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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 4

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Capítulo 4 Amberes, 30 de abril de 1538

Algo arde aún dentro. La muchacha lava la ropa en el patio, un cuerpo joven y blanco que se deja entrever bajo el ceñido vestido.

No es la primavera, ya no, abril me obliga solamente a rascarme las cicatrices: el mapa de las batallas perdidas.

Es Kathleen. No es mujer de nadie, así como todos los hijos parecen no tener una sola madre o un solo padre, sino muchos padres. No existe reverencia o temor por los adultos, que se dejan tomar el pelo y sonríen ante las bromas infantiles. Mujeres con tiempo para jugar, barrigas preñadas, hombres que no levantan la mano, niños sobre las rodillas. Eloi ha creado el Edén y lo sabe.

Trece años atrás se enfrentó con Philipp Melanchthon en presencia de Lutero. El Gordo y el Flaco lo tomaron por loco y escribieron a las autoridades papistas de Amberes a fin de que los prendieran. Pocos meses después fray Puerco Cebado incitaría a nuestro asesinato, los demonios encarnados que habían osado desafiar a sus señores. Eloi y yo teníamos los mismos adversarios y no nos hemos conocido hasta ahora. Ahora que todo ha terminado.

Kathleen estruja la colada: todavía esa quemazón, en el fondo del estómago. He olvidado. La guerra lo ha borrado todo, la gloria de Dios, la multitud, la matanza: he olvidado. Y sin embargo está todo allí y no puede ser borrado, nebuloso y presente, al acecho detrás de cualquier recoveco de la mente.

Levanta el rostro y me ve: una sonrisa.

Es un lugar en el que uno podría detenerse, lejos de los problemas, del ala negra del Esbirro que me persigue desde siempre.

Eres hermosa. Estás viva. Eres una vida hundida en el fango que no quiere saber nada de darla por acabada y que me obsequia todavía con una jornada más de sol como esta y la quemazón en las entrañas.

—Gerrit Boekbinder.

Me sobresalto y me vuelvo de repente, el brazo contraído para descargar el golpe.

Un hombre bajo y corpulento, barba entrecana y mirada firme.

Me habla serio:

—El viejo Gert del Pozo. La vida no deja de depararle a uno sorpresas. Hubiera imaginado cualquier cosa menos encontrarme contigo. Y aquí, además…

Escruto ese rostro anónimo:

—Me has tomado por otro, compadre.

Ahora sonríe:

—No lo creo. Pero eso no tiene mucha importancia: aquí el pasado no cuenta, pues también yo llegué sin blanca como tú y solo de oír pronunciar mi nombre me puse como un gato salvaje. Estuviste con Van Geleen, ¿verdad? Me dijeron que te habían visto en la toma del Ayuntamiento de Amsterdam…

Trato de saber quién es el que tengo delante, pero sus rasgos no me dicen nada.

—¿Quién eres?

—Balthasar Merck. No me extraña que no te acuerdes de mí, pero también yo estaba en Münster.

Debe de habérselo dicho Eloi.

—También yo creí en ello de verdad. Tenía una tienda en Amsterdam: lo abandoné todo para unirme a los hermanos baptistas. Yo te admiraba, Gert, y cuando tú te fuiste fue un duro golpe, no solo para mí. Rothmann, Beuckelssen y Knipperdolling eran unos locos, nos llevaron al borde de la pura locura.

Nombres que duelen, pero Merck parece sincero y dispuesto a comprender.

Lo miro a los ojos:

—¿Cómo saliste de allí?

—Con el más joven de los Krechting. A su hermano lo colgaron en la celda junto con los demás, pero él logró llevarme fuera en el último momento, cuando los episcopales entraban ya en la ciudad. —Una sombra oscura ensombrece su mirada—. En Münster dejé a mi mujer, pues estaba demasiado débil para seguirme, no lo consiguió.

—¿Y has terminado aquí?

—Durante meses pedí limosna por los caminos, incluso me apresaron en una ocasión, los soldados, sí, al regresar de Holanda. Me torturaron —muestra los dedos tumefactos—, para hacerme confesar que había sido baptista. Pero yo no abrí el pico. Sí, dolía, por supuesto, gritaba como un poseso mientras me arrancaban las uñas, pero no dije esta boca es mía. Pensaba en mi Ania, enterrada en alguna fosa. Calladito. Me soltaron cuando creyeron que estaba loco de atar. Eloi me tomó consigo, me salvó la vida…

Vuelvo a echar una mirada más allá de la balaustrada: Kathleen recoge la ropa en un barreño y se la lleva.

—¿Es hermosa, verdad?

Quisiera responderle que ahora es sin duda más importante que nuestros recuerdos.

