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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 19

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Capítulo 19 Nuremberg, Franconia, 10 de octubre de 1524

Artículo cuarto: […] Por ello presentamos la siguiente propuesta: si alguien tiene un riachuelo y, con la suficiente documentación, puede demostrar su pertenencia, habiendo comprado el curso de agua de buena fe, entonces no es voluntad nuestra expropiárselo por la fuerza, sino llegar con él a un acuerdo de buenos hermanos. Pero quien no pueda demostrar debidamente todo lo antedicho, deberá restituirlo a la comunidad, tal como es de justicia.

Artículo quinto: […] que una comunidad tenga la libertad de permitir que cada cual pueda recoger y llevarse a su casa, sin pago alguno, la leña que precise para el fuego así como también la que le sea necesaria para la construcción […]

Artículo sexto: Pesan sobre nosotros muchísimos gravámenes por el servicio que debemos prestar a nuestro señor y los cuales no cesan de aumentar […] Solicitamos por dicho motivo que se admita, como justo que es, el que no se nos siga gravando de semejante modo, sino que se nos permita […] prestar el servicio de igual modo que lo hicieran nuestros padres y únicamente según la palabra de Dios.

Entramos en Nuremberg por la puerta más al norte. A la izquierda, las imponentes torres de la fortaleza imperial nos recuerdan lo que ya sabíamos: que esta ciudad es una de las más grandes, hermosas y ricas de toda Europa. Delante de nosotros ascienden hasta el cielo las formas esbeltas de los campanarios de San Sebaldo, y a ambos lados de la calle pintores y escultores prosiguen su labor en sus talleres. Ottilie jura que la casa del gran Alberto Durero está a pocos pasos de aquí. La de Johannes Denck, con el que hemos de encontrarnos esta misma mañana, se encuentra en cambio por la Königstrasse, en el ángulo sur del rombo que delimita el corazón de la ciudad.

Pasamos por la plaza del Mercado, pura ebriedad de olores a inciensos, perfumes y especias de las Indias, los colores de las sedas chinas que ondean al sol, los siete Electores que se inclinan ante el Emperador justo encima de nuestras cabezas, en el reloj de la iglesia de Nuestra Señora.

Hans Hut, el librero, desde que hemos entrado en la ciudad, se demora con el Magister inmediatamente detrás de nosotros, a paso deliberadamente más lento. Motivo: sostiene que en Nuremberg, se entre por la puerta que se entre, todo el que siga de forma instintiva el río de gente se encontrará más pronto o más tarde metido dentro de una corriente invisible en la plaza de San Lorenzo. Así, para no influir en el resultado del experimento, se mantiene a distancia, dado que estas calles no guardan ningún secreto para él. A pesar de esta precaución, la demostración se ve igualmente falseada, puesto que las torres de San Lorenzo aparecen en toda su grandiosidad tan pronto como atravesamos el puente sobre el río que divide la ciudad.

Hay un ir y venir frenético en la imprenta. Jornada de encuentros importantes: un hervidero de contactos, diálogos, proyectos que anuncian nuevas semanas de convulsiones y altercados. Los campesinos están soliviantados: no pasa día sin que lleguen noticias de saqueos, insurrecciones, peleas intrascendentes que desembocan en tumultos, de región en región. La red de contactos que el Magister va cultivando con obsesiva precisión desde hace años es extensa y ramificada y nunca cesa de ensancharse y proporcionar noticias. Además, está precisamente la imprenta; esa técnica asombrosa que, igual que un incendio en un verano seco y ventoso, se desarrolla día a día, nos da abundancia de ideas para mandar lejos y con más prontitud los mensajes y las instigaciones que llegan a los hermanos, aparecidos como setas por todas partes del país.

Los dos aprendices están frenéticamente ocupados en el trabajo, en la gran imprenta de micer Hergott, en Nuremberg. Las manos transforman la tinta sobre el simple papel en caracteres de plomo que multiplican las palabras. Rápidas miradas y dedos ágiles que recomponen los escritos del Magister: proyectiles que serán disparados en todas direcciones por el más poderoso de los cañones. La prensa, en un rincón, parece dormir en espera de imprimir el sello final.

No ha sido difícil convencerlos. Hergott estará fuera de la ciudad durante una semana y la presencia simultánea de Hut, Pfeiffer, Denck y Magister Thomas bastaría para convencer a cualquiera: la vorágine de los discursos, la pasión y la fe de estos hombres, convencerían a los mismos muertos para volver al trabajo.

Sonrío pensativo, pendiente de todos modos del diálogo que se desarrolla en torno a la mesa, en la trasera de la imprenta. Están discutiendo acaloradamente. Hans Hut es de por estas tierras, vive en Bibra, a pocas leguas de aquí, excelente difusor de grabados desde hace ya algunos años. Imprimió las primeras partes del Evangelio traducido por Lutero, lo que le valió un gran crédito, crédito que sin embargo no percibió de los bancos de los príncipes. Dada la ingente montaña de trabajo, está tratando de abrir una imprenta propia, en Bibra: iniciativa importante, que quizá vea la luz en estas semanas. En cualquier caso, conoce todas las técnicas corrientes de impresión y su parecer resulta imprescindible.

