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Primera parte. El acuñador » Frankenhausen (1525) » Capítulo 5

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Capítulo 5 21 de mayo de 1525

Alrededor de la casa de postas, hay un intenso ir y venir de carros, cargados con el botín de la incursión en las aldeas: capitanes que vociferan órdenes en dialectos distintos; grupos de soldados parten en todas direcciones; trueques y compraventas del botín en medio de la calle, entre mercenarios más mugrientos que yo, y vagabundos que esperan las migajas. La otra cara de la devastación encontrada a lo largo del camino: retaguardias de una guerra sin frentes, el sumidero para la mugre de la carnicería.

El caballo necesita un descanso, yo una comida decente. Pero sobre todo tengo que orientarme, encontrar el camino más corto para Nuremberg y luego Bibra.

—No es conveniente dejar sin vigilancia un caballo en los tiempos que corren, soldado.

Una voz a la derecha, más allá de unas columnas de soldados de infantería que reanudan la marcha. Recio, mandil de cuero y altas botas cubiertas de mierda.

—El tiempo de entrar en la posada y te lo sirven para cenar… En el establo estará más seguro.

—¿Cuánto?

—Dos escudos.

—Demasiado caro.

—El esqueleto de tu caballo valdrá menos que eso…

El mercenario pagado y licenciado que vuelve a casa:

—De acuerdo, pero tienes que darle heno y abrevarlo.

—Mételo aquí.

Sonríe: calles atestadas, un negocio de oro.

—¿Vienes de Fulda?

El soldado que vuelve de la guerra:

—No. De Frankenhausen.

—Eres el primero que pasa… Cuéntame, ¿cómo ha ido? Una gran batalla…

—La paga más fácil de mi carrera.

El mozo de cuadras se vuelve y grita:

—¡Eh, Grosz, aquí hay uno que viene de Frankenhausen!

Salen cuatro de la sombra, toscas caras de mercenarios.

Grosz tiene una cicatriz que surca su mejilla izquierda y desciende cuello abajo, la mandíbula hendida en la que la hoja ha cortado el hueso. Ojos grises inexpresivos de quien ha visto muchas batallas, habituados al hedor de los cadáveres.

La voz sale de una caverna:

—¿Habéis matado a todos esos destripaterrones?

Respiro hondo para tragarme el pánico. Rostros que escrutan.

El soldado que vuelve de la guerra masculla:

—A todos.

La mirada de Grosz cae sobre la bolsa de los dineros que cuelga del cinto:

—¿Estabas con el príncipe Felipe?

Trago de nuevo saliva. No vacilar en ningún momento.

—No, con el capitán Bamberg, en las tropas del duque Jorge.

Los ojos permanecen inmóviles, tal vez dubitativos. La bolsa.

—Tratamos de alcanzar a Felipe para unirnos a los suyos, pero llegamos a Fulda demasiado tarde. Ya habían salido: ¡corría como un loco, el muy cabrón! Han pasado por Smalkalda, Eisenach y Salza a marchas forzadas, sin tomarse tiempo siquiera para pararse a mear…

Otro:

—Nos han tocado las migajas, algún saqueo aquí y allá. ¿Seguro que no hay ya ningún campesino al que cargarse?

Los ojos del soldado que ha exterminado a los campesinos en la llanura: vidriosos, como los de Grosz.

—No. Todos muertos.

Caratorcida sigue mirando fijamente, reflexiona sobre el negocio del momento: lo arriesgado que será hacerse con la bolsa. Son cuatro contra uno. Sin un gesto suyo los otros tres no se moverán.

Habla con aplomo:

—Mühlhausen. Los príncipes van a asediarla. Allí sí que se podrá hacer un gran botín. Casas de mercaderes, no de apestosos destripaterrones… Bancos, tiendas…

—Mujeres —añade con una risa maliciosa el más bajo a sus espaldas.

Pero Grosz, el cara de ogro, no se ríe. Tampoco yo, con el gaznate seco y el aliento que no se digna salir. Andarse con cuidado. Mi mano en la empuñadura de la espada, que pende del cinto junto con la bolsa de los dineros. Ha comprendido: el primer golpe sería para él. Le cortaría el cuello: puedo hacerlo. Puede leerlo en mi mirada.