Me toca levemente:

—Aquí no hay maridos ni mujeres.

Una mueca:

—Soy viejo.

Ríe, el sonido de una carcajada, como si lo escuchase por primera vez, tras abandonar mi existencia durante años:

—Solo estás cansado, hermano. Estás muerto: Gerrit Boekbinder está muerto y enterrado bajo las murallas de Münster. Aquí eres Lot, el que no vuelve la mirada atrás. No lo olvides.

La mano en un hombro. Observo a los niños abajo en el patio, como si fueran criaturas de fábula. Los verdugos niños de Münster están lejos, pequeños monstruos de Beuckelssen, los inquisidores infantiles que llevaban la muerte en los dedos.

—¿Quién es esta gente, Balthasar?

—Espíritus libres. Han conquistado la pureza, decretando la mentira del pecado y la libertad de sus deseos, la propia felicidad.

Dice estas cosas con naturalidad, como si estuviera explicando el orden del cosmos. Esta quemazón en el estómago se ha trocado en pesar, para mí, para este castigado cuerpo mío, y también esa sencilla alegría.

La mano aprieta el hombro:

—El Espíritu Santo está en ellos, como en cada uno de nosotros. Viven en el día de Dios, sin necesidad de empuñar la espada.

Los ojos se apagan, como si se negaran a ver:

—¿Crees que es así? ¿Perdimos el Reino para volver a encontrarlo aquí?

Asiente:

—Un día Eloi me dijo que el Reino de Dios no es algo que debamos esperar: no tiene ni ayer ni mañana, y ni siquiera llega a tres mil años. Es la experiencia de un corazón: existe en todas partes y en ningún lugar en concreto… Está en la sonrisa de Kathleen, en el calor de su cuerpo, en la alegría de un niño.

Siento que quisiera dar rienda suelta al odio, al miedo, a la desesperación, a la derrota. Pero es difícil, doloroso. Tengo que apoyarme en la balaustrada.

—Para mí es tarde.

—No lo es ya para nadie. Estando aquí aprenderás también esto, hermano.

—Eloi quiere que le cuente mi historia. ¿Por qué?

—Él cree en los pobres de espíritu, en los últimos. Cree que Cristo puede resurgir en cada uno de nosotros, sobre todo en aquellos que han conocido el fango de la derrota.

—Yo tan solo veo un mar de horror detrás de mí.

Suspira, como si comprendiera de verdad:

—Los muertos deben enterrar a los muertos para que los vivos puedan renacer a una nueva vida.

La lección del Salvador.

—¿Te ha dicho él también esto?

—No. Lo comprendí yo al cruzar el umbral en el que ahora te encuentras.

No sé cómo ha sucedido, pero lo cierto es que de la forma más natural del mundo, sin que nadie me dijera nada, de repente me he visto aguzando los palos para el vallado del huerto. He comenzado a responder a los saludos de todos, y un joven cardador me ha aconsejado incluso sobre la mejor manera de ajustar el armazón.

Amontono palos puntiagudos en un rincón del jardín de detrás de la casa, la pequeña hacha es precisa y ligera, me permite trabajar sentado y sin excesivo esfuerzo. Por un momento vuelvo a ver a un joven que corta leña en la era del pastor Vogel, hace mil años de eso, pero es un recuerdo que ahuyento enseguida.

La niña rubia se acerca con una sonrisa sin dientes:

—¿Eres tú Lot?

Le cuesta aún articular las palabras.

Me detengo, para no correr el riesgo de hacerle algún daño con las astillas:

—Sí. ¿Y tú quién eres?

—Magda.

Me alarga una piedra coloreada.

—La he pintado para ti.

Jugueteo con ella un poco.

—Gracias, Magda, eres muy amable.

—¿Tú tienes alguna niña?

—No.

—¿Y por qué no?

Ningún niño me ha hecho jamás preguntas.

—No lo sé.

Ella aparece de repente, con un saquito de semillas bajo el brazo.

—Magda, ven, tenemos que sembrar el huerto.

De nuevo esa vieja quemazón. Las palabras salen solas:

—¿Es tu hija?

—Sí.

Kathleen sonríe, volviendo radiante la jornada, toma de la mano a la pequeña y dirige una mirada a los palos.

—Gracias por lo que estás haciendo. Sin el vallado, el huerto no sobreviviría un solo día.

—Gracias a vosotros por haberme acogido.

—¿Te quedarás con nosotros?

—No lo sé, no tengo ningún sitio adonde ir.

La niña toma el saco de las manos de su madre y corre hacia el huerto hablando sola.

El azul de Kathleen no da tregua a mi estómago.

—Quédate.

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