Johannes Denck aparenta mi edad, astuto como una garduña, también es de por aquí, perfectamente conocido de las autoridades locales, pero desde hace ya bastante tiempo anda viajando por comarcas y pueblos, hasta las mismas regiones del mar del Norte. Provocador, agitador de oficio, conviene tenerlo como amigo para evitar que su espíritu libre se vuelva en contra de uno. Muestra no menos brillante inteligencia también para las Escrituras: la ciudad está alborotada por un discurso suyo en el que enumeraba cuarenta paradojas encontradas en los Evangelios. Afirma que para el fiel «no existe otra guía» en la lectura «que el mundo interior de Dios, que proviene del Espíritu Santo». El Magister aprecia su agudeza, su sagacidad y el bagaje de noticias que ha acumulado a lo largo de sus viajes. El texto que escribió en Mühlhausen y que hemos traído aquí habla también de estas cosas.

—Ese amasijo de carne fláccida que reside en Wittenberg, fray Engañabobos, quiere mantener la Escritura lo más alejada posible de la mirada de los campesinos. ¡Teme ser derrocado del trono en el que posa su querido culo! ¡Y los campesinos deben mantener la cabeza gacha sobre el arado mientras él hace de nuevo Papa! ¡Una infamia como esta no puede durar más tiempo, ha de ser desenmascarado! La palabra del Señor ha de estar al alcance de todos, y sobre todo los humildes deben poder conocerla directamente y meditarla en conciencia, sin que tenga que pasar necesariamente por la babosa boca de los escribas.

Es el Magister quien habla. Denck asiente e interviene:

—Esta es la pura verdad. Pero hay que vérselas también con otros problemas. Los campesinos no lo son todo. También están las ciudades: ya visteis lo que pasaba en Mühlhausen. Como te decía, pasé unos meses increíbles en ese puerto del mar del Norte, Amberes. Allí los mercaderes son ricos y fuertes, el tráfico naviero aumenta cada hora que pasa y la ciudad es un hervidero de ánimos inquietos. Hay un hermano allí, uno que pone tejados de pizarra, para muchos tosco e ignorante, que predica e incita a la rebelión de los espíritus libres contra los impíos. Si vieras a quién consigue arrastrar: peleteros, armadores, mercaderes de piedras preciosas con sus ilustres familias, junto con cerveceros, carpinteros y vagabundos. El dinero, en una palabra, y el dinero sirve para sufragar todas las causas. Los jodidos burgueses de nuestras ciudades son unos gazmoños, propensos a permutar pequeñas ventajas a cambio de la sumisión de los campesinos y el mantenimiento de los príncipes. ¡Es con sus culos con los que habría que emprenderla a patadas!

—¡Si conseguimos hacernos con sus establecimientos para imprimir nuestros escritos no habrá ninguna necesidad de dinero! —se ríe Hut.

—¡Tú calladito, pues llevamos meses haciendo proyectos para tu nueva imprenta y mientras tanto nos obligas a hacer de saltimbanquis! —le espeta Pfeiffer.

—¡No, no, esta vez se hará! En menos de un mes estará lista. Me han asegurado que la prensa está en camino y, si los tiempos no estuvieran tan revueltos, estaría lista ya desde hace semanas.

Denck le suelta un codazo:

—Y a ti, claro, corazón de león, los tiempos revueltos no te gustan nada…

Estallamos en risas.

Entretanto los aprendices de Hergott no han levantado ni un solo momento la cabeza de la mesa de composición: tienen aún para un rato. Desde hace un rato observo una cesta a rebosar de tiras de papel de diferente tamaño. Se la señalo a Hut:

—¿Para qué sirve?

—Para nada. Es el sobrante: esta prensa imprime cuatro páginas por cada folio grande. Cuando los cortas siempre queda algún resto.

—¿Es posible comprimir los caracteres y conseguir un margen sobrante mayor?

—Sí, pero ¿para qué? ¿Acaso no tienes bastante con todo este papel desperdiciado?

—Quizá sea una tontería, pero se me acaba de ocurrir que aparte del escrito del Magister, para cada impresión se podrían obtener folios sueltos, en los que imprimir en pocas pero eficaces líneas nuestro mensaje, de modo que podríamos llevarlos fácilmente con nosotros, y poder repartirlos en mano por los campos, aquí y allá. Podemos hacerlos circular a través de los hermanos repartidos por todas partes, podemos llegar a todos, no sé, es una idea…

Silencio. Pfeiffer descarga un puñetazo sobre la mesa:

—¡Podríamos imprimir cientos de ellos! ¡Miles!

Los ojos del Magister centellean como cuando se dispone a dar uno de sus sermones, su sonrisa hace que me encienda.

—Te has vuelto mayorcito, muchacho: tendrías que aprender a defender tú solo con más fuerza tus ideas.

Hut coge una tira de papel del cesto, toma pluma y tintero y comienza a hacer números. Murmura para sí:

—Puede funcionar, puede funcionar.

Casi se cae de la silla para volverse y gritarles a los impresores:

—¡Eh, vosotros dos, parad ya! ¡Dejadlo todo!

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