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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 26

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Capítulo 26 Mühlhausen, 9 de mayo de 1525

—Entonces, Heinrich, ¿con cuántos crees que podemos contar?

El tono del Magister es apremiante.

Pfeiffer sacude la cabeza:

—Hülm y Briegel no están. No están dispuestos a perder un solo barril de pólvora por los de Frankenhausen. La gente de aquí no vendrá.

Del reloj del Ayuntamiento llega el eco de los tres martillazos del autómata Hans contra la campana de la torre.

—Pero ¿de quién tienen miedo? ¿Es que el Señor no ha dado señales bastantes? Yo tengo por lo menos cincuenta cartas que lo atestiguan claramente: las filas de los elegidos agrupan a veinte mil hombres.

Magister Thomas hurga dentro de la alforja de cuero y extrae una carta, que blande como una enseña:

—Si no quieren escuchar la voz del Señor, no van a poder titubear ante los hechos. Un hermano que vive en estricto contacto con el conciliábulo wittenberguiano me escribió hace unos pocos días confirmándome que los príncipes están hundidos en la mierda: el pueblo los odia, sus tropas están cansadas y desorganizadas. Es el momento de enfrentarse a ellos, dirigiéndose hacia el corazón de Sajonia, adonde no pueden permitir que lleguemos. Deja que sea yo quien le hable a la ciudadanía.

—No servirá de nada. Aun dejando aparte a los burgomaestres, la gente de aquí ha obtenido más de lo que nunca hubiera podido esperarse. No pondrán en peligro las propias conquistas en una batalla campal contra los príncipes.

—¿Quieres decir que Mühlhausen, la ciudad que ha sido el ejemplo para todas las demás ciudades de Turingia, en el choque decisivo para la liberación de las tierras que hay entre los Alpes bávaros y Sajonia, se quedará viéndolas venir?

Pfeiffer, cada vez más desanimado:

—¿Crees que las otras ciudades apoyarán esta locura? Eso no sucederá, te lo digo yo. Aun en el caso de que Mühlhausen ofreciera todos sus cañones, la situación no por ello iba a cambiar. Las ciudades han conquistado la autonomía e impuesto los doce artículos: no habrá nadie que considere útil arriesgarlo todo en un único choque frontal. ¿Y si fuéramos derrotados? Atiende. El camino que hemos seguido hasta ahora ha dado los mejores resultados: la rebelión del campo ha encontrado en la ciudad la ganzúa para obtener las reformas. Y así debe seguir siendo, ya que no tiene sentido ponerlo todo en peligro.

—¡Desbarras! ¡Son las ciudades las que se han beneficiado de la revuelta campesina para arrebatar los municipios de las manos de los señores! ¡Ahora tienen que acudir al lado de la filas iluminadas para acabar para siempre con la malvada tiranía de los príncipes!

—Eso no sucederá.

—Pues entonces serán arrolladas por su miserable egoísmo, el día del triunfo del Señor.

Por un momento se hace la calma. Denck, mudo como yo hasta ahora, vuelve a llenar los vasos de vino sustraído en gran parte a un convento de dominicos y descorchado para la ocasión:

—Vamos a necesitar no menos de mil hombres y diez cañones.

El Magister no mira siquiera el vaso:

—¿Qué cañones? Será la espada de Gedeón la que siegue los ejércitos.

Sale, no se digna mirar a nadie. Tras un segundo Denck lanza una ojeada a Pfeiffer, luego a mí, y lo sigue.

Heinrich Pfeiffer me habla en un tono grave:

—Por lo menos tú debes conseguir hacerlo razonar. Es una locura.

—Locura o no, ¿crees que es prudente librar a los campesinos a su suerte? Si las ciudades no toman parte en el combate, a los ojos de los campesinos parecerá una traición. ¿Y cómo engañarlos? Será el fin de la alianza que con tanto esfuerzo hemos establecido. Si somos derrotados, Heinrich, los próximos seréis vosotros.

Una honda respiración, la tristeza embarga su corazón:

—¿Has visto cargar alguna vez a un ejército?

—No. Pero he visto a Thomas Müntzer hacer alzarse a los humildes con la sola fuerza de sus palabras. No voy a dejarlo ahora.

—Sálvate. No vayas.

—La salvación, amigo mío, es alzarse y combatir al lado del Señor, no quedarse mirando.

Silencio. Nos damos un fuerte abrazo, por última vez. Los destinos han sido elegidos.

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