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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 14

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Capítulo 14 Amberes, 6 de mayo de 1538

El nuevo cincel va de maravilla. Balthasar no ha perdido el tiempo: esta mañana me ha dicho que estaba sobre el banco de trabajo. Su punta levanta virutas igual que una cuchara en la manteca mientras la mirada incrédula de Eloi acompaña cada golpe de martillo, cada esquirla que vuela al suelo, cada detalle de la catedral de Estrasburgo que sale en relieve del trozo de madera.

—Verdaderamente notable —comenta frunciendo los labios—. ¿Dónde has aprendido a usar tan bien las manos?

—Me esforcé en practicar más con la espada que con esto —respondo yo levantando el acerado utensilio—. Estuve en Estrasburgo. Trabajaba en una imprenta de la ciudad como cajista. Había un tipo que hacía las ilustraciones para los libros. Durante las pausas dejaba apoyadas las planchas y el buril, y cogía la gubia: hizo el retrato de todos nosotros y nos regaló decenas de copias a cada uno. Siempre repetía que algo hermoso no debe ser nunca único. Él fue quien me enseñó a tallar la madera.

Observa el dibujo un momento, luego señala la fecha en una esquinita:

—Hace mucho tiempo que interrumpiste tu pasatiempo.

Me encojo de hombros:

—Sabes, estaba siempre yendo de un lado a otro. Me ejercitaba esculpiendo estatuillas que a continuación regalaba a los niños. En Münster reanudé de nuevo la labor. Pero luego, bueno —una sonrisa sirve para disimular la excusa—, extravié las herramientas en alguna parte.

Eloi sale y reaparece con la acostumbrada botella de licor. Ahora sé perfectamente qué significa. Me alarga el vaso lleno:

—No sabía que hubieras encontrado un oficio en Estrasburgo.

—Gracias a Cillerero. Las imprentas siempre me han atraído. Los libros poseen una fascinación especial.

El cincel levanta alguna esquirla. Es hora de pasar al puntero para los detalles más pequeños. Eloi se interrumpe para seguir las fases de elaboración, luego prosigue:

—Explícame una cosa. En Estrasburgo encontraste una cierta tranquilidad, un amigo afectuoso, una mujer llena de vida, un oficio. ¿Por qué no te quedaste allí?

Lo miro a los ojos, mientras hablo lentamente:

—¿Has oído hablar de Melchior Hofmann?

Esta vez se muestra incrédulo:

—¡No me dirás que lo conociste también a él!

Asiento con la cabeza, en silencio, sonriendo por su reacción:

—Puede decirse que él fue únicamente la causa final de mi partida. En aquel tiempo habían sucedido ya muchas cosas.

Me doy cuenta de que comienzo a encontrarle gusto a contar. Me complazco en crear expectativas, interés. También Eloi debe de haber notado el cambio. De vez en cuando me da cuerda; otras veces, como en este caso, permanece en silencio y espera a que sea yo quien prosiga.

—A Ursula, con el paso de los meses, comenzó a hacérsele cada vez más insoportable el clima reinante en la ciudad. Me repetía que en Estrasburgo vivía un montón de gente con ideas innovadoras y brillantes, pero que lo único que la diferenciaba del resto de las ciudades alemanas era la posibilidad de expresar esas ideas en un ropaje culto y refinado. Su grito de guerra se convirtió en «En Estrasburgo la herejía es vivir».

Levanto los ojos de la finísima talla del rosetón de la catedral. Eloi escucha con la barbilla apoyada en el dorso de la mano. El placer del pasatiempo reencontrado desata las palabras más aún si cabe que el licor:

—Iba de aquí para allá por las plazas dando el espectáculo, sobre todo bailando danzas consideradas lascivas o groseras, tocando el laúd y cantando las coplas de la gente de la calle. Me arrastró a ello también a mí.

Eloi ríe a gusto. Apoya el vaso sobre la mesa.

—Te oí cantar algo mientras levantabas la empalizada del huerto. Si vuestra finalidad era poner más nerviosa a la gente, Ursula bien que hizo en reclutarte.

—¡No, nada de cantar, por Dios! Comencé trabajando de albañil. La primera que se nos ocurrió fue entrar de noche en una iglesia y levantar una pared de ladrillo enfrente de la escalinata del púlpito. Escribimos en ella una frase de Cillerero: «Nadie puede hablarme de Dios mejor que mi corazón».

El licor entretanto comienza a hacer su efecto. El cincel se me escapa más de una vez del punto, hasta que desprende limpiamente un pedazo de campanario. Habrá que pegarlo.

—Lo más bonito de todo, en cualquier caso, fue sin duda la broma que le gastamos a madame Corazón de Oro, Carlota Hasel. Has de saber que Carlota Hasel era una de las muchas damas de la ciudad en tener en su casa mesa puesta para los pobres y los vagabundos. Les hacía rezar y comer, beber y cantar salmos.

—Las conozco, por desgracia.

—Ursula no podía ni oír mencionarla. La odiaba. De ese modo especial en que solo una mujer puede odiar a otra. Por otra parte, madame Corazón de Oro poseía la enojosa característica de considerar a los pobres miserables como unos santos. Su lema era: «Dadles pan, y ensalzarán a Dios». Ursula no era de la misma opinión. Decía que quien no tiene nada, una vez lleno el buche, tiene cosas muy distintas en la cabeza que rezar, como son beber, joder, divertirse, vivir. Digamos que, si nos atenemos a los hechos, su teoría se reveló mucho más acertada.

—¿Qué hechos?

—La colosal orgía que montamos en el salón de casa de los Hasel.

—¡No sé qué habría dado por participar en la demostración del teorema! —exclama Eloi divertido—. No obstante, no veo qué puede tener que ver esta historia con Melchior Hofmann.

Solo un instante de concentración para el golpe definitivo. Soplo la viruta y levanto el trozo de madera a la altura de los ojos. Perfecta.

—Te costará creerlo, amigo mío, pero también Melchior el Visionario, al fin y al cabo, es uno de los espectáculos de la consolidada compañía teatral Lienhard y Ursula Jost.

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