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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 21

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Capítulo 21 Eltersdorf, comienzos de año de 1527

El viento golpea contra las tablas de la puerta como un perro enloquecido. Las velas parecen vacilar también aquí dentro, como si pudieran ser alcanzadas por el gélido soplo del invierno. Así, los recuerdos se entremezclan y tiemblan, recorridos aún por los estremecimientos de aquella rabia: fueron los días de la tempestad. Yacijas, a cuyo lado este catre diríase un lecho principesco; niños flacos y sucios, rostros llenos de dignidad incapaces de un lamento que se henchían de ansias de liberación; siempre en camino, pasando por alquerías, burgos, aldeas. Éramos sembradores diligentes, que prendíamos la chispa de la guerra contra los usurpadores de la gloria de Dios, los opresores de Su pueblo. Vi hoces transformarse en espadas, azadas convertirse en lanzas, y hombres sencillos dejar el arado para trocarse en los más impávidos guerreros. Vi a un pequeño leñador tallar un gran crucifijo y ponerse a la cabeza de las filas de Cristo como el capitán del más invencible de los ejércitos. Vi todo esto y vi a aquellos hombres y a aquellas mujeres unir su fe y hacer de ella una bandera de venganza. El amor animaba los corazones con ese único fuego que nos inflamaba interiormente: éramos libres e iguales en el nombre de Dios y habíamos hendido las montañas, detenido los vientos, dado muerte a todos nuestros tiranos para hacer realidad Su reino de paz y de fraternidad. Podíamos hacerlo, por fin podíamos hacerlo: la vida nos pertenecía.

Themar, Unterhof, Regendorf, Swartzfeld, Ohrdruf, nunca dos días en el mismo lugar. A mediados de noviembre decidimos hacer un alto en un minúsculo pueblecito de nombre Grünbach, a poco más de una jornada de camino de Mühlhausen. El lugar estaba habitado exclusivamente por campesinos al servicio del caballero de Entzenberger, con quien años antes el polifacético Pfeiffer había desempeñado funciones de cocinero y de confesor. Nos aseguró que el caballero era un enemigo jurado de la ciudad imperial y que sin duda no impediría nuestra acción de evangelización en sus posesiones.

A cambio de una ayuda en los trabajos más pesados, encontramos acomodo en un viejo establo en desuso, al lado de la casucha de una viuda de nombre Frida. Por cama, paja y unas mantas de burda lana. Desde la misma mañana de nuestra llegada, la mujer se mostró muy contenta de hospedarnos, afirmando que durante toda la semana anterior había tenido todo tipo de presagios acerca de la llegada a su casa de personas importantes. Por primera vez tuve la extraña sensación de escuchar a una persona hablar mi propio lenguaje sin comprender ni pizca de lo que estaba diciendo. A excepción de Pfeiffer, que había nacido en aquella región, la única en pescar algo de todo cuanto dijo la anciana campesina fue Ottilie, que en su deambular en compañía de su esposo había comenzado a prestar oídos a las mil expresiones en que puede deformarse la propia lengua vernácula.

La viuda Frenner tenía una hija, de unos dieciséis años, que se ocupaba de las vacas del amo y las ordeñaba todas las mañanas. La muchacha era la más pequeña de seis hermanos, que habían acabado todos en la compañía de un valeroso capitán a sueldo del conde de Mansfeld.

Al día siguiente de nuestra llegada a Grünbach, muy temprano, comenzamos a visitar campos, huertos y establos y a entrar en contacto con la gente, repartiendo hojas volantes y anunciando la caída inminente de los poderosos. La competencia fue muy reñida: en la misma jornada encontramos a un predicador luterano, a dos vagabundos que andaban en busca de obtener hospitalidad y comida explicando la Biblia y prediciendo el futuro; y, por último, a un reclutador de tropas mercenarias que magnificaba la vida en su ejército, la generosa paga, la ganancia fácil, la gloria.

La mayor parte de los campesinos que encontramos nos escuchó con una cierta atención, hizo preguntas muy puntillosas respecto al fin del mundo, se enorgulleció de oírse llamar pueblo elegido y mostró un cierto espanto ante la idea de que para cambiar su situación no iba a ser Dios quien descendiese en persona para derribar a los poderosos, sino que debían hacerlo ellos con hoces y horcas. Algunos, merced a las hojas que les entregábamos, tuvieron conocimiento de la imprenta, mientras que otros dieron muestras de ser capaces de leer algo y nos explicaron que habían aprendido a hacerlo gracias a un vendedor ambulante de almanaques y profecías. Gran éxito cosechaba la estampa de la imagen de Martín Lutero aporreando a obispos y papistas. Decidimos, pues, que en las próximas hojas volantes imprimiríamos sobre todo imágenes: soberanos obligados a cavar la tierra, campesinos en revuelta bajo la mirada protectora del Omnipotente y cosas por el estilo.

