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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 25

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Capítulo 25 Eltersdorf, finales de enero de 1527

Esta noche he soñado con Elias.

Iba caminando de noche con los pies desnudos por un tortuoso sendero, él estaba a mi lado. De pronto, delante de nosotros se alzaba una pared de roca blanca con una estrecha grieta encima de nuestras cabezas. Elias me levantaba en peso y yo conseguía introducir la cabeza en el agujero. Me pasaba la antorcha para que pudiera ver mejor: una especie de largo túnel húmedo. Una vez en su interior comprendía que él no iba a poder alcanzarme jamás, la pared no tenía ningún agarradero. Entonces me volvía atrás, pero él había ya desaparecido. Antorcha en mano, con gran esfuerzo, comenzaba a arrastrarme por aquel angosto pasadizo.

Me he despertado y he esperado a que el gallo de Vogel señalara el inicio de otro día de sudores y fatigas. El fantasma de Elias no me ha abandonado hasta la noche. Aquella inmensa fuerza, aquella voz, está conmigo todavía.

El día 16 de marzo la ciudadanía fue reunida en la iglesia de Nuestra Señora para elegir al nuevo Consejo. Desde ese momento la ciudad fue nuestra.

La tarea que me fue encomendada, juntamente con Elias, fue la de organizar la milicia ciudadana. En caso de un ataque, los príncipes no nos encontrarían sin la menor preparación. Elias enseñaba a la gente del pueblo llano cómo alinearse en falange, apuntar las picas, hacer frente a un hombre cuerpo a cuerpo. Con la ayuda del Magister los dividió en unidades de unos veinte hombres, y a cada uno de ellos le asignó la defensa de una parte de las murallas en caso de ataque. Cualquiera que tuviese la menor experiencia militar fue elegido por la propia milicia como capitán. Yo me convertí en el responsable de las comunicaciones entre las unidades y elegí a algunos muchachos despiertos y de confianza que pudieran hacer las veces de mensajeros. Fue puesta en mi mano una daga corta y por la noche podía ejercitarme en usarla con el invencible Elias.

Luego en abril se alzaron los ciudadanos de Salza. La propuesta de ir en su ayuda fue sometida a votación y aprobada unánimemente. Reunimos cuatrocientos hombres, convencidos de que sería la ocasión idónea para poner a prueba todos aquellos meses de adiestramiento. El Magister y Pfeiffer hablaron largo y tendido con los cabecillas de los alzados, pero estos parecían más preocupados por arrancar alguna mínima concesión a los señores que por saber qué estaba pasando a su alrededor. Nos regalaron dos toneladas de cerveza por haber ido hasta allí y este fue su único gesto de agradecimiento.

Aquella noche, mientras acampábamos a la luz de la luna, oí al Magister discutir largamente con Pfeiffer acerca de los riesgos de una acción no concertada entre las ciudades. Únicamente el gran cansancio puso fin a su animoso vocear.

De regreso fuimos alcanzados por un mensajero que venía de Mühlhausen; lo mandaba Ottilie. Hans Hut había llegado a la ciudad con noticias y cartas sumamente importantes. El Magister leyó algunas de ellas a la tropa: la revuelta se extendía ahora ya por toda Turingia entre Erfurt y el Harz, entre Naunburg y Hesse. Otras ciudades estaban siguiendo el ejemplo de Mühlhausen: Sangerhausen, Frankenhausen, Sonderhausen, Nebra, Stolberg… y también, en la región minera de Mansfeld: Allstedt, Nordhausen, Halle. Luego la misma Salza, Eisenach y Bibra, los campesinos de la Selva Negra.

Aquellas noticias exaltaron nuestros corazones, ya no nos detendríamos, había llegado la hora. Mientras volvíamos a Mühlhausen saqueamos un castillo y un convento. No hubo muertos, los propietarios se entregaron a nosotros sin oponer resistencia, tratando de despertar nuestra piedad a fin de que perdonásemos sus bienes y a sus concubinas. En lo que respecta a las mujeres, no pusimos la mano encima a ninguna de ellas. Del oro, de la plata y de las vituallas, no dejamos ni rastro. Mühlhausen nos recibió como triunfadores y los dos gigantescos barriles de cerveza fueron rápidamente vaciados por la sed de nuestros conciudadanos.

La fiesta duró toda una noche, con cantos y bailes, en nuestro centro del mundo, en el lugar de ensueño que fue, en aquel final de primavera, la libre y gloriosa Mühlhausen. Era como si todas las fuerzas de la vida se hubieran concitado en el interior de aquellas murallas, para homenajear la fe de los elegidos. Nadie habría podido arrebatarnos aquel momento. Ni un ejército, ni un cañonazo.

