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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 16

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Capítulo 16 Eltersdorf, enero de 1526

La vaca de Vogel ha muerto de unas fiebres. Me he quedado para verla estirar la pata, el respirar cada vez más lento, un estertor ahogado, los ojos vidriosos que eran invadidos de indiferencia por el mundo, por la vida.

Dicen que Magister Thomas, antes de ser ajusticiado, les escribió una carta a los ciudadanos de Mühlhausen. Afirman que en ella los invitaba a deponer las armas, porque todo estaba ya perdido.

Pienso en el hombre, que trata de explicarse el porqué. Por qué el Señor abandonó a sus elegidos y permitió que lo perdieran todo.

Te veo, Magister, mientras yaces en la oscuridad de la celda, con las señales de la tortura que llagan tu cuerpo, en espera de que el verdugo ponga fin a tu tránsito terrenal. Pero fue la llaga que tenías en el corazón la que te empujó al último mensaje. ¡No los instrumentos de tortura… no habrían podido nunca… acaso fuera porque pensamos demasiado en nosotros mismos! ¿Acaso porque fuimos impúdicos hasta el punto de escandalizar al Señor? ¿Porque pretendimos interpretar Su voluntad? ¿Acaso porque matamos, porque la rabia de los humildes no tuvo piedad de los impíos causantes del hambre? ¿Es esto lo que escribiste, Magister? ¿Era en esto en lo que pensabas en esos últimos instantes, mientras el ejército de los príncipes marchaba al asedio de la heroica Mühlhausen?

Un motivo. Un motivo cualquiera, hasta la misma voluntad insondable de Dios Nuestro Señor no puede bastar para alejar la desesperación. Porque es de nuevo un grito de desesperación, el lanzado desde lo profundo de una oscura celda. Es de nuevo la sombría angustia de la derrota la que me tiene encadenado en este lecho.

Me parece tan claro como uno de los grabados de ese gran artista de nuestras regiones, por suerte no siempre toscos en lo que se refiere al gusto, a veces incluso dotados de una agradable destreza. Parecía hacer eclosión dentro de los estrechos límites de las murallas. Las casas y las agujas de las iglesias se erguían una sobre otra cual cúmulos de setas en un tronco de árbol.

Es cierto, así podría hablar del recuerdo de la primera entrada en Mühlhausen: cuatro caballos lanzados por nuestros gritos de estúpida chanza, sendero adelante, a poco más de media legua de las murallas del burgo imperial, la tonante carcajada de Elias y las vanas palabras de reproche de Ottilie. Luego al paso, casi marciales, en las proximidades del gigantesco portal, adoptando aires de autoridad no investida, pero no por eso menos importante, con la mirada orgullosa, directa, en aquella mañana ardiente de mediados de agosto.

Se entreveía ya el denso hormiguear de una humanidad variopinta, como una casa de fieras que quisiera, una tras otra, contener un ejemplar de cada especie, tipo, formas y deformidades de entre aquellos que reciben, precisamente, el nombre de humanos; bestias y carretas y bullicio, gritos destemplados, el eco de blasfemias y palabras soeces. Una peste a lúpulo y el ruidoso bullir de vida del barrio de Steinweg, donde se encuentran los establecimientos y se vende cerveza. La cerveza que ha enriquecido a los mercaderes de Mühlhausen como en ninguna otra ciudad alemana.

La palabra de Dios pronunciada en cada esquina; el ala negra de los Caballeros Teutónicos que protege los palacios; la corrupción de los monjes que provoca blasfemias por las calles, confirmando la máxima que reza: Donde hay un céntimo que ganar, abundan los curas. En el dédalo de callejones secos y polvorientos por semanas de sequía, bordeados de paredes de casas y tiendas, posadas y talleres, llenos por todas partes de inscripciones y rayaduras, símbolos de todo tipo, pero en mayor número los que ensalzan al Hércules germánico —Luther—, así exactamente, LUTHER destacaba en cada una de las paredes de nuestro recorrido hacia la iglesia de Santiago, nos precedía y acompañaba con su desprecio, siendo por otra parte generosamente correspondido.

Me asalta, nítido y ruidoso, el recuerdo, el hedor a sudor y ganado del mercado en la gran plaza, que había de asistir en pocas semanas a muy distintos acontecimientos, haciéndome estremecer, palpitar, mientras «los justos suplicaban que el martillo de Dios» volviera a caer implacable sobre las cabezas de los usurpadores de su palabra. Una tensión que podía respirarse en los callejones, olor intenso de una injusticia que buscaba resarcirse por medio de la venganza, y hervía inquieta bajo los pináculos de la catedral de Nuestra Señora y en el gran mercado. Como en espera de una chispa.

El gran Elias abriéndose paso entre la multitud, como si fuera un batidor:

—¡Ya he estado en esta mierda de lugar lleno de harapientos y enviados imperiales!

Yo detrás, perdiendo el paso, distraído por los gritos de las disputas de los tenderos y por el ofrecimiento procaz de damas que habían conocido a los soldados pagados del duque Juan mejor que sus propios capitanes. Yo no podía aguantar más, pues semanas de sueños de lujuria me estaban consumiendo de ansias de goce, además de la sonrisa cáustica de Ottilie que me seguía de cerca para desanimarme de los ofrecimientos y ponerme rojo como un tizón encendido.

—¡Bienvenidos al polvorín!

Aún recuerdo claramente la primera sonrisa y la frase con la que nos recibió. Heinrich Pfeiffer, en la iglesia de Santiago, cerca de la Puerta de Felchta, punto de encuentro para los habitantes del arrabal de San Nicolás. Ese ambiguo predicador, hijo de una lechera, ex cocinero, ex confesor, ex amigo del duque de Sajonia, artero defensor de la causa de los humildes. Su vinculación con el duque le había servido para hacer elegir a unos cincuenta y seis representantes del pueblo en el Consejo. Sus sermones habían empujado al saqueo de los bienes de la Iglesia y a la destrucción de las imágenes sagradas. Sin el apoyo del duque nunca hubiera resistido mucho tiempo en la ciudad. Admiramos su astucia e inteligencia: no era difícil comprender que juntos, él y el Magister, iban a poder llevar a cabo grandes cosas.

Y, en efecto, helos ya enzarzados en una acalorada discusión sobre cosas que conviene hacer y sermones incendiarios que hay que pronunciar para los burgueses y los desharrapados, los desheredados de la fortuna, las gentes del condado y también los notables, que «deben dar prueba enseguida de las ganas que tienen de meter sus caras de cerdo cebado dentro de un plato humeante de excrementos».

Ahora, desde mi escondido rincón, Mühlhausen parece una ciudad de sueño, un fantasma que lo visita a uno de noche y le cuenta su historia, pero como si no fueses tú quien la ha vivido, un cuadro a pincel y buril, así lo recuerdo yo, como si fuera obra de ese genial pintor nuestro, micer Alberto Durero.

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