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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 12

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Capítulo 12 Eltersdorf, otoño de 1525

Los músculos doloridos por el trabajo. El frío, cada día más intenso, vuelve a helar los dedos, todavía sobre el papel amarillento y manoseado: una caligrafía elegante, que se lee sin esfuerzo, a pesar de la débil luz de la vela y las manchas del tiempo.

A micer Thomas Müntzer de Quedlinburg, doctor eminentísimo, pastor de la ciudad de Allstedt.

Ante todo, que la bendición de Dios sea con aquel que lleva la palabra del Señor a los humildes y empuña la espada de Gedeón contra la impiedad que nos rodea. Luego el saludo de un hermano que ha podido escuchar de viva voz la oración del Maestro, sin poder abandonar la prisión de códices y pergaminos en la que el destino ha querido encerrarlo.

El hombre que ha recorrido el laberinto de estos pasillos en busca del sentido último de la Escritura sabe cuán sombrío y triste puede ser ello, cuando dicho sentido se nos escapa. Y he aquí que los días mueren uno tras otro, juntamente con el conocimiento, reservado a unos pocos, juntamente con la claridad de la Palabra, oscurecida por los mil Spalatinos que hacen de estos caminos tortuosos su baluarte y de estos libros murallas del privilegio de los príncipes. Si por mor de algún encantamiento fueran intercambiadas nuestras vidas y yo me encontrara en Allstedt con los campesinos y los mineros y Vos con el oído pegado a estas puertas que dejan filtrarse las muchas intrigas urdidas por caridad y amor de Dios, entonces estoy convencido de que no tardaríais en escribir para incitarme a empuñar el látigo contra estos mercaderes de la fe. Por tanto, no dudo que comprenderéis el motivo que me lleva a tomar la pluma.

Las palabras del apóstol encuentran confirmación: «Porque el misterio de la iniquidad está ya en acción; solo falta que el que lo retiene sea apartado del medio» (2 Ts 2,7). La sacrílega alianza entre los impíos gobernantes y los falsos profetas prepara sus tropas, el sucederse de grandes acontecimientos espolea a los elegidos a mantenerse firmes en la fe y a prepararse para defenderla con todos los medios a su alcance.

El hombre inicuo, el apóstata, se sienta en el templo de Dios y desde él propaga la falsa doctrina. Así, uno de aquellos Médicis de Florencia, Julio, ocupa el trono de Roma, como Clemente. No dejará de seguir el ejemplo de Cristo en Su nombre, como y más que quien lo ha precedido.

Roma se mira el ombligo, y no ve más allá, sorda a los clarines que a su alrededor anuncian su asedio. Hundida en el pecado que ofusca los sentidos, será incapaz de oponerse a quien sepa dar nuevo impulso y luz del Espíritu a la vida de la reforma de la Iglesia.

Y precisamente este es el gran tormento, micer Thomas: ¿quién cargará sobre sí con el peso de la espada para dar muerte a los impíos?

Fray Martín ha mostrado su verdadero rostro de soldado de los príncipes, miserable tarea largamente disimulada. No será, pues, Lutero quien lleve el Evangelio al hombre común, ni tampoco aquel que ha expulsado a Karlstadt y recibe a diario el homenaje de los grandes de este mundo. El fin de los reyes alemanes es claro y manifiesto. No es la fe la que llena sus corazones y guía sus acciones, sino el ansia de lucro. Se arrogan la gloria y la adoración del Altísimo, transformando así a los súbditos en miserables idólatras.

Solo las palabras que tuve el privilegio de oír de vuestra boca han vuelto a infundir la esperanza en este corazón, juntamente con las noticias que llegan de Allstedt. La nueva liturgia que por mérito vuestro y de los vuestros doctísimos escritos es ahora inaugurada no es sino el comienzo del despertar. La palabra de Dios puede llegar finalmente a sus elegidos y recobrar su entero esplendor. ¿Qué mejor señal de ello que el hecho de que Vos seáis el intérprete de Su voluntad? ¿Cuál mejor que el seguimiento espontáneo que obtenéis? ¿O que los humildes que levantan la cabeza y persiguen la liberación prometida por el Señor?

Sí, por lo que os atañe os digo que os mostréis firme y no perdáis en ningún momento los ánimos; en cuanto a mi persona, desde esta avanzadilla mía, en los tiempos venideros procuraré transmitiros cualquier noticia que pueda producirse en bien de la mayor gloria de Dios.