Antes del amanecer me encontré a Elias sentado en una silla, ocupado en reanimar los moribundos resplandores de un fuego. La luz de las brasas dibujaba extrañas formas sobre aquella cara oscura, en la que parecía haberse posado una sombra de cansancio o de angustia. Como si algo inaudito cruzase por la preocupada mente de Sansón.

Cuando estuve cerca de él se volvió:

—Una gran fiesta, ¿eh?

—La mejor que haya visto en mi vida. Hermano, ¿qué pasa?

Sin mirarme, con la rara sinceridad de ciertos momentos, dijo:

—Creo que… que no sé si vamos a poder sostener una verdadera batalla.

—Han recibido un buen adiestramiento. Y de todas formas no tardaremos en saberlo, creo.

—Por supuesto, así es. Tú no has visto a los soldados de los príncipes, la gente a la que los señores confían la defensa de sus arcas…

La mirada perdida entre los reflejos del fuego.

—Porque… ¿tú sí?

—¿Dónde crees que he aprendido a combatir?

Le bastó con una ojeada para leer en mi cara la pregunta.

—Sí, he hecho de mercenario. Igual que he hecho otros muchos oficios de mierda en mi vida. He trabajado de minero y no creas que es mucho mejor porque no se mate a nadie. Pero sí, se mata: se mata uno mismo, bajo tierra, cada vez más ciegos como topos y con el miedo de quedarse allí aplastados, de quedarse allí debajo para siempre. He hecho cosas inmundas y espero que Dios Nuestro Señor en su misericordia infinita se apiade de mí. Pero ahora pienso en ellos, en esos desdichados a los que mandaremos a la batalla contra verdaderos ejércitos.

Una mano sobre un hombro:

—El Señor nos asistirá, ha estado con nosotros hasta ahora. No nos abandonará, Elias, ya lo verás.

—Rezo cada día para que así sea, muchacho, cada día…

A micer Thomas Müntzer, hermano en la fe, pastor en Nuestra Señora de Mühlhausen.

Mi buen amigo:

Gracias a ti por la carta que recibí justo ayer y gracias a Dios Nuestro Señor por las noticias que nos anunciaba. Esperemos que Él haya finalmente encontrado en Thomas Müntzer de Quedlinburg al timonel de la nave que expulsará al Leviatán a su abismo.

Desde que nos separamos, no puede decirse que mis asuntos privados estén en sintonía con la grandiosidad de los acontecimientos que se preparan para los afligidos de Alemania; quizá el Señor desee hacerme entrar en este último grupo con el fin de que sea partícipe de pleno derecho de la gloria futura. Mi familia se ha quedado en Nuremberg y es víctima de continuas vejaciones y atropellos. Precisamente ahora que no me tienen al alcance de su mano y que me han alejado de la ciudad, tratan por todos los medios de provocarme, para hacerme callar sin provocar sublevaciones. Afortunadamente nuestras hermanas de Nuremberg están cerca de mi mujer y la ayudan en este momento de prueba. Por mi parte, visito las posadas únicamente para dormir y las abandono antes de que despunte el sol. De todos modos, no tardaré en contentarme con la vera del camino: el dinero está acabándose.

Por tales motivos te comunico mi propósito de reunirme contigo en Mühlhausen: estoy ansioso por aportar mi contribución a la empresa de los elegidos y necesito descansar un poco. Además, en la ciudad, no deberán faltarme oportunidades de ganar algo con mis clases. Mira qué puedes hacer tú, entre las mil preocupaciones de la hora presente.

Que la Luz del Señor ilumine tu camino.

Con mi mayor agradecimiento,

Johannes Denck

De Tubinga, el día 25 de marzo de 1525

Hut nos traía las noticias del sur. Importantes, vitales. Hurgo dentro de la alforja del Magister buscando esa maravillosa carta, las palabras de un hombre cuyas gestas han encontrado lugar en los romances juglarescos y han llegado hasta nosotros.

A la libre ciudad de Mühlhausen, al Consejo permanente y a su predicador Thomas Müntzer, el eco de cuyas palabras infunde esperanza a todo el valle del Tauber.

El momento se acerca. Las filas iluminadas han emprendido la guerra para afirmar la justicia de Dios. Los campesinos han marchado al son de los tambores por las calles de la ciudad imperial de Rothenburg y, a pesar de las deliberaciones del Consejo municipal, nadie ha levantado contra ellos el garrote. A la luz de los hechos, los ciudadanos temen la violencia del condado y las consecuencias que entrañaría ser enemigo suyo.