Por la noche, en Grünbach, fuimos invitados al establecimiento de un tal Lambert, que hacía el oficio de herrero y arreglaba las herramientas. El horno apagado hacía poco difundía su calor en la estancia. Nos fue ofrecido pan condimentado con comino y coriandro, y Elias, sin llamar demasiado la atención, convenció también a Ottilie, que aborrecía aquellos sabores, para que comiera por lo menos un poco. Más tarde, mientras nos envolvíamos en las bastas mantas, nos explicó que únicamente los brujos y las brujas se negaban a comer el comino, porque se afirma que anula todos sus poderes.

El herrero Lambert lanzó un reto de canciones al revés y empezó a proponer la suya: He salido esta mañana todavía a oscuras, con la hoz para ir a cavar, y por el camino me he subido a una encina, me he comido todas las cerezas y entonces ha llegado el amo de aquel manzano y me ha dicho que le pagara la uva.

Otros empalmaron con paparruchas que hablaban de lobos que balan, de conchas que arrastran caracoles, de pulgas que se transforman en huevos. Pero el premio final le fue adjudicado a Elias, con su voz de oso: Conozco una canción al revés, que pronto al derecho tendré que cantar, he explicado el Evangelio al párroco, que se obstinaba en hablar en latín, le he dicho que debe pagar el trigo, que el sobrante es de quien no lo tiene. He subido yo solo a palacio, con mi amigo hemos ido a casa del señor, cinco le hemos dicho que la tierra nos pertenece, diez se lo hemos explicado, veinte lo hemos puesto en fuga, cincuenta nos hemos apoderado del castillo, cien le hemos prendido fuego, mil hemos pasado el río, ¡diez mil hemos ido a la batalla final!

Gracias a esa canción, que pronto se convertiría en un himno propiamente dicho, no tardamos en ganarnos la simpatía de los campesinos de Grünbach. Elias preparaba la batalla final: auténticos adiestramientos, todos los días a la caída de la tarde, enseñando a usar la espada y el cuchillo, a desarmar al adversario, a arrojarlo al suelo y a reducirlo con las manos desnudas. Yo nunca había manejado con anterioridad ningún tipo de arma, y he de admitir que los campesinos se revelaron discípulos mucho más hábiles que yo.

Y puesto que a la gente de campo no le agradan las cosas abstractas, tras algunos días pusimos a prueba a nuestro pequeño ejército. No obstante, no hubo mucha ocasión de combatir; el párroco se dio a la fuga apenas vio las horcas alzadas sobre las cabezas, y no fue difícil requisar el grano del último diezmo a fin de redistribuirlo entre la gente de las aldeas circundantes.

Algunos días después organizamos una gran fiesta en Sneedorf, en el curso de la cual se eligió al nuevo párroco de la comunidad, y por vez primera desde hacía muchos años la autoridad religiosa permitió bailar la danza del gallo, que había estado prohibida hasta entonces, debido a ciertas piruetas muy lascivas que dejaban entrever las piernas de las mujeres. Antes de emborracharme como pocas veces me había sucedido, mientras las piernas me sostuvieron, acompañé en las danzas a Dana, la joven hija de la viuda Frenner.

En los días siguientes, la noticia de un párroco elegido por los fieles llegó también a las comunidades vecinas, que enviaron mensajes a Grünbach para pedirnos que interviniéramos en su ayuda, ya contra el párroco, ya contra el señor del lugar. Sin la menor vacilación nuestros hermanos dejaron sus trabajos y acudieron allí donde se les requería, hasta que tres días ininterrumpidos de nieve bloquearon todo posible desplazamiento.

Aparte del viento y del frío intenso, otra tempestad llegó a nuestra aldea. Poco antes del alba fuimos despertados por los gritos de los campesinos que habían ido a los campos para hacerse una idea de los efectos de la helada.

Cuando salimos a la era, Frida corría enloquecida hacia todas partes y Dana lloraba arrodillada en la nieve. Pfeiffer detuvo a la viuda para comprender qué estaba pasando, pero en el estado en que se hallaba su hablar se hacía más incomprensible aún. Entonces me acerqué a Dana e inclinándome sobre ella le pregunté despaciosamente:

—¿Qué ocurre, hermana? Dinos algo…

Sollozando:

—Los lansquenetes, están aquí de nuevo… Mataron a mi padre, se llevaron a mis hermanos, a mí y a mi madre…

Era incapaz de continuar.

Aparecidos de Dios sabe dónde, llamados para quién sabe qué guerra, hambrientos por el frío y cansados, un puñado de mercenarios venían directamente hacia aquel villorrio, con la esperanza de llevarse un poco de comida, y la amenaza de violaciones, incendios y muerte si no lo encontraban.

