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Primera parte. El acuñador » Frankenhausen (1525) » Capítulo 3

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Capítulo 3 18 de mayo de 1525

Es un vivaque de soldados.

Largas sombras y bastos acentos del norte.

Desde hace dos días y dos noches camino por el bosque, con los sentidos alerta, sobresaltándome a cada ruido: el aletear de los pájaros, el ulular prolongado de los lobos que me recorre el espinazo y me revuelve las entrañas. Allí fuera, el mundo podría haberse acabado, no haber ya nadie.

Hacia el sur, hasta que las piernas aguantaban y me dejaba caer. Me he tragado cualquier cosa que pudiera engañar al estómago: bellotas, bayas silvestres, hasta hojas y corteza cuando el hambre se dejaba sentir en lo más hondo… Extenuado, la humedad en los huesos y los miembros cada vez más pesados.

Se había puesto ya el sol, cuando veo aparecer en la oscuridad del bosque los resplandores de una fogata. Me he acercado, arrastrándome hasta detrás de esta encina.

A mi derecha, a un centenar de pasos, tres caballos atados: el olor podría traicionarme. Me quedo inmóvil, indeciso, pensando en el tiempo que ganaría desplazándome sobre una de esas bestias. Atisbo desde detrás del tronco: están alrededor del fuego, envueltos en mantas, una cantimplora pasa de mano en mano, siento casi el aguardiente en su aliento.

—¡Ah! ¿Y qué me dices cuando escapaban como corderos al cargar nosotros? ¡Yo ensarté a tres de ellos de una lanzada! ¡A la parrilla!

Carcajadas de borracho.

—Pues la mía es aún mejor. Yo clavé a cinco mientras saqueábamos la ciudad… y entre una y otra no dejé ni un momento de cargármelos, a esos asquerosos… ¡Una de esas cerdas me arrancó media oreja de un mordisco! Mira…

—¿Y tú?

—¡Yo le corté el pescuezo, qué cojones!

—Esfuerzo inútil, imbécil de mierda. Haber esperado un día y te lo entregaba por recuperar el cadáver de su marido, como todas las demás…

Otro estallido de carcajadas. Uno de ellos echa otro leño en el fuego.

—Juro que ha sido la victoria más fácil de mi vida de soldado, pues no había más que atacarlos por la espalda y ensartarlos como si fueran pichones. Pero menudo espectáculo: cabezas que saltaban, gente que rezaba de rodillas… ¡Me he sentido un verdadero cardenal!

Hace tintinear una bolsa llena y los otros dos le hacen eco riendo a carcajada limpia; uno se santigua.

—Cuerdas palabras. Amén.

—Me voy a mear. Dejadme un poco de esto…

—¡Eh, Kurt, vete a mear bien lejos, pues no quisiera dormir con la peste a meados tuyos en la nariz!

—Estás tan borracho que no te darías cuenta ni aunque me cagase en tu cara…

—¡Que te den por culo, idiota!

Un eructo por toda respuesta. Kurt sale del círculo de luz y viene en mi dirección. Da un giro a pocos pasos de mí y se va más allá, adentrándose en el denso boscaje.

Decidir, ahora.

Ropas. Unas ropas menos asquerosas que estas y la bolsa llena de dinero al cinto.

Repto tras él, pegado a los árboles, hasta que dejo de oír el roce sobre la hierba.

Echo mano a la daga. Tal como me enseñó Elias, una mano tapándole la boca y sin dudar ni un instante. Le corto el gaznate antes de que pueda comprender qué pasa. Antes de que yo mismo pueda comprenderlo. Apenas un gorgoteo ahogado y esputa sangre y la misma alma por entre mis dedos. Freno su caída.

Nunca había matado a un hombre.

Desato su cinto y cojo la bolsa, le quito el jubón y las mangas, hago un hatillo con todo ello en su capa. Y ahora andando, sin correr, sin hacer ruido, un brazo delante para protegerme la cara de los arbustos y de las ramas. El olor de la sangre en las manos, como en la llanura, como en Frankenhausen.

Nunca había matado a un hombre.

Cabezas que saltan, gente que reza de rodillas, Elias, Magister Thomas reducido a un espectro…

Nunca había matado a un hombre.

Me detengo, en la oscuridad más absoluta, las voces apenas si se oyen. Espada en mano.

Lo que debo hacer.

Abrir de par en par la boca del infierno para esos bastardos.

Vuelvo atrás, paso a paso, las voces cada vez más fuertes, más próximas, dejo caer el hatillo y la alforja, dos, a grandes zancadas, son dos, sin dudar ni un instante.

—Kurt, ¿dónde coño…?

Entro en el círculo de luz.

—¡Cristo!

Un golpe limpio en la cabeza.

—¡Mierda!

La hoja en el pecho, con todas mis fuerzas, hasta que se pone a vomitar sangre.

Una mano que se alarga hacia el arma demasiado tarde: un golpe en el hombro, luego en la espalda.

Se arrastra sobre los codos hacia la espesura, los gritos de un cerdo en el matadero.

Yo: cada vez más lento, encima de él. Empuño la daga con las dos manos, la hundo entre las costillas rompiendo sus huesos y su corazón.

Acabar con el horror.

Silencio. Solo mi jadear cálido, visible, en la noche, y el crepitar del fuego. Miro a mi alrededor: ni un movimiento. Ya nada.

¡He acabado con todos, Dios mío!

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