Vengo, así pues, queridos hermanos, a exponer las peticiones de reforma que las filas iluminadas proponen en la punta de sus lanzas.

Ante todo, ellas exponen a los ciudadanos que la alianza y el acuerdo consisten en predicar la palabra de Dios, el Sagrado Evangelio, de manera libre, clara y sencilla, y sin añadido alguno de mano humana. Pero mucho más importante, puesto que la gente común ha estado hasta ahora y desde hace mucho tiempo oprimida y sometida por la autoridad a pesadas cargas insoportables, es que las pobres gentes se vean aligeradas de dichos gravámenes y puedan procurarse su pedazo de pan sin verse obligadas a mendigar. Y que no se vean vejadas por ninguna autoridad, que no tengan que pagar el censo, ni el canon, las rentas, el laudemio, el velatorio, los diezmos, mientras no se llegue a una reforma general basada en el Santo Evangelio, la cual establezca lo que es injusto y debe ser abolido y lo que es justo y debe permanecer.

Permítaseme hablar abiertamente a aquellos que han despertado la esperanza y el corazón de las pobres gentes. Los acontecimientos que se suceden en estas tierras bañadas por el río Tauber, nos indican los dos preceptos que seguir a fin de que la causa de Dios no sea una causa perdida y todo cuanto ha sido hecho hasta ahora no se desvanezca.

En primer lugar es necesario que las filas se vayan engrosando día tras día, que igual que olas del mar tempestuoso continúen creciendo hasta que lleguen los recursos y el número suficiente para no temer la espada de los príncipes.

No menos importante es conseguir que las distintas demandas que separan a la ciudad del campo encuentren al término de su camino el mismo adversario: los intolerables privilegios de la gran nobleza y del clero corrupto. No podemos permitir que dichas diferencias nos sitúen en frentes opuestos, para ventaja del enemigo común. Además, así como responde a la verdad que las ciudades como esta no pueden mantenerse sin la percepción de tributos, resulta indispensable encontrar acuerdos a este respecto entre los consejos, las juntas y las comunidades campesinas acerca de lo que convendría emprender para el sostenimiento de las ciudades. No se quiere, en realidad, abolir totalmente todos los gravámenes, sino más bien llegar a un justo acuerdo, tras haber oído el parecer de personas doctas, temerosas y amantes de Dios que se manifiesten sobre el particular. A dicho fin los bienes eclesiásticos, sin exclusión de ninguna clase, serán tomados en custodia a fin de utilizarlos tal como conviene en provecho de la comunidad campesina y de las filas iluminadas. Serán nombradas personas que administren tales bienes, los conserven y permitan que a las pobres gentes les sea distribuida una parte de los mismos. Aparte de todo lo que se emprenda, ordene y decida por el bien y por la paz, deberá serlo tanto para el habitante de la ciudad como para el del campo y por ambos ser respetado, a fin de que todos permanezcan unidos, contras las falanges de la Iniquidad.

Con el deseo de que estas palabras despierten dentro de vosotros luminosas visiones, en la esperanza de encontrarnos pronto en el día del triunfo del Señor, recibid el saludo fraterno de quien combate bajo vuestro mismo estandarte y la invocación de la gracia de Dios,

el comandante de las filas campesinas de Franconia,

Florian Geyer

De Rothenburg del Tauber, en el cuarto día de abril de 1525

Geyer, la leyenda de la Selva Negra. La Schwarztruppe, formada por él hombre a hombre, había sembrado el pánico entre las filas de la Liga de Suabia: imprevisibles, audaces y fulminantes, se habían convertido en muy breve tiempo en el ejemplo para las filas campesinas.

Florian Geyer. Noble de bajo rango, miembro de la pequeña nobleza rural alemana, desde el año 21 había entrado en conflicto con el excesivo poder de los príncipes, había abandonado su propio castillo, dedicándose al bandidaje y a las incursiones dentro y fuera de la Selva Negra, que conocía como la palma de la mano. Dotado de una sorprendente intuición y un coraje incomparables, ya antes de abrazar la causa de los humildes, elegía a sus hombres para su cuadrilla de bandidos de uno en uno: nada de borrachos ni de inútiles matachines, nada de violadores de mierda, solo gente decidida, despierta e interesada en el botín por necesidad o por la ambición de empresas que merecieran su aprobación.

Recuerdo, en los días de la euforia de Mühlhausen, las ganas que tenía yo de reunirme con él, de poder ver de cerca al hombre cuyo solo nombre aterrorizaba a la gran nobleza de Franconia.

