Q

Q


Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 7

Página 49 de 173

Capítulo 7 Augsburgo, 3 de agosto de 1527

Johannes Denck está en Augsburgo. Por la calle me he enterado de alguna noticia sobre él y ahora sé con exactitud dónde buscarlo. Detrás de la gran reunión de los pastores de las comunidades, que se prepara para mediados de mes, está sobre todo la mano del joven veterano de la revuelta.

La casa que me han indicado está tocando a una calle de laneros. Me abre la puerta una mujer esbelta, con un niño en el regazo, seguida por el corretear inseguro de una niña, que enseguida se esconde entre las piernas de su madre. Soy un viejo amigo del marido, a quien no veo desde hace años. Me quedo en la puerta, la niña se me queda mirando fijamente con expresión de curiosidad.

Johannes Denck es un abrazo fuerte y unos ojos relucientes e incrédulos.

Me ofrece de beber de una bota que lleva colgada al cinto y una sonrisa sincera, sin palabras. Me toca los brazos, los hombros, como si quisiera asegurarse de que no se trata de un fantasma aparecido del abismo de sus peores pesadillas. Sí, soy yo precisamente. Pero olvídate de mi nombre si no quieres hacerles un favor a los esbirros. Ríe feliz.

—¿Cómo debo llamarte? ¿Redivivo? ¿El Renacido?

—Durante dos años fui Gustav Metzger. Actualmente soy Lucas Niemanson, comerciante en paños. Mañana, quién sabe…

Continúa mirándome fijamente, espantado. Es difícil para los dos dar con las palabras, elegir cómo empezar. Por lo que nos quedamos así, en silencio, durante un tiempo infinito, volviendo a pensar en todo. Esta tarde Mühlhausen es una isla lejana del mundo y de la vida, a la que tal vez un día lleguemos buscando el camino del Señor. Desde lugares lejanos y a la vuelta de destinos distintos.

—¿Solo tú?

La voz es grave y hecha de recuerdos.

—Sí.

Agacha la cabeza, para recuperar en la memoria algún rostro, alguna figura, algún grito de euforia y de esperanza que ahora resuena ya muy lejano.

—¿Cómo?

—Suerte, amigo mío, suerte y tal vez una pizca de bondad divina que quiso asistirme. ¿Y tú?

Los ojos abiertos de par en par al recuerdo, como si hiciera un esfuerzo, como si hablara de cuando era niño:

—Nos quedamos empantanados por la zona de Eisenach. Había conseguido reclutar a un centenar de hombres y recuperar una espingarda. Pero nos topamos con una columna de soldados, que nos obligó a refugiarnos en una aldea de cuyo nombre no me acuerdo. —Levanta la mirada hacia mí—. Lo siento, no lo logré. No fui de ninguna ayuda.

Parece más amargado que yo. Pienso en cuántas veces en estos dos años debe de haberse reprochado la impotencia de aquel día.

—No hubieras servido más que de carne de cañón. Éramos ocho mil y no sé de ninguno que se haya salvado.

—Aquí estás tú.

Sonrío forzadamente y busco la ironía de la desventura:

—Alguien tenía que contarlo.

—Lo has conseguido. Esto es lo que cuenta.

—Lo perdimos todo.

Unos ojos risueños, de una cordura que no recordaba:

—¿Acaso conoces algo por lo que valga la pena perderlo todo?

Una mueca divertida es todo cuanto consigo ofrecerle. Pero sé que no le falta razón y ya quisiera yo poseer la misma ligereza para aventar el pasado.

Se pone serio, no le ha faltado tiempo para reflexionar.

—Cuando supe que habían ajusticiado a Magister Thomas y a Pfeiffer, también yo pensé que la cosa se había terminado. Dicen que en la represalia posterior a Frankenhausen cayeron más de cien mil personas. Escapé, me embosqué y traté de salvar el pellejo. Durante meses no dormí en la misma cama dos noches seguidas. Pero no estaba solo, no, tenía la esperanza de volver a contactar con los hermanos en las otras ciudades, todos los amigos y los colegas de la universidad. Esto me mantuvo con vida, me dio fuerzas para no quedarme sentado en el suelo esperando el golpe definitivo. De haberme detenido, ahora no estaría aquí para recibirte.

Salimos fuera, al patio trasero de la casa, donde hay escarbando algunos pollos que han perdido parte de sus plumas y dos pieles de ciervo se secan al sol como viejas velas estropeadas.

Me toca contar a mí:

—Yo me senté. Y me morí. Me quedé en el suelo dos años enteros, cortando leña y escuchando las paparruchas del único loco que me dio cobijo: Wolfgang Vogel.

—¡Vogel! Dios santo, me enteré de que lo habían ajusticiado hace algunos meses.

—Por poco no he tenido el mismo fin.

