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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 17

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Capítulo 17 Amberes, 10 de mayo de 1538

El huerto está listo. Todos se congratulan conmigo. Nadie hace preguntas; quién soy realmente, qué he hecho antes de venir a parar aquí… Soy uno de ellos: un hermano entre los demás.

Magda, la hija de Kathleen, continúa haciéndome regalos; Balthasar me pregunta qué tal estoy por lo menos dos veces al día, como a un enfermo convaleciente.

—Todavía estoy vivo —le digo para hacerle reír.

Es un buen hombre, el viejo anabaptista: parece que su tarea consiste en buscar compradores para los artículos manufacturados que aquí se fabrican, y bien que lo consigue.

Le he preguntado a Kathleen por el padre de su hija. Me ha dicho que se embarcó hará cosa de un par años, y que luego no supo nada más de él. Debió de naufragar, perdido en alguna isla salvaje, o bien debe de estar vivo y vegetando en algún palacio de oro y diamantes, en los reinos de las Indias. La misma suerte que yo andaba buscando antes de encontrarme con estos hombres y estas mujeres.

Eloi me apremia amablemente, pues quiere que siga con la historia; es evidente que quiere oír hablar de Münster. La Ciudad de la Locura posee la fascinación de las cosas fantásticas, es el estremecimiento que su simple nombre sigue provocando, y que en otro tiempo fue una verdadera convulsión. Por más que le ha preguntado ya a Balthasar, yo viví esa aventura hasta sus últimas consecuencias: Gert del Pozo fue un héroe, el lugarteniente del gran Matthys, el mejor en las acciones de represalia, en las incursiones en el campamento del obispo, en la difusión de hojas volantes y el mensaje de los baptistas: Balthasar debe de haberle dicho también esto.

Sí, Gerrit Boekbinder templó el hierro con sus propias manos.

Luego, un buen día, sin decir esta boca es mía, se largó, harto, disgustado, consciente de pronto del abismo de horror que se había abierto bajo la Nueva Jerusalén.

Gert vuelve a pensar en los jueces-niños, con el dedo índice alzado. Vuelve a pensar en los muertos de hambre que se arrastran como blancos fantasmas por la nieve. Vuelve a sentir los calambres del ayuno y el alivio de ese último salto, más allá de las murallas, hacia la iniquidad del mundo, pero lejos del delirio omnipotente y sanguinario.

Y sin embargo fuera no encontró a Eloi Pruystinck esperándolo con los brazos abiertos, sino solo sangre y nuevas visiones de gloria y de muerte. Gert cayó de nuevo, reclutado para la Última Batalla, con la marca de los elegidos grabada a fuego en un brazo. Gert vio ondear aún la misma bandera hecha jirones sobre los hombros de Batenburg el Terrible y no fue capaz de detenerse. Gert se enamoró de esa sangre y continuó, continuó. Continuó.

Eloi tiene la expresión atenta que ya le conozco; pone un poco de bebida para ambos, que facilita el relato.

Retomo el hilo de los recuerdos:

—Partimos hacia el norte, Hofmann y yo, a lo largo del curso del Rin, en una gabarra de mercaderes. Pasamos por Worms, Maguncia, Colonia, hasta llegar a Arnhem. Había conseguido imponer silencio a mi compañero de viaje hasta que nos encontramos en Frisia, pues no quería correr el riesgo de ser detenido por el camino. Le costó, pero mantuvo su palabra. Una vez que dejamos el curso del Rin, proseguimos a pie y a lomo de mulo, siempre en dirección al norte. Nos desplazamos de un pueblo a otro, a lo largo de la frontera de los Países Bajos, hacia la campiña de Frisia oriental. Hofmann había estado ya en aquellas tierras durante sus largas predicaciones itinerantes y tampoco esta vez dejó de instruir a los campesinos de aquellas landas sobre qué obligada elección exigía a todo cristiano el final de los tiempos: seguir a Cristo en su ejemplo de vida. Volvía a bautizarlos a todos, como un nuevo Juan Bautista.

»Mientras tanto me ilustraba sobre cómo estaba la situación en Emden, nuestra próxima meta. En esta ciudad se encontraban muchos prófugos, sacramenteros holandeses en su mayor parte, así los llamaba, aquellos que no aceptaban ya los sacramentos de la Iglesia de Roma y que no creían en la transustanciación. Esto, me explicaba, los llevaba más allá de las posiciones de Lutero, abriéndoles a la lúcida promesa del milenio. Los describía como si fueran unos perros vagabundos a la espera de un profeta que les trajera el mensaje de esperanza y la luz de la fe renovada. Definía ese viaje como “nuestra travesía del desierto”, que había de templarnos poniendo a prueba nuestra fe y perfeccionando la justificación del Señor por medio de la obediencia absoluta a Cristo. Yo le seguía la corriente, sin tratar de sustraerme a la fascinación que sus palabras conseguían ejercer en la gente humilde: estaba realmente asombrado de aquella fuerza. No le había dicho que combatí al lado de Thomas Müntzer, pues su condena de la violencia me lo impedía. Acostumbraba a reservarme una frase lapidaria cada vez que lo provocaba con alguna alusión a la posibilidad de que Cristo llamara a sí a su ejército de elegidos para exterminar a los impíos: «Quien por la espada mata por la espada morirá».