Convencido de que la protección del Señor os acompañará siempre,

Qoèlet

El día 5 de noviembre del año de 1523

Doblo la hoja y soplo sobre la vela. Tumbado con los ojos abiertos en la oscuridad, vuelvo a encender el fuego de la capilla de Mallerbach. Estábamos en Allstedt desde hacía un año, pues Magister Thomas había sido llamado allí por el Consejo de la ciudad. Cada domingo sus sermones exaltaban los corazones de todos y en aquellos días habíamos podido hacer algo: sobre todo hacérsela pagar a los franciscanos de Neudorf, unos usureros asquerosos que dejaban sin camisa a los campesinos. Hicimos justicia por todos los años de comilonas a costa de aquellos pobres miserables.

Primero la saqueamos, luego dos haces de leña, un poco de pez y su iglesia era pasto ya de las llamas. Mientras estábamos allí viendo cómo se venía abajo llegan dos esbirros de Zeiss, el recaudador, avisados por los frailes. Echan a correr inmediatamente hacia el pozo, dos cubos a la cabeza: su amo chasquea los dedos y ellos serían muy capaces hasta de meterse en las mismas llamas del infierno. Pero antes de que sea derramada una sola gota, salimos nosotros de la sombra, negros de hollín, tranca en mano:

—Yo que vosotros de lo que me preocuparía es del bosque… Aquí ya no hay nada que hacer.

Diez contra dos. Nos miran. Se miran. Dejan en el suelo los cubos y se van.

Las llamas se propagan, me revuelvo en la cama. La cara de puerco de Zeiss asoma en la oscuridad. El recaudador de tributos por cuenta del Príncipe Elector. Tanto le habían escaldado el culo aquellas llamas que llamó a gente de fuera para descubrir a los incendiarios. ¡Bien por Zeiss! ¿La ciudad invadida por extranjeros armados? Nada mejor para instigar al pueblo contra ti. Basta con pronunciar el nombre de Müntzer una sola vez para que acudan sus ángeles custodios: un centenar de mineros con picos y palas que surgen de las entrañas de la tierra y te llevan abajo con ellos. Las mujeres de la ciudad que quieren castrarte. Las cosas se te escapan de las manos: como un niño atemorizado te has pegado a las faldas de tu mamá y te has ido a llorarle al Elector. Puedo imaginarme la escena: tú deshaciéndote en cumplidos y tratando de explicar cómo perdiste el control de la ciudad y Federico el Sabio reprendiéndote.

ZEISS: Alteza, con vuestra conocida perspicacia, habréis intuido ya el motivo de la visita de vuestro servidor…

FEDERICO: Lo he intuido, Zeiss, lo he intuido. Pero mi perspicacia no debería verse incomodada por ninguna razón. Y sucede que, desde hace un tiempo, del conde de Mansfeld no hacen más que llegarme lamentaciones sobre ese lugarejo vuestro de Allstedt. Parece que el nuevo predicador os está creando problemas. Por lo demás, fuisteis precisamente vos quien me aconsejó su establecimiento en vuestra parroquia y los problemas derivados de ello espero que os enseñen una mayor sagacidad.

ZEISS: Vuestra Alteza sabe que no fue responsabilidad mía: el Consejo de la ciudad decidió no comunicaros la elección de micer Thomas Müntzer. Bien sabéis que, por mi parte…

FEDERICO: ¡No tratéis de excusaros, Zeiss! Pues sabed que delante de este trono de nada sirve el echarse la culpa unos a otros. En el fondo, personalmente a mí ese Müntzer no me ha causado la menor molestia. El hecho es que en Turingia hay demasiadas personas pagadas de sí mismas. Primero Lutero le echa una reprimenda a Spalatino para que meta en cintura a ese predicador que no demuestra excesivo respeto por él, luego el conde de Mansfeld me escribe que vuestro Consejo defiende a un instigador que lo ha insultado abiertamente. Luego, ¿qué más?

ZEISS: Bueno, está el hecho del que he venido a hablaros, precisamente. Pero ya alguna noticia de ello tendréis, pese a que los sucesos en nuestra ciudad no sean ciertamente muy relevantes.

FEDERICO: ¿Y qué ocurre, entonces? Me han dicho que ha sido quemada una pequeña ermita.

ZEISS: Se trataba, para ser más exactos, de la capilla de la Santa Virgen de Mallerbach, en el camino entre Allstedt y Querfurt, propiedad de los franciscanos del convento de Neudorf. Durante la función dominical robaron la campana y al día siguiente le prendieron fuego. Yo envié a dos hombres de mi confianza para que sofocaran el incendio, pero se quedaron allí mirando y me dijeron que en vista de que la capilla estaba ya perdida, se mantuvieron a distancia con el fin de salvaguardar el bosque de las llamas.

