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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 20

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Capítulo 20 Eltersdorf, otoño de 1526

Arreglo las jaulas para los pollos, en previsión del invierno, clavo las tablas para que los animales no pasen demasiado frío. Por la noche vuelvo a sumergirme en los recuerdos.

Recuerdo que llegó el tiempo del föhn, el mismo que sopla ahora sobre un mundo distinto.

El föhn: un viento cálido, denso de humedad y secreciones que sopla del sur, cruza la cadena alpina y viene a detenerse en los campos y valles, para volver a ascender con su carga de locos humores y violentas pasiones, por la que es famoso. Se enseñoreó de nosotros y de aquel invierno de fiebre y delirio, envolvió nuestros cuerpos en un estremecimiento imposible de controlar, antes de lanzarlos a una danza de la muerte que mantiene grabados en mi carne todos aquellos nombres. Nombres. De los lugares, de los rostros. Nombres de muertos. Los leía en las Escrituras, en primer término, y salían disparados fuera de las hojas encerradas en los tomos, uniéndose de forma indisoluble a la alegría de los ojos de las hermanas, adoptando las expresiones radiantes de sus hijos, los perfiles afilados, toscos, de campesinos y mineros libres en el Espíritu de Dios.

Jacob, Matthias, Johannes, Elias, Gudrun, Ottilie, Hansi.

Nombres de muertos, ahora. No tendré más nombres, nunca más. No uniré la vida al cadáver de ningún nombre. Así los tendré a todos. Hoy estoy vivo para recordarlos, y puedo escuchar cómo repiquetea la lluvia en el tejado, mientras que termina otro otoño bajo el apremio del tiempo y Eltersdorf se prepara para recibir las próximas nieves, las heladas después de este último hálito cálido.

El octubre del año 24 terminó con otra expulsión extramuros. Esta vez se trataba de Nuremberg. Desde hacía cerca de una semana los dos encargados de la imprenta de Hergott nos habían entregado el fruto de noches sin dormir y días de frenético trabajo; los dos escritos que el Magister se había llevado consigo de Mühlhausen: quinientos ejemplares de la Denuncia explícita, más otros tantos de la Refutación. Aparte de las modificaciones introducidas en el método de composición de los cuartos de página, nos habían hecho reunir varios miles de folios sueltos, de pequeño tamaño, en los que se reproducía una muy breve versión de nuestro programa, junto con incitaciones, dirigidas principalmente a las mujeres, a la bendición del Señor que había de protegernos también con la espada, si era menester. Podríamos repartirlos libremente, durante los desplazamientos por campos, burgos, regiones. Tras una discusión no carente de momentos de hilaridad, decidimos llamarlos flugblatt[2] debido precisamente a su característica de hojas individuales de formato reducido, que podían pasar fácilmente de mano en mano, adecuadas para la gente humilde, escritas en una lengua sencilla que muchos comprenderían directamente o bien haciéndosela leer por algún otro.

Aquella semana había transcurrido entre el ir y venir de emisarios y correos que garantizaban la primera distribución de textos del Magister por varias regiones: cien copias habían sido ya expedidas a Augsburgo. Pero el clima de la ciudad no era muy tranquilizador que digamos. Gran ruido había provocado, por ejemplo, la enésima proeza de Denck, que el 24 o 25 de octubre había arengado más allá de lo tolerable a los estudiantes de San Sebaldo, con abiertas invitaciones a acabar con todo aquel que se arrogara el derecho exclusivo de interpretar la palabra de Dios. Un discurso a cuyo término, Johannes el Zorro, con una típica improvisación muy suya, se había autoproclamado rector de la misma escuela, aclamado por los estudiantes entusiasmados. Todo ello había gustado muy poco a las autoridades locales, apremiadas asimismo por las incesantes noticias sobre la proliferación de revueltas en la Selva Negra y en todas las regiones circundantes, por lo que desde el día siguiente había corrido el rumor de una expulsión inminente de Denck de la ciudad.

Y así fue. El 27 de octubre el cargamento de libros del hermano Höltzel fue parado en la Puerta de Spittler, mientras salía de la ciudad para dirigirse a Maguncia. Entre los volúmenes, la guardia del Consejo ciudadano, puesta evidentemente ya sobre aviso, encontró veinte ejemplares de la Denuncia explícita, confiscaron la partida entera y expulsaron con cajas destempladas a Höltzel, que había recibido del Magister el cometido de imprimir y difundir el escrito. Durante esa misma jornada el rumor de la inminente expulsión de Denck se reveló cierto. Al amanecer del 28 de octubre estábamos ya todos arrestados. Los esbirros iban a necesitar todavía un día entero para dar con nuestro depósito: Hergott había vuelto, no había dudado en denunciarnos y permitir a la guardia interrogar largamente a los dos aprendices. Toda la tirada fue confiscada. Tan solo Hut consiguió trasladar el día antes a Bibra las hojas volantes, juntamente con algunos ejemplares de los escritos del Magister.

