Q

Q


Primera parte. El acuñador » Frankenhausen (1525) » Capítulo 6

Página 13 de 173

Capítulo 6 24 de mayo de 1525

Unas pocas horas de viaje y las colinas de la selva de Turingia eran ya un pálido reflejo en el gris oscuro del cielo a mis espaldas. No hacía mucho que había dejado atrás la fortaleza de Coburgo, directo a la posada del burgo de Ebern. Dos días de marcha aún, tres como máximo, por valles boscosos que la Alta Franconia comenzaba a abrir ampliamente frente a mí. Un largo camino, normalmente atestado de carros de vendedores entre el Itz y el Main. Aquella tarde en Ebern, el día después en Forcheim, para evitar las miradas indiscretas de Bamberg, luego Nuremberg y por fin Bibra.

Por primera vez he sentido que podré conseguirlo. Esta fatiga, que vuelve a atenazarme, la tenía ya olvidada, anulada por la fuerza de quien trepa más allá del borde de la derrota.

Ha venido a mi encuentro de lejos, mientras el cielo se colmaba de nubes: doliente, lacerante, trágica. La precedía un fino manto, mezcla de luz tenue y grisácea, con la lluvia ligera que vuelve inseguras la vista y la respiración, en la explanada del angosto valle, que confiaba dejar atrás a la puesta del sol.

Avanzaba lenta, tal vez algunas horas de camino a sus espaldas desde el rayar del día, tras una noche pasada a la luz de las estrellas quién sabe cómo, con la oscuridad insoportable de un viaje sin meta por delante.

No tenían carros, ni bueyes ni caballos. Alforjas sobre el hombro. Una oleada de hombres salvados, una inundación de miseria en dirección a las torres espléndidas de Coburgo.

La columna de humanidad diezmada se arrastraba, inerme, aplastada por la planta gigantesca del cielo. Un arrastrarse cansino de enseres, un gemido de enfermos bajo sucios vendajes, ancianos acomodados en parihuelas improvisadas. Letanías incesantes y llanto de niños entonando cantos de aflicción.

Solo algunas mujeres intentaban dar un sentido a la columna: dejaban repetidas veces las desordenadas filas para consolar a los heridos y darle ánimos para que siguiera adelante a quien se dejaba vencer por el peso de la desgracia; siempre con criaturas fuertemente asidas a sus espaldas, a los brazos o en el regazo, rostros trágicos y altivos.

Esa fuerza impensable, solemne, infundía un aliento de vida en la desventurada carne de quién sabe qué aldea, la misma encontrada días antes, u otra, y ahora de nuevo. ¿Existirá algún trozo de mundo que haya escapado al cataclismo?

He seguido el cansancio de sus pasos, caminando a solo unas pocas decenas de metros a su derecha, durante un tiempo que no pasaba, eterno. De vez en cuando una mirada, un lamento implorante me dejaba transido de dolor. Cientos de hombres sometidos a un solo soldado: ni un gesto de desprecio, ni un ademán de reacción.

Agotados, todos, atónitos ante la ruina. Era a mí, fugitivo bajo la piel del asesino, a quien se dirigía la súplica de los Sinnada.

Luego, un rostro de mujer, rompiendo la inercia, ha venido a mi encuentro. Vivo, en su inmenso cansancio, dejando la columna sollozante, tras haber confiado a otros brazos los dos cachorrillos hambrientos que llevaba con ella.

—No tenemos ya nada, soldado. Nada más que las heridas de los lisiados y las lágrimas de nuestros niños. ¿Qué más puede pasarnos?

No he encontrado palabras para mitigar el remordimiento por la impotencia y la culpa de estar vivo, frente a aquellos ojos orgullosos, clavos hincados en la carne. Debía bajar del caballo, recoger a sus hijos, darle dinero y prestarle ayuda. Socorrer a mi gente, las tropas de los elegidos hundidas en el fango del que querían liberarse. Descabalgar y quedarse.

He golpeado con fuerza los ijares del caballo. Casi a ciegas.

Ir a la siguiente página

Report Page