FEDERICO: Hasta aquí, nada nuevo. Los frailes de Neudorf se mostraron particularmente minuciosos a la hora de describir la situación cuando solicitaron mi intervención. Si no recuerdo mal os escribí para que no hicierais precipitarse las cosas, que encontrarais a un responsable cualquiera, lo metierais en prisión durante un día y os pagara una cifra simbólica como resarcimiento. ¡Para que esos frailes comprendan que soy un defensor de la fe, pero que no tengo demasiada simpatía por quien me sisa en los tributos!

ZEISS: Pero todo el mundo en la ciudad sabe que los incendiarios eran los acólitos del predicador. Imagínese Vuestra Alteza que han fundado una liga, la Liga de los Elegidos la llaman, y cuentan con armas. Era difícil evitar el enfrentamiento directo y salvar la cara…

FEDERICO: Así pues, ¿toda la responsabilidad de ello debe serle atribuida a ese Müntzer?

ZEISS: ¡Sin duda… y a su mujer, esa Ottilie von Gersen! Cuando buscaba un culpable, fue sobre todo esa bruja la que lanzó contra mí a la población entera.

FEDERICO: Ahora se meten también las mujeres…

ZEISS: Por lo que he podido ver es una loca furiosa digna de su esposo. Y despierta la admiración más viva del resto de las mujeres y de los hombres.

FEDERICO: Al grano, Zeiss, ¿cómo acabó la cosa?

ZEISS: Tuve que pedir refuerzos de fuera y la mujer del predicador se puso a vociferar que los extranjeros querían invadir Allstedt, que yo me había vendido… ¡Querían lincharme!

FEDERICO: Nada de echarles la culpa: vuestra intervención fue la propia de un mentecato.

ZEISS: ¡Pero qué podía hacer yo! Los franciscanos no me dejaban en paz. Al final se presentó a mí un grupo de mineros del condado de Mansfeld, unos cincuenta, para preguntarme si Magister Thomas estaba bien, si todo estaba tranquilo y si hacía falta su ayuda para alguna cosa, que si alguien se atrevía a tocarle un pelo tendría que vérselas con ellos… Tras esa visita renuncié a cualquier acción de fuerza. No quisiera ser yo el responsable del estallido de una revuelta en los dominios de Vuestra Alteza.

FEDERICO: Bien, Zeiss. Y ahora os diré qué pienso yo de todo este asunto. Queríais un predicador fogoso e innovador que diera lustre a vuestro villorrio. Pero ese tipo se reveló difícil de manejar, se ganó para su causa al Consejo, puso en manos del populacho alguna que otra piedra y alguna horca y vos y el conde de Mansfeld os habéis cagado de miedo. Y ahora venís a pedir ayuda.

ZEISS: Pero Vuestra Alteza…

FEDERICO: ¡A callar! Pienso que todo esto os viene como anillo al dedo. No obstante, desde hace algún tiempo, hechos de esta índole se vienen repitiendo por doquier. Se comienza saqueando las iglesias y se acaba pidiendo un ordenamiento municipal para cualquier aldeucha. Los campesinos están alborotados en toda Alemania y no es momento este de mostrarse demasiado benévolos con los agitadores. Dentro de un par de semanas recibiréis la visita de mi hermano el duque Juan y de mi nieto Juan Federico. Preparadles un recibimiento digno de ellos; deberéis hacer comprender que al Príncipe Elector no le agrada tanta agitación y que si el pueblo tiene algún motivo de protesta contra los franciscanos de Neudorf, debe dirigirse directamente a sus enviados, por boca del burgomaestre o de su predicador. De todos modos, organizad sin falta un encuentro con ese Thomas Müntzer. Decidle también que lo hemos pedido Nos, expresamente, y que prepare un sermón en el que exponga sus ideas. En el fondo está aún a prueba, y debe obtener nuestra aprobación para convertirse en pastor de vuestra iglesia.

ZEISS: Vuestra Alteza tiene siempre la mejor solución para todo.

FEDERICO: Por supuesto, pero demasiado a menudo los subalternos que han de ponerla en práctica se revelan unos eméritos capullos.

Me río yo solo, la oscuridad se traga sus siluetas devolviéndome la de Magister Thomas al amanecer de aquel gran día de verano…

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