición infame y perfecta de la mayor empresa que el valor y la locura humanos pudieran imaginar. La lúcida razón de un espía y la fidelidad apasionada de un lugarteniente a un caudillo admirado desde el primer día: esos días rebosan de recuerdos, los únicos, cargados de sensaciones contradictorias, como la vida misma, que he mantenido apartada de mí, temeroso ejecutor de grandiosas tramas. El tiempo para resolver el enigma va agotándose, y justo es que así sea. Habría tenido que matarte entonces. Solo así me habría evitado a mí mismo, tras quince años, casi al final, el desear encontrar de nuevo el fuego de tus ojos y el frío de tu espada, capitán Gert del Pozo.

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