El Consejo no quería problemas. Aquella misma tarde aparecieron dos burgomaestres por la celda y nos comunicaron que había sido tomada la decisión: antes del alba íbamos a ser conducidos fuera de la ciudad sin que se diera noticia del arresto ni de la expulsión.

Magister Thomas, Ottilie, Pfeiffer, Denck, Hut, Elias y yo. Nos encontramos de nuevo en camino, contemplando el espectáculo increíble del amanecer que empezaba tímidamente a despuntar por detrás de los pináculos de Nuremberg, tiñéndolos de rosa. Esta vez el Magister no parecía en nada afectado por los acontecimientos: Hut nos condujo a su casa, a Bibra, a pocas leguas de camino, un lugar seguro en el que decidir lo que convenía hacer.

Allí el Magister nos dijo que era menester separarse y esto nos inquietó no poco: el compartir las malandanzas de los últimos meses había hecho que hiciéramos buenas migas y parecía absurdo disolver la compañía.

Recuerdo la determinación en sus ojos:

—Lo sé, pero nosotros siete tenemos que hacer el trabajo de cien —dijo— y si no permanecemos todos unidos no lo conseguiremos jamás. Hay tareas que tienen una prioridad absoluta y que hemos de repartirnos. Los tiempos están ya maduros, los impíos pueden verse entre la espada y la pared, media Alemania se ha alzado en rebeldía, no hay un momento que perder.

Se volvió hacia Hut:

—Ante todo es necesario asegurarse de que por lo menos los libros expedidos a Augsburgo hayan llegado a su destino, y tratar de difundirlos lo más rápidamente posible…

Hut asintió sin añadir nada. La tarea le correspondía a él.

El Magister continuó:

—Por lo que a mí respecta, es de suma importancia que llegue a Basilea. Tengo que ver a Oecolampadio y comprobar si realmente la situación es tan ferviente como me han escrito los hermanos de allí. Si la ciudad más importante de la Confederación Helvética se pusiese de nuestro lado, los príncipes se las verían negras… —Su mirada cayó sobre Denck—. Creo que tú, Johannes, deberías venir conmigo. Has trabajado ya en una gran ciudad y tu consejo sería de gran ayuda.

—¿Y los demás? —Pfeiffer pareció preocupado—. ¿Dónde vamos a meternos?

Magister Thomas recogió una pesada alforja de yute y la abrió sobre la mesa, que bastó para derramar parte de su contenido ante nuestros ojos. Las hojas volantes revolotearon sobre las tablas como si una mano invisible las moviera.

—Aquí tenéis las semillas. Los campos serán vuestro lugar de trabajo.

Mi mirada desorientada se encontró con las de Pfeiffer y de Elias.

Ottilie recogió algunas hojas:

—Por supuesto, los campesinos… los campesinos. —Me miró a mí—. Deben tener la posibilidad de saber, es preciso hacerles saber que sus hermanos de toda Alemania están alzándose, a todo aquel que no sepa leer, le leeremos nosotros… —Luego, vuelta hacia Pfeiffer—: Un ejército, Heinrich, un ejército de campesinos que libere palmo a palmo esta tierra de la impiedad… —Busca la aprobación del Magister—. ¡Marcharemos con los campesinos sobre Mühlhausen, hay allí todavía mucha gente que quiere sacudirse el yugo de los tiranos y de los falsos profetas!

Sentí el ardor del valor que me henchía el corazón y los músculos, pues los ojos y las palabras de aquella mujer encendieron en mí un fuego que creí que ya nada ni nadie iba a poder extinguir nunca.

Señalándonos, Magister Thomas se dirigió a ella con una sonrisa y dijo:

—Mujer, te confío a estos tres hombres. Haz que vuelva a encontrarlos sanos y salvos a mi vuelta. Deberéis ser prudentes, pues los esbirros de los príncipes andan merodeando por el condado, no os detengáis nunca, no durmáis nunca dos noches seguidas en el mismo sitio, no confiéis en nadie cuyo corazón no sea para vosotros como un libro abierto. Y confiad en Dios en todo momento. Suya es la luz que ilumina nuestro camino. Procurad que nunca os abandone. Confío que a primeros del nuevo año nos encontremos todos en la iglesia de Nuestra Señora de Mühlhausen. Buena suerte, y que el Señor esté con cada uno de vosotros.

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