Un estremecimiento apenas, como veredicto un parpadeo. No vale la pena arriesgarse.

—Buena suerte.

Se alejan, mudos, el ruido de las botas que se hunden en el barro.

El más gordo se sienta enfrente de mí, da unas buenas dentelladas a un muslo de cabrito, largos tragos de una gigantesca jarra de cerveza corren por su barba pringosa que, con la venda en el ojo izquierdo, casi oculta su cara. El jubón, raído y sucio, cubre a duras penas los muchos barriles de décadas a sueldo de todos los señores.

Durante una pausa el muy cerdo me interroga:

—¿Qué hace un señorito como tú en esta pocilga?

Boca llena que chorrea, se pasa una mano por encima de ella y luego eructa.

Sin mirarlo:

—El caballo debe descansar, y yo comer.

—No, señorito. ¿Qué haces en este culo del mundo de jodida guerra?

—Defiendo a los príncipes de los revoltosos… —No me da tiempo a continuar.

—Ah… Ah, esta sí que es buena, buena de verdad… por cuatro piojosos —masculla—, por una chusma de desharrapados. —Deglute—. Qué tiempos, simples chiquillos que defienden a los señores de la canalla campesina. —Eructa de nuevo—. ¿Sabes qué te digo, señorito? Que esta ha sido la más mierdosa de todas las mierdosas guerras que este único ojo bueno que tengo ha visto. El vil metal, compadre, nada más que el vil metal y negocios con esos cerdos de Roma. ¡Los obispos con todas sus barraganas e hijos que tienen que mantener! El vil metal, te lo digo yo, pues los príncipes, los duques, todos esos jodidos, no piensan en otra cosa. Primero se lo quitan todo a esos patanes, y luego nos mandan a nosotros a repartir leña a quien incordia. Tal vez yo soy ya demasiado viejo para todas estas sandeces. ¡Cabrones! ¡Pero esta vez hubiera habido que volver los cañones contra los príncipes y los lameculos del Papa, pues los destripaterrones bien que sacaron los cojones: quemaban los castillos con todas las bendiciones del cielo que hay en ellos, daban por culo a las condesas y les sacaban las tripas a los asquerosos curas!

»Oh, no paraban de hablar de Dios, pero mientras tanto arramblaban con todo, y yo a punto estuve de sumarme a la rapiña también, pero al fin y al cabo sabía ya cómo iba a acabar la cosa, no hay suerte para los miserables. Y para nosotros los pocos dineros de mierda de siempre. ¡Esta va por ellos! —Se pedorrea, se carcajea, se sopla la jarra—. ¡Que les den por culo!

Dejo de comer, entre la sorpresa y el disgusto. El cerdo es la mar de simpático, y aunque habla como una cloaca odia a los señores. Me infunde moral: están hechos de carne y hueso, no solo de afilado acero.

—¿Tú dónde estabas? —le pregunto.

—En Eisenach, luego en Salza, y a continuación me harté de romperme los brazos sobre las espaldas de esos pobres. Un verdadero asco. Soy demasiado viejo ya para estas sandeces, tengo cuarenta años, joder, y veinte años de mierda encima. ¿Y tú, señorito?

—Veinticinco.

—No, no, ¿de dónde vienes?

—De Frankenhausen.

—¡La puta! ¿En medio del Juicio Universal? Las voces corren, no había oído nunca una cosa así.

—Pues así es, compadre.

—Y dime una cosa… ¿Ese predicador, ese profeta, bueno, ese cabeza dura, cómo se llama?… Ah, sí, Müntzer. El Acuñador. ¿Cómo ha acabado?

Cuidado.

—Lo apresaron.

—¿No ha muerto?

—No. Vi que se lo llevaban. Uno del pelotón que lo capturó me contó que había luchado como un león, que la cosa resultó difícil, pues los soldados estaban atemorizados por su mirada y sus palabras. Mientras se lo llevaban en el carro le oía gritar aún: «Omnia sunt communia!».

—¿Y qué coño quiere decir eso?

—«Todo es de todos».

—Mierda, un buen tipo. ¿Y tú sabes latín?

Sonríe con sarcasmo. Yo bajo la mirada.

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