Elias fue el primero en buscar una solución.

—Si no ando errado, aquí en el pueblo somos treinta hombres y veinte mujeres. Ellos son seguramente muchos más. No podemos batirnos. Propongo dejar para ellos las vacas del caballero: cuatro vacas deberían bastar para quitarles el hambre.

Dicho esto, se alejó para avisar a los demás. Yo fui tras él, mientras que Pfeiffer se quedó con las mujeres.

Los campesinos estaban acostumbrados a defender los bienes de su señor aun al precio de sus vidas, pues en caso contrario hubieran tenido que pasar años cediendo al amo casi entera su parte de la cosecha para resarcirle del daño sufrido. Por eso no fue fácil convencerlos de que esta vez, cuando el amo viniera a reclamar sus privilegios, le respondieran tal como se merecía, mientras que ahora, aislados como estaban, cabía pensar solo en salvar el pellejo.

Recibimos a los mercenarios en el camino de la aldea, con nieve hasta las rodillas y toda clase de herramientas fuertemente empuñadas. Debían de ser por lo menos un centenar, pero enseguida nos dimos cuenta de que la marcha y el frío los habían extenuado. Muchos de ellos no se sostenían derechos a causa de los pies congelados, a otros les faltaba bien poco para quedarse ateridos. Había también con ellos varias mujeres, probablemente prostitutas, en un estado lamentable.

—Tenemos necesidad de comida, de un fuego y de alguna hierba contra las fiebres —dijo el capitán cuando estuvo al alcance de su voz.

—Lo tendréis —fue la respuesta del herrero Lambert.

—Pero —añadió Elias, que había intuido la situación— dejaréis libres a todos los hombres y mujeres que no quieran seguiros.

—¡Nadie quiere irse de mi ejército! —repuso el capitán tratando de resultar convincente, pero no había terminado de decir aquellas palabras cuando por lo menos una treintena, entre hombres y mujeres, tropezando en la nieve, vinieron a esconderse detrás de nosotros.

El capitán se quedó inmóvil, la mandíbula apretada. Luego dijo de nuevo:

—Adelante, entonces, muéstranos la comida y la leña.

Entregamos a los cocineros cuatro vacas más bien metidas en carnes, que aquellos comenzaron a degollar y a descuartizar de inmediato, y la sangre se mezclaba con la nieve derretida.

Aquella noche Dana, aterida de frío y de miedo, vino a reunirse conmigo en mi yacija de paja, rogándome que la dejara quedarse allí y la protegiera, porque temía que los soldados pudieran volver a hacerle lo mismo que ella y su madre habían tenido que padecer dos años antes.

Se deslizó debajo de mí, antes de que pudiera siquiera respirar y poner un poco en orden mis ideas. Era flaca, de codos puntiagudos, largas piernas rectas igual que sus pechos, pequeños, apuntados contra mí, que ya a duras penas conseguía contener la respiración más intensa, precisamente sobre su cara de unos ojazos negros. Se acurrucó, el rostro apretado contra mi pecho, y a la chita callando una pierna envolvió mi cadera.

Nadie te hará ningún daño.

Liberé dentro de ella, sin impetuosidad, días, meses de tensiones y deseo, jadeando a cada toque y leve movimiento. Los sutiles gemidos de Dana no demandaban palabras ni promesas: me incliné, la boca buscaba su pecho, primero rocé, luego apreté los labios sobre un pezón. Sostuve su rostro y los cabellos, más cortos que los de un mozo, entre las manos, dentro de ella, largo rato, durante un tiempo que no recuerdo, hasta que se durmió estrechamente apretada contra mí.

Se fueron tres días después, dejando abandonados los restos de las carcasas al lado de los hoyos negruzcos de los fuegos en la nieve y la treintena de desesperados sin paga desde hacía meses. Los recién llegados se revelaron útiles: casi todos eran gente de campo, pero sabían emplear las armas y formar en orden de combate.

El primer viernes de cada mes se celebraba en Mühlhausen un gran mercado artesanal, al que acudían gentes de los cuatro confines de Turingia, de Halle y de Fulda, de Allstedt y de Kassel. Según Pfeiffer, aquel era el día en que debíamos intentar la entrada a la ciudad, ocultos entre la gran masa de personas que cruzaba sus puertas. Se acercaba diciembre. Comenzamos a establecer contactos dentro de Mühlhausen, entre los mineros del conde de Mansfeld, entre los habitantes de Salza y Sangerhausen. El primer viernes de diciembre la ciudad de los cerveceros estaría llena de una multitud interesada en algo muy distinto que en algún cesto de paja.

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