»Llegamos a Emden en junio. Era una pequeña ciudad fría, una escala para las naves mercantiles entre Hamburgo y las ciudades holandesas. La comunidad de extranjeros era numerosa, tal como había predicho Hofmann. El príncipe reinante, el conde Enno Segundo, permitía que en sus tierras las ideas de los reformadores de la Iglesia siguieran su curso, sin ponerles trabas de ningún tipo. Mi Elias comenzó a predicar por las calles desde el primer día atrayendo sobre sí la atención de todos. Estaba claro que los demás predicadores no iban a poder competir con él, pues se los merendaría en un periquete. Al cabo de unas pocas semanas había vuelto a bautizar por lo menos a trescientas personas y estuvo en condiciones de fundar una comunidad que daba acogida a los descontentos de la más diversa procedencia y condición. Eran sobre todo desterrados de la Iglesia papista y descontentos de la luterana, la cual, aun sin sacerdotes ni obispos, se enorgullecía ya de una jerarquía de teólogos y doctores no muy distinta de aquella que habían querido abolir.

»No tardamos en ganarnos fama de anabaptistas, lo que produjo en las autoridades de la ciudad un espanto de muerte.

»Los acontecimientos se sucedían a mi alrededor, sentía temblar la tierra bajo mis pies y una extraña sensación en el ambiente. No, no había sido contagiado por mi compañero de viaje, sino que era la inminencia de los acontecimientos, la llamada de la vida de la que me había hablado Ursula. Fue por dicha razón por lo que decidí librar a Hofmann a su suerte de predicador y seguir mi camino. Un camino que había de llevarme a otras partes de nuevo, en medio de la tempestad. Imposible decir si era yo quien guiaba mi existencia hacia el límite que había que superar o bien si era en cambio aquella tormenta la que me arrastraba con ella.

»Las autoridades de Emden expulsaron a Hofmann por instigador indeseable. Me dijo que regresaría al sur para escribir de nuevo, que su tarea allí había terminado. Confió la guía de la nueva comunidad a un tal Jan Volkertsz, apodado Trijpmaker, porque de oficio era fabricante de zuecos de madera. Por más que este holandés de Hoorn no fuera un gran orador, conocía la Biblia y tenía el talante de quien lo había inspirado y era no menos emprendedor. Me despedí del viejo Melchior Hofmann en la puerta de la ciudad, mientras lo escoltaban fuera del territorio de Emden. Sonreía, ingenuo y confiado como siempre, confesándome en voz baja que estaba convencido de que el Día del Juicio llegaría al cabo de tres años. También yo le dispensé la última sonrisa. Y así lo recuerdo, un saludo de lejos, mientras trota más allá de mi vista sobre un jamelgo flaco.

Aún no tengo claro qué es lo que persigue Eloi. Se queda mudo detrás de la mesa, embelesado por el relato, hasta con la boca abierta, en la penumbra que me impide distinguir claramente su rostro.

Yo prosigo, decidido ahora a llegar hasta el final y dispuesto a asombrarlo a cada página de esta crónica no escrita.

—No volvería a ver a Melchior Hofmann hasta dos años después, cuando vino a Holanda a recoger el fruto de lo que había sembrado. Pero estaba hablándote de Emden. Nos habíamos quedado Trijpmaker y yo para regir los destinos de la comunidad anabaptista y se acercaba ya la Navidad cuando recibimos la orden de abandonar la ciudad. Eso no me disgustó: sentía que tenía que partir de nuevo, que no podía seguir parado en aquel puerto del norte. Lo decidimos de noche, con la determinación y el espíritu de quien sabe afrontar una gran empresa: los Países Bajos, con los desterrados que lentamente estaban consiguiendo cruzar la frontera y regresar a sus ciudades de origen, se ofrecían a nuestros pies como un territorio inexplorado, dispuesto a mostrarse receptivo al mensaje y al desafío que lanzábamos contra las autoridades establecidas. Nada nos habría detenido. Para Trijpmaker era una misión, como lo había sido para Hofmann. Para mí era otra huida hacia delante, una manera de seguir avanzando, hacia una nueva tierra, hacia nuevas gentes.

