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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 35

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Capítulo 35 Pineta di Classe, en las cercanías de Ravena, 9 de octubre de 1550

No hay luna. Apenas si distingo las formas más oscuras de los árboles y el cabrilleo de las olas en la playa.

Malcantòn, en cambio, escruta la oscuridad como si pudiera valorar a la perfección la entidad y la distancia de las cosas. Edad indefinida, cara torva de marinero, velada por una preocupación constante. Manos como palas y una cicatriz que va desde la oreja al hombro. Alguien debe de haber tratado de arrancarle la cabeza sin éxito. Alguien que debe de haberse arrepentido de ello. Malcantòn, el mal cantón, el noroeste, de donde llegan los temporales imprevistos, las granizadas que arruinan las cosechas, las borrascas que hacen zozobrar las embarcaciones. Si a alguien le interesa su verdadero nombre puede ir a leerlo a la plaza de Ravena, donde cuelga bien a la vista junto con la recompensa que pende sobre su cabeza.

También los otros pueden enorgullecerse de una. Mèlga y Guacín, es decir, los hermanos Rasi, buscados desde hace más de un año por el asesinato de un aduanero.

Tambòcc, no más de veinte años, cara de ángel, negros rizos y una fuerza descomunal. Estafador empedernido, un oficio heredado de su padre junto con el odio por los curas y toda autoridad. Está echado contra un tronco contemplando fijamente la noche a nuestras espaldas. Desde la pineda los rumores del bosque, susurros y aleteos, que reconoce uno por uno.

Este trozo de tierra y de mar que se confunden es frontera. Se la disputan Venecia, Ferrara y el Papa, y al mismo tiempo es tierra de nadie, laberinto de tributos, derechos de consumo y aduanas, que cada uno de los señores trata de imponer sobre todo tipo de mercancías en tránsito o productos de la tierra. Con el resultado de humillar a la pobre gente aún más que en otras partes y hacer languidecer todo tráfico o comercio.

Para esto es para lo que sirven los contrabandistas.

Conocen palmo a palmo la costa llana del delta del Po hasta más allá de Rímini. Atracaderos provisionales, muelles fuera de uso, viejos canales romanos abandonados, que dan acceso a las tierras del interior, vasto terreno pantanoso que se extiende a lo largo de leguas y leguas bajo un techo uniforme de pinos marítimos. Dédalo de agua y mosquitos por donde solo estos fugitivos de la ley saben orientarse, diseminado de improbables puntos de referencia, trampas, depósitos perfectamente disimulados.

Los mercaderes dálmatas, pero también venecianos, tienen todo el interés en negociar con los contrabandistas romañolos: nada de extenuantes esperas en los puertos, nada de tasas o tributos, nada de desvalijamientos por parte de los salteadores de caminos locales.

Una buena parte del tráfico comercial tiene lugar en estas costas, en una línea de puntos invisibles en medio del mar, donde los navíos mercantes se cruzan con los bajeles de los contrabandistas perfectamente camuflados en barcas de pesca. No es un trabajo fácil, porque nada es seguro por mar: esperas que pueden durar horas, días, con cualquier estado del tiempo. Cuando finalmente se produce el encuentro se transborda la mercancía, se saldan cuentas. O bien los navíos mercantes son pilotados hacia atracaderos secretos por ágiles chalupas, se desembarca la carga en la playa, se contrata el precio y se cierra el negocio.

Las emboscadas son frecuentes. Se arriesga la vida y penas severísimas.

Pero solo gracias a esta invisible red comercial la gente de aquí no se muere de inanición. Quien elige la vida de contrabandista es porque proviene de la más negra miseria, del odio instintivo, y perfectamente justificado, que todos sienten en estas tierras por toda autoridad; casi siempre se trata de hombres sobre los que pesa toda suerte de cargos acusatorios, obligados a esconderse dentro de la pineda para escapar de los esbirros.

No hay mujer, anciano o campesino de cualquier burgo que no los proteja, aunque solo sea por medio de su obstinado silencio. Porque una parte de lo que circula es normalmente repartido entre el pueblo. Este es el único tributo.

Antes de que el obispo mande a sus recaudadores para el cobro del diezmo sobre la cosecha, parte de esta es escondida por los contrabandistas en los muchos depósitos del bosque, para hacer menos gravoso el impuesto calculado sobre el total de lo recolectado y para garantizar la supervivencia de las comunidades durante el invierno.

Esto era lo que sucedía hace un mes, al presentarse el grupo de los recaudadores, cada año con mayor adelanto.

Eran Malcantòn, Guacín y Mèlga, los hombres que se disponían a transportar el trigo hacia los almacenes disimulados en la marisma.

Bastan una honda y proponérselo un poco para ganarse el aprecio duradero de estas gentes. Basta con tener un poco de fuego en la sangre.

Noche sin luna. Esperamos ver la señal de las antorchas. Me arrebujo en la capa, calado hasta los huesos, mientras Malcantòn mantiene la mirada fija en el mar.

Mèlga, el Liante, está preparado ya con la barca, los remos en el escalmo.

Su hermano sostiene el fanal, preparado para encenderlo en respuesta.

Tambòcc en todo momento con el oído aguzado en dirección a la pineda.

Para ellos esta noche señala el inicio de un nuevo comercio, que los sorprende y los llena también de curiosidad.

No estaban precisamente preocupados. Reían. Han hecho muchas preguntas. ¿Prohibidos? ¿Y por qué? Nadie entiende nada de todo ello.

No. Ni se les pasaba por la cabeza poder hacer dinero con el contrabando de libros.

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