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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 15

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Capítulo 15 Allstedt, 6 de agosto de 1524

Ottilie es fuerte, resuelta y tiene un pecho soberbio. Magister, cuando aquellos destilados de hierbas y viduños le sueltan la lengua, haciéndola deslizarse alegremente hacia las partes bajas tanto del cuerpo como del espíritu, afirma que esas grandes y turgentes tetas contienen el secreto y la fuerza de la creación, y que justamente de ellas derivan el ímpetu y las revelaciones de estos últimos meses frenéticos, para añadir acto seguido —riéndose a carcajada limpia— que los nuevos fieles no tendrán, ¡ay los pobres!, más que lo que de ellas les cuenten. Pero tales afirmaciones o jactancias no las pronuncia jamás en presencia de ella, puesto que ejerce sobre ese amasijo tonante de carne, espíritu e intuición, un aura que nadie, ni príncipe, ni prelado ni ninguna autoridad constituida, ha sido capaz de ejercer jamás.

Ciertos relámpagos en los ojos de esta hembra superan no pocas veces en centelleante intensidad a los que el Magister emplea junto con sus palabras para inflamar a grandes audiencias. La fuerza de un varón, por grande que esta sea, y dedicada a Dios —y en Thomas Müntzer de Quedlinburg hay de ella una verdadera montaña—, tiene a menudo su origen y disciplina en mujeres que guían y acompañan su despliegue.

La fuerza del Magister se troca a veces en sombría desesperación, estallidos de ira, respingos de orgullo y agudos resentimientos de un hombre sometido a la ardua tarea de una empresa acaso sobrehumana. En tales ocasiones Ottilie, por sí sola, es capaz de aplacar los excesos, imponer la razón y la cordura que lleven a ese vigor a recuperarse, a fin de irrigar los corazones del pueblo de los hombres comunes y corrientes de Alemania entera.

Una tórrida noche, en la primera luna de agosto, pongo en ti y en la mujer que se sienta delante de mí la esperanza y ese poco de inteligencia para sacarnos a todos nosotros de una situación que, al cabo de unas pocas semanas, se ha vuelto densa de añagazas y asfixiante como un nudo en la garganta. Mientras nos miramos fijamente a la cara preocupados, tensos y acalorados, sentados a la mesa de cada día donde el pastor de Allstedt redacta sus sermones, el Magister vaga, a merced de una ira cargada de tinieblas, por las calles y callejones de este burgo, armado y con sus arreos de guerra, incitando a los fieles a seguirlo, igual que el lobo que en noches precisamente como esta lanza su solitaria llamada a la luna en petición de socorro. Vigila su marcha e incolumidad el incansable Elias, que lo sigue de cerca, a unos pocos pasos en la oscuridad, presto a acabar con todo aquel que pretenda atacarlo.

Todo es un hervidero de acontecimientos, difíciles de interpretar, a excepción del único claro y distinguible que, ahora, aquí en Allstedt, se va estrechando como un nudo corredizo, trampa que está a punto de dispararse sobre nuestros destinos y los de nuestros campesinos alzados. No hay tiempo que perder, el Magister necesita ayuda.

—Las serpientes que gobiernan esta ciudad no nos morderán más. Vámonos.

La voz es firme, de una impavidez que contrasta con su joven rostro.

—¿Qué? —Las palabras de Ottilie consiguen que se alcen de repente los párpados pesados—. Pero… ¿y el Magister?

—Ya verás como no tardará. Pero hay que cavilar algo, antes de que nos aplasten como si fuéramos insectos.

Es cierto, Ottilie, la cabeza. Este avispero de inquietud que no para de zumbar. Me vuelvo hacia la ventana. En silencio trato de escuchar los gritos lejanos del Magister. No sé si los percibo o bien imagino solo comprenderlos. Vocifera que David está entre nosotros, honda en mano. Las palabras de su último sermón a la Liga de los Elegidos, cuando la gente volvía casi la cabeza como queriendo buscarlo, al pequeño rey David con la piedra en la honda, tanto tenían las frases del Magister el tono de una auténtica evocación, y no de un simple artificio retórico. Si tuviéramos que hacer tu alabanza tal como mereces, Señor, nuestros labios se abrasarían a causa del ardor de tu palabra. En cambio, el temor apaga ese fuego.

—Imagino que el Magister tenía ya alguna idea al respecto.

Mis palabras suenan a esperanza.

Sonríe.

—Ideas… ¿Has visto sus ojos al salir de aquí? Seguramente, mil ideas y mil contactos, desde el mar del Norte hasta la Selva Negra. Pero la decisión, ahora, nos corresponde a nosotros…

—¿Por qué no esperamos un poco todavía? ¿Acaso tan necesario es partir?