»Nos dirigiríamos a Amsterdam. A lo largo del camino Trijpmaker me enseñaría alguna frase en holandés, para que estuviera en condiciones de entender, pero sería él quien predicara y bautizara. Comenzó al punto: antes de partir de Emden bautizó a un sastre, a un tal Sicke Freerks, que volvería a su ciudad natal, Leeuwarden, en Frisia occidental, con la finalidad de fundar allí una comunidad de hermanos, y donde lo que en cambio encontró fue la muerte en marzo del año siguiente a manos del verdugo.

»Mientras bajábamos hacia el suroeste, atravesando Groninga, Assen, Meppel, hasta Holanda, Trijpmaker iba exponiéndome la situación de su tierra. Los Países Bajos eran el corazón comercial y manufacturero del Imperio, el lugar de donde el Emperador sacaba la mayor parte de sus ingresos. Las ciudades portuarias disfrutaban de una cierta autonomía que, sin embargo, tenían que defender con uñas y dientes de las miras centralistas del Emperador. Carlos Quinto continuaba anexionándose nuevos territorios, dejando a sus tropas recorrer el país, con grave daño para el tráfico comercial y los cultivos. Por otra parte, el Habsburgo parecía preferir la soleada España a su tierra nativa y había puesto a sus oficiales en muchos sillones importantes y un gobierno imperial en Bruselas, para luego irse a vivir al sur.

»El estado de la Iglesia en esta parte de Europa era lo más trágico que cupiera imaginar; reinaba la religión de las grandes comilonas a costa de los campesinos, la degeneración lucrativa de las órdenes monásticas y de los obispados. No existía ningún guía espiritual en los Países Bajos y muchos fieles habían comenzado a abandonar la Iglesia, para reunirse en hermandades laicas que hacían vida en común y cultivaban el estudio de la Escritura. Estas podrían aceptar nuestro mensaje antes que nadie.

»Las ideas de Lutero se habían difundido entre el pueblo llano y también entre los mercaderes que se enriquecían a su costa. Los sucesos de Alemania seguían quedando lejos, la obediencia a la que habían sido reducidos los campesinos alemanes no tenía la menor relación con los trabajadores holandeses de las manufacturas, los tejedores, los carpinteros de los puertos, los artesanos de aquellas ciudades en constante expansión. La religión reformada de Lutero comportaba nuevos dogmas, nuevas autoridades religiosas, que alienaban la fe de los creyentes de manera apenas más suave de lo que lo hacían los papistas. La igualdad en la fe, la vida comunitaria, requerían una savia distinta. Nosotros estábamos allí para traerla.

»Me quedé impresionado por el paisaje de aquellas feraces tierras. Viniendo de Alemania, de sus selvas negras, resultaba asombroso ver cómo los habitantes de los Países Bajos habían doblegado la naturaleza a su voluntad, arrebatando al mar cada metro de terreno cultivable para plantar trigo, girasoles, coles. Molinos de viento a lo largo del camino en número impresionante, gente trabajadora, incansable, capaz de desafiar las adversidades naturales y de vencerlas. La ciudad de Amsterdam, aquel enredo de canales, el puerto, cada rincón bullía de una febril actividad.

»Eran los primeros días del año nuevo, el mil quinientos treinta y uno, y a pesar del intenso frío las calles y los canales estaban atestados de un ir y venir incesante. Una ciudad perturbadora, en la que habría podido perderme. Pero Trijpmaker conocía a algunos hermanos que residían allí desde hacía ya tiempo; comenzaríamos por ellos.

»Establecimos contacto con un impresor para que produjera algunos extractos de los escritos de Hofmann que Trijpmaker había traducido al holandés y también unas hojas volantes para entregar en mano. Pero me ocupé yo de eso, mientras que Trijpmaker trataba de reunir a todos sus conocidos en la ciudad. Encontramos una buena aceptación entre los artesanos y los trabajadores manuales: gente descontenta de cómo estaban yendo las cosas. Se notaba en el ambiente la inminencia de algo que podía manifestarse de un momento a otro.

»En menos de un año conseguimos organizar una sólida comunidad, las autoridades no parecían preocupadas en exceso por esos anabaptistas enfervorizados que desdeñaban el lucro y anunciaban el fin del mundo.

»En mi corazón sentía que las cosas no podían discurrir sin problemas durante mucho tiempo. Trijpmaker seguía predicando la benignidad, el dar testimonio, el martirio pasivo, según las consignas de Hofmann. Yo sabía que eso no podía durar: ¿y si las autoridades decidían considerarnos peligrosos para el buen orden ciudadano? ¿Qué sucedería si los hombres y las mujeres que había convertido a imitación de Cristo se encontraban frente a las armas? ¿De veras creía que se dejarían crucificar sin oponer resistencia? Él estaba seguro de ello. Y además, el momento se acercaba, pues Hofmann había previsto el Juicio para mil quinientos treinta y tres. En contra de tales argumentos no había mucho que replicar, me encogía de hombros y lo dejaba con aquella confianza ilimitada que tenía.

