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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 9

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Capítulo 9 Augsburgo, 25 de agosto de 1527

Tres golpes y una voz ronca tras la puerta.

—¡Soy yo, soy Denck, abre!

Salto fuera del catre y quito el cierre.

Está rojo de sudor y sin aliento por la carrera.

—Los esbirros. Han cogido a Dachser, irrumpiendo en su casa, mientras todos dormían.

—¡Mierda!

Comienzo a vestirme a toda prisa.

—El barrio está lleno de soldados de la guardia, entran en las casas, saben dónde vivimos.

—¿Y los tuyos?

—En casa de amigos, es un lugar seguro, tienes que venir también tú, aquí es demasiado peligroso, andan buscando a gente venida de fuera de la ciudad…

Recojo mis cosas y aseguro la daga debajo de la capa.

—Esa no servirá de nada.

—O quizá sí, vamos, andando.

Bajamos las escaleras y salimos al callejón, me guía en las primeras luces del alba por calles estrechas, donde comienzan a abrir las tiendas. Lo sigo sin conseguir orientarme, nos introducimos en un barrio miserable, tropezamos con un perro pulgoso, al que espanto de una patada, siempre detrás de Denck, con el corazón en un puño. Se para delante de una puerta pequeñísima: dos golpes y una palabra susurrada. Nos abren. Entramos, dentro está oscuro, no veo nada, me empuja hacia una trampilla.

—Cuidado con las escaleras.

Bajamos y nos encontramos en una bodega, una luz ilumina tenuemente unos semblantes demudados, reconozco los rostros de algunos hermanos vistos en casa de Langenmantel. También están la mujer y los hijos de Denck.

—Aquí estáis en lugar seguro. Hay que avisar a los demás, volveré lo antes posible.

Abraza a la mujer, un fardo sollozante en brazos, una caricia a la niña.

—Voy contigo.

—No. Me hiciste una promesa, ¿recuerdas?

Me arrastra hacia la escalera:

—Si no volviera, llévatelos lejos de aquí, a ellos no les harán nada, pero no quiero que corran ningún riesgo. Prométeme que cuidarás de ellos.

Es difícil librarlo a su suerte así, es algo que no hubiera querido hacer nunca más.

—De acuerdo, pero ten cuidado.

Me da un fuerte apretón de manos, con una media sonrisa. Desato la daga del cinto:

—Toma esto.

—No, mejor no dar ningún pretexto para que me maten como a un perro.

Trepa ya escalera arriba.

Me vuelvo, su mujer está allí, ni una lágrima, el hijo al cuello. Pienso de nuevo en Ottilie, la misma fuerza en la mirada. Así las recordaba, a las mujeres de los campesinos.

—Tu marido es un gran hombre. Saldrá de esta.

Vuelven tres. Uno de ellos es Denck. Sabía que el viejo zorro no se dejaría echar la zarpa. Ha conseguido recuperar a otros dos hermanos.

Han sido horas interminables, encerrados aquí abajo, con la débil luz filtrada por una tronera.

Ella lo abraza, ahogando un sollozo de alivio. Denck tiene en la mirada la determinación de quien sabe que no puede perder un segundo.

—Mujer, escúchame. No se meterán con vosotros, tú y los niños estaréis seguros en esta casa y tan pronto como se hayan calmado las cosas podréis salir. Sin duda, sería muy peligroso haceros intentar la fuga ahora que cada puerta de la ciudad se halla vigilada por la guardia. Te quedarás con la mujer de Dachser. Ya encontraré la manera de escribirte.

—¿Adónde irás?

—A Basilea. Es el último lugar que queda donde uno no corre peligro de jugarse la cabeza. Te reunirás conmigo junto con los niños cuando lo peor haya pasado, es cuestión de un par de meses. —Se dirige a mí—: Amigo mío, no me abandones ahora, mantén la palabra dada: no conocen tu nombre ni tu rostro.

Asiento casi sin darme cuenta.

—Gracias. Te estaré eternamente agradecido.

Reacciono asombrado por sus prisas:

—¿Cómo piensas arreglártelas para salir de la ciudad?

Señala a uno de sus dos compañeros:

—El huerto de la casa de Karl está tocando a las murallas. Con una escalera y al amparo de la oscuridad podremos conseguirlo. Habrá que correr toda la noche campo traviesa. Ya encontraré la forma de haceros saber si he llegado sano y salvo a Basilea.

Besa a su hija y al pequeño Nathan. Abraza a la mujer, a la que bisbisea algo: una fuerza increíble le impide de nuevo llorar.

Lo acompaño hacia la escalera.

Un último saludo:

—Que Dios te proteja.

—Que ilumine tu camino en esta noche oscura.

Su sombra trepa rápida, incitada por los hermanos.

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