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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » El diario de Q.

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El diario de Q.

Roma, 1 de noviembre de 1550

Hay un último trabajo que hacer. Carafa lo ha reservado para mí. Delicado e importante como todos los demás encargos. Tal vez más. Tan importante que no puede llevarlo a cabo más que alguien que sea el soldado de más confianza, el más digno. Sabe que me ha puesto muchas veces a prueba, que siempre me ha pedido el máximo esfuerzo. Después de esta última misión podré disfrutar de un merecido descanso, por supuesto, siempre que tenga ganas.

He aceptado con entusiasmo. Esta vez el viejo no ha sabido leer dentro de mí.

Joder a los judíos, esos odiosos parásitos, impenitentes asesinos de Cristo, a menudo convertidos a la verdadera fe por simple conveniencia, sin más objeto que seguir lucrándose con sus sucios negocios, ha dicho. Una enfermedad que apesta desde el interior del cuerpo de la Cristiandad. Una enfermedad que ha llegado el momento de extirpar. Es preciso comenzar por donde más arraigada esté.

Venecia.

Ha dicho que ha comprendido una vez más por mis informes que era el hombre más adecuado para este cometido. En realidad tomó conciencia de la importancia de la cuestión mientras leía el gran poder que pueden acumular esas inmundas familias de usureros. Desde hacía tiempo venía estudiando la solución más adecuada y ahora están los tiempos ya maduros, está todo listo, los acuerdos están estipulados.

La entrada en vigor del Índice de libros prohibidos en los territorios de la Serenísima es señal evidente de que las autoridades venecianas han comprendido por fin la necesidad de llegar a un compromiso, superando la vanagloria y la arrogancia que siempre las caracteriza. El motivo es claro: las familias patricias de la Serenísima están endeudadas hasta las cejas, sus fortunas dependen totalmente de las bolsas de los banqueros marranos. Una deuda tan ingente que únicamente puede verse satisfecha con la extinción de los acreedores. El intercambio supone una satisfacción mutua: para Carafa una demostración de fuerza del Santo Oficio en la ciudad más hostil a las injerencias de Roma, preludio de la mano de hierro que el poder inquisitorial adoptará en todo el territorio católico; a los venecianos el saneamiento de las finanzas por medio de la confiscación de los bienes de los ricos judíos.

El mecanismo ha sido puesto ya en marcha. La Inquisición y las magistraturas venecianas comenzaron a instruir procesos a personajes marginales de la comunidad sefardita, bajo la acusación de prácticas judaizantes. Pero es a los peces gordos a quienes hay que llegar.

Y para llegar a ellos hace falta alguien como yo. Alguien con treinta años de guerra espiritual a sus espaldas, capaz de crear en la ciudad una amplia hostilidad contra los judíos, de señalarlos como la causa de todos los males, preparando el terreno para una ofensiva que afecte a la comunidad entera.

He aceptado con entusiasmo.

He disimulado el asombro de ver prolongado mi tiempo.

He mostrado la máscara del celo, la que actualmente ya no me es propia.

Último trabajo antes del merecido descanso.

Última infamia.

Reservada para quien es partícipe desde siempre de los secretos de Carafa.

Creía haber llegado al final. Me ha sido concedido más tiempo. ¿Cuánto? ¿Y por qué?

No son los estirados y famélicos dominicos que atestan estos pasillos los que van a poder llevar a cabo tramas de este tipo. Demasiado fanáticos. Muy pagados del papel que les ha sido confiado, son tan incapaces de sutiles estrategias como eficientes a la hora de perseguir ciegamente la presa que se les indica. Todo a plena luz del día. Carafa los prepara para la ofensiva más importante de la guerra espiritual. La rendición de cuentas, después de diez años de cuidadosa planificación. La construcción que he contribuido a levantar, ladrillo a ladrillo, será llevada a cabo por otros y muy pronto. La proximidad de la reanudación del Concilio, muy querida por el Emperador, parece ser el momento en que Carafa mostrará sus cartas, desencadenando el ataque frontal contra los espirituales. La tensión en los rostros y en las voces de los jóvenes sabuesos encabezados por Michele Ghislieri, ave rapaz que vuela alto en la consideración del viejo, dice que van a acabarse las demoras.

No estaré en esta partida porque conozco todos los movimientos anteriores: Carafa sabe perfectamente que dos solo pueden mantener un secreto cuando uno de ellos está muerto.

Mientras tanto me confía la última y sucia cruzada, para la que no tengo ya estómago: inventar el nuevo enemigo y lanzar contra él el ejército cristiano. A quien acepte entrar en la lid se le garantiza una espléndida recompensa: las riquezas de sus víctimas y un lugar en el paraíso. Los venecianos son los primeros, otros deberán seguirlos.

A mí, como siempre, la tarea de preparar el terreno para la primera matanza. Luego no quedará más que guardar el secreto. Bajo dos palmos de tierra.

He aceptado con entusiasmo. Venecia. Queda tiempo aún para resolver el enigma. Esta vez no seré el incansable y eficiente servidor que Carafa ha conocido. Será el enigma, la inminencia de su solución, el que señale el tiempo que queda.

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