Sin dudarlo, los labios que se aguzan:

—Sí, hermano, después de Weimar, sí.

—Realmente han bastado tres días… tres días sin el Magister para perderlo todo…

—Ese ha sido el golpe de gracia. Las cosas habían empezado a andar mal.

—Mientras el Magister estuvo aquí con nosotros, no. Una marea de desesperados atestó este cenagal, ¿recuerdas? Afluyeron aquí de todas las ciudades limítrofes, expulsados por los señores… ¡La oleada habría podido sumergir incluso al mismo duque Juan!

Mientras regreso hacia la silla, parece por un segundo aguzar el oído también ella. Luego pasa una mano por la mesa, llena de migajas de la cena.

—¿Ves? —dice recogiéndolas todas en el centro y apretándolas en su puño—. Esto hicieron. —Abre la mano y sopla—. Ahora están a punto de barrernos de en medio.

Las palabras salen a duras penas de la garganta hecha un nudo:

—Pero una cosa es cierta, Ottilie. Temen a Magister Thomas como las bestias al fuego. Han tenido que alejarlo de la ciudad, para dar comienzo a las intimidaciones y palizas. Nadie se hubiera atrevido a aplastar a nuestro Wychart y a clausurar las puertas de nuestra imprenta de haberse quedado el Magister.

—Y tampoco esta noche intentarán ponerle la mano encima. Es cierto, es cierto… nadie ha dicho que tengamos que escapar a las Indias. Pensar nada más en otro lugar donde continuar lo que se ha hecho aquí.

Sacudo la cabeza:

—¿En qué puedo ser de ayuda? Sé precisamente que en Baviera los campesinos están tratando de imponer sus razones. Pero me parece que allí no tienen necesidad de nosotros.

—Es verdad. En el sur las cosas funcionan solas. —Escruta la oscuridad más allá de la ventana—. ¿Te ha hablado alguna vez Thomas de Mühlhausen?

—¿La ciudad imperial?

—Exactamente. Hace un año la población hizo aprobar al Consejo unos cincuenta y tres artículos. En la actualidad el poder está en manos de los representantes elegidos por los habitantes de la ciudad.

Una mueca:

—¿Vamos a tener que vérnoslas también con un Consejo ciudadano enemigo de los papistas por simple y puro interés? Mejor haríamos buscando aliados en las haciendas y en el campo. Esos sí que son los humildes de la tierra.

Asiente, mirándome fijamente a los ojos. Algo rumiado desde hace tiempo:

—Ya. Pero una vez que se tiene en la mano una ciudad no es tan difícil volverse contra el condado. Se hizo así también con los mineros del condado de Mansfeld, ¿o no? En cambio, si uno viene de fuera hay que vérselas con murallas y cañones.

Mando al coleto el último trago de cerveza:

—… Mientras que estando en la ciudad, los cañones los tienes ya de tu parte.

—¡Sí, pero contra los príncipes, hace falta algo más que cañones!

—Hum. Esos burgueses son gente muy fácil de manejar. El Magister me dijo que también en Mühlhausen uno de los cabecillas de la revuelta tiene extrañas relaciones con el duque Juan.

Me alarga la jarra nuevamente llena, tras haberle dado un primer sorbo:

—Supongo que te refieres a Heinrich Pfeiffer. Sí, nos han hablado de sus relaciones con el duque. Dicen que Juan de Sajonia tiene la mira puesta en la ciudad y ve con muy buenos ojos la confusión reinante allí: es lo que él necesita para presentarse como garante de la paz y asumir el control.

Abro los brazos, para indicar la conclusión lógica:

—Y así piensas que tendremos que intervenir y aprovechar el desorden en favor de nuestra causa y arreglárnoslas para que ese tal Pfeiffer trabaje con nosotros.

—Has sido tú quien ha dicho que esa gente es fácil de manejar.

Reímos. Destellos de calor inciden en la humedad de la noche. Ottilie se aparta un rubio mechón de pelo de la frente y lo inmoviliza detrás de una oreja. Por un instante, diríase casi una niña.

—Nos hemos olvidado de una cuestión que no tiene nada de baladí: cómo marcharnos de aquí.

—No debería ser difícil, pues de veras creo que la última cosa que Zeiss quiere es retenernos aquí y tirar demasiado de la cuerda con los mineros si encarcela a su predicador. Hazme caso, no ven llegar la hora de desembarazarse de nosotros.

—Nunca se sabe… Podría tomarse también a mal la provocación de esta noche, o bien utilizarla como pretexto, o decidir humillar a Thomas Müntzer para volverlo inofensivo. Es mejor no correr riesgos.

Un mordisco en el labio inferior para sintetizar sus pensamientos:

—En tal caso, nos iremos de noche.

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