Asaltó decenas de castillos y conventos, confiscaba bienes, armas y víveres, y los repartía entre los campesinos y entre la gente pobre. Aparecía de improviso en las aldeas, esparciendo al viento de su alforja de tela roja las cenizas del último castillo incendiado. La cuadrilla de caballeros creció en pocos meses en desmesura hasta contar con muchos cientos de reclutas, perfectamente armados, adiestrados y leales.

No era raro que por la noche, alrededor del fuego, los campesinos entonaran romanzas sobre sus gestas. Con nada más que un hacha y un cuchillo cazaba ciervos y jabalíes; en Rothenburg, en el centro de la plaza, decapitó de un mandoble la estatua del emperador.

Fue apresado en Schwäbisch Hall, tras haber sido perseguido y rastreada su pista durante tres días, y tras prender fuego a tres hectáreas de bosque donde lo habían visto desaparecer. Escondieron a toda prisa su cadáver, pero son muchos los que no están en absoluto convencidos de que esté muerto y juran que se salvó arrojándose a las aguas de un río subterráneo. En todas las aldeas de la Selva Negra no falta quien afirme haberlo visto cabalgando a la hora del crepúsculo por el corazón de la selva, blandiendo la espada, dispuesto a volver para hacer justicia a los humildes.

A micer Thomas Müntzer, maestro de todos los justos en la recta fe, predicador ilustrísimo en la iglesia de Nuestra Señora en Mühlhausen.

Maestro nuestro:

Las noticias que me llegan respecto a Vos y a vuestras tropas de elegidos, me hacen tener ya la certeza de que la mano del Señor está sobre vuestro caudillo, tras las mil dificultades y la dura humillación de Weimar, de la que me arrepiento de no haberos dado oportuna noticia. Precisamente el Dios que ve con malos ojos a los poderosos «ha ensalzado a los humildes» y se prepara para despedir a «los ricos con las manos vacías, socorriendo a Israel, su siervo, tal como prometiera».

No hay que perder tiempo: los príncipes están desorientados, puesto que el área afectada por la revuelta es demasiado vasta, y el fuego de la fe incendia cada día los corazones y el territorio de Alemania. Aunque el reclutamiento prosigue incesante, no son pocos los impedimentos que encuentran a la hora de poner en marcha una repentina maniobra.

De todos ellos, el joven Felipe, landgrave de Hesse, es el más diligente, pero sus tropas no son compactas, se desplazan lentamente y encuentran continuas dificultades, debido a un sucederse de emboscadas y asaltos por parte de los campesinos de cada región. No todos los gobernantes, además, se dan cuenta de que la cosa afecta a cada uno de ellos, que se verán abatidos uno tras otro, y así quien cree poder controlar la situación en su propia casa, concediendo algún beneficio y haciendo promesas, no hace la menor alusión a querer aventurarse a una batalla. El doctor Lutero, por consejo de micer Spalatino, estuvo en la región de Mansfeld para aplacar la ira de los campesinos, pero se vio incapaz de detener la revuelta, sin sacar nada más que algunas pedradas e insultos. El Hércules Germanicus está acabado.

Es ya hora, Maestro: dejad respirar a los príncipes y devastarán nuestros campos, a costa de perder la cosecha del año, hasta que la última espiga de trigo sea ceniza y la cabeza del último campesino haya rodado. Llamad a reunión, así pues, a los elegidos, a fin de que no se dispersen. Al sur de Mühlhausen el Dios de los ejércitos ha ganado ya muchas batallas, mientras que al nordeste la situación es más incierta. Si partís en formación cerrada en esa dirección, a los príncipes no les dará tiempo de reflexionar, deberán intentar pararos a toda costa, y el Señor, merced a vuestras espadas, hará justicia de una vez por todas.

No temáis el enfrentamiento abierto: es precisamente en él donde el Dios de los elegidos os demostrará que está de vuestro lado. No os demoréis: el Omnipotente quiere triunfar gracias a vosotros.

Sed firmes, pues, y que el Señor os ilumine; el reino de Dios en la tierra está próximo.

Qoèlet

El día primero de mayo de 1525

Primer día de mayo. Las tropas de Felipe de Hessen estaban ya en las puertas de Fulda, al completo, prestas para tomarla. Se movieron rápidas. No encontramos un ejército en dificultades.

Qoèlet. La tercera misiva de un informador pródigo en detalles reservados a unos pocos, como en lo que se refiere a lo sucedido en Weimar.

Misivas importantes, que se habían ganado la confianza del Magister. En mi cabeza resuena aquella discusión decisiva, Magister Thomas esgrimiendo la carta… esta carta.

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