Bisbisea entre dientes, preocupado:

—¿Cómo dieron con él?

—Interceptaron a uno de los compañeros de Hut mientras se dirigía al sur en busca de alguno que se hubiera salvado. Me imagino que lo torturaron y lo obligaron a dar todos los nombres. Vogel debía de ser uno de ellos y tuvo que poner pies en polvorosa. Y yo con él. Perros rastreros de los cojones. Nos siguieron durante dos días enteros, hasta que nosotros decidimos que era mejor separarnos. Yo conseguí salvarme, pero él no. Y aquí me tienes.

Me mira de soslayo:

—Debes de tener buena estrella, amigo mío.

—Hum. Son tiempos en los que sería mejor tener una buena espada.

Refresca; los ruidos de la ciudad llegan hasta nosotros amortiguados. Nos sentamos sobre el tronco de la leña. La intimidad entre supervivientes funde los pensamientos y las palabras salen plácidas y casi distantes, como el vocerío de la calle. Estamos vivos y este milagro es el que ahora nos basta, eso es lo que querríamos decirnos, sin añadir nada más.

El licor le enronquece la voz:

—En unos días tiene que llegar también Hut. Se le ha metido en la mollera que el Apocalipsis está ya próximo, y anda dando vueltas por ahí como un santo bautizando a la gente. Es una casualidad que no le hayan echado el guante aún. Vaga por los campos y se para a hablar con los campesinos, para preguntarles cómo interpretan ellos los pasajes de la Biblia que les lee.

Me río a carcajadas.

—Mira que cosecha un gran éxito.

—¡Hut! ¡Un librero fracasado que acaba convertido en profeta!

Por un momento nos desternillamos de risa, pensando en el timorato Hans al que tan bien conocimos.

—Me ha llegado el rumor de que Störch y Metzler están tratando de reunir un ejército agrupando a los supervivientes de la guerra. Son dos locos. No cuentan con la menor esperanza. En cambio, aquí van llegando hermanos desde el año pasado. De Suiza y de las ciudades vecinas. Existe un buen ambiente, por lo menos podemos reunirnos libremente. Es gente lista, tienes que conocerlos, provienen de la universidad. Este sínodo que estamos organizando será un nuevo comienzo. Todo volverá a empezar a partir de aquí, son muchos todavía los que quieren profesar libremente su fe. Pero tendremos que ser prudentes.

Tal vez se espera un entusiasmo, pero esta vez te desilusionaré, hermano. Me quedo en silencio y lo dejo continuar.

—Está Jacob Gross, de Zurich, lo hemos elegido ministro del culto, y Sigmund Salminger y Jacob Dachser como asistentes suyos: son augsburgueses, y conocen perfectamente a la gente de aquí. También están los seguidores de Zwinglio, Leupold y Langenmantel. Con su ayuda hemos creado un fondo para los pobres…

Habla de acontecimientos lejanos, está contando la saga de un pueblo desaparecido. Quizá intuye, se interrumpe, un suspiro.

—No todo está perdido.

Apenas si asiento:

—Efectivamente, estamos vivos.

—Ya sabes qué quiero decir. Hemos convocado aquí a todos los hermanos.

De nuevo la misma sonrisa forzada:

—¿Quieres comenzar de nuevo, Johann?

—No quiero nuevos curas que me digan qué debo creer y leer, ya sean papistas o luteranos. Somos bastantes para infiltrarnos en la universidad y desplazar a los amigos de Lutero y de los príncipes, porque es en las universidades, en las ciudades, donde se forman las mentes y se difunden las ideas.

Lo miro fijamente a los ojos, ¿se lo cree de veras?

—¿Y piensas que os dejarán hacerlo, que se quedarán de brazos cruzados mientras vosotros os organizáis? Yo los he visto. Los he visto cargar y asesinar a gente inerme, simples chiquillos…

—Lo sé, pero en Augsburgo es distinto, en las ciudades podemos actuar más libremente, estoy convencido de que si Müntzer estuviera ahora aquí estaría de acuerdo conmigo.

El nombre repercute en mis entrañas y me hace espetar:

—Pero no está. Y esto, te guste o no, significa algo.

—Hermano, a pesar de su grandeza, él no lo era todo.

—Pero los millares que lo seguían sí. Hace años dejé Wittenberg porque estaba harto de disputas teológicas y de doctores que me explicaban lo que leía, mientras que fuera de allí Alemania ardía. Después de todo lo que pasó, sigo pensando así. No serán estos teólogos tuyos quienes detengan la represión.

Caminamos callados a lo largo del borde del patio, tal vez ni siquiera él cree en el fondo en su propia confianza. Se detiene y me pasa la bota.

—Deja al menos que lo intenten.

Ir a la siguiente página

Report Page