»Continuamos creciendo en número, la moral estaba alta, la devoción de los rebautizados era inmensa. De las aldeas de alrededor de Amsterdam nos llegaban las misivas llenas de errores gramaticales de los nuevos adeptos, campesinos, carpinteros, tejedores. Tenía la impresión de encontrarme dentro de un gran caldero cubierto por una tapadera que más pronto o más tarde iba a saltar. Era embriagador.

»Finalmente, la predicación contra la riqueza en una de las ciudades más lucrativas de Europa surtió su efecto. En otoño de aquel año el Tribunal de La Haya ordenó a las autoridades de Amsterdam reprimir a los anabaptistas y entregar a Trijpmaker.

Eloi me sirve agua.

—Estás cansado, ¿quieres irte a dormir?

La pregunta lleva implícita la súplica de continuar, es como un niño fascinado por la narración, por más que estoy hablándole probablemente de hechos que ya conoce.

—Es mejor que te cuente lo que le hicieron a Trijpmaker y cómo decidí volver a echar mano de la espada. Al comienzo no fue más que para oponer resistencia ante quien pedía mi cabeza. —Abro los brazos y río sarcásticamente—. Luego encontré a mi verdadero Juan Bautista, el que había de convencerme de nuevo para combatir contra el yugo mortífero de los curas, de los nobles, de los mercaderes. Y vive Dios que lo hice: cogí aquella espada y me puse a ello. No me arrepiento. Así como tampoco de la elección que hice entonces ante aquellas cabezas cercenadas, clavadas en la punta de un palo. La primera era la del hombre que me había llevado a Holanda, un loco probablemente poseído, un tonto que buscaba el martirio y lo encontró. Pero era lo que le hicieron.

Casi oigo estremecerse a Eloi.

—Sí, Trijpmaker eligió su final, el de Cristo. Habría podido huir de haber querido. Hubrechts, uno de los burgomaestres de la ciudad, estaba de nuestra parte y había tratado hasta aquel momento de impedir su apresamiento. Fue él quien mandó a una sirvienta a nuestra casa para avisarnos de que habían llegado los esbirros con el propósito de apresar al jefe de la comunidad. Me puse al punto a recoger nuestras cosas, e igual que yo otros muchos. Pero él no, no Jan Volkertsz, el fabricante de zuecos de Hoorn que se había convertido en misionero. Se sentó y esperó a los soldados de la guardia: no tenía nada que temer, la verdad de Cristo estaba de su parte. Junto con él apresaron a otros siete y se los llevaron a La Haya. Les dieron tormento durante días. Dicen que a Trijpmaker le quemaron los testículos y le metieron clavos bajo las uñas. Lo único que no le tocaron fue la lengua, porque podía dar los nombres de todos los demás. Y lo hizo. El mío también. Nunca lo he juzgado por eso, pues el tormento doblega a los espíritus más fuertes, y creo que su fe ya se vio vejada de forma aplastante por el hierro candente sin necesidad del rencor de los demás. Ninguno de nosotros lo culpó por ello, conseguimos ponernos a salvo, teníamos muchas casas seguras dispuestas a darnos cobijo.

—¿Ajusticiaron a los ocho?

Asiento:

—Al borde de la muerte desmintieron todo cuanto les habían arrancado bajo tormento: un pobre consuelo que no sé hasta qué punto pudo permitirles morir en paz. Sus cabezas fueron devueltas a Amsterdam y colgadas en la plaza pública. Un mensaje claro: quien vuelva a intentarlo tendrá el mismo final.

»Era el mes de noviembre o diciembre del treinta y uno, momento en que Lienhard Jost había de pasar a mejor vida. Aquel nombre atraía a los esbirros como el estiércol a las moscas. La familia que me tenía escondido en su casa me concedió el suyo, haciéndome pasar por un sobrino emigrado a Alemania y vuelto al cabo de muchos años. Se llamaban Boekbinder y el primo existía de verdad, solo que había muerto en Sajonia, ahogado en un río como consecuencia del naufragio de la balsa en que viajaba. Su nombre era Gerrit. Y así fui el fantasma de Gerrit Boekbinder, Gert para la familia.

»Fue a comienzos del año treinta y dos cuando llegó una carta de Hofmann. Estaba en Estrasburgo, había tenido los redaños de volver allí. Evidentemente al recibir la noticia del trato dispensado a Trijpmaker y a los demás, el viejo Melchior se había cagado de miedo. La carta anunciaba el comienzo del Stillstand, la suspensión de todos los bautismos, en Alemania y en los Países Bajos, por lo menos durante dos años. A partir de aquel momento íbamos a tener que movernos en la sombra a la espera de que las aguas volvieran a su cauce: nada ya de altercados a plena luz del día, nada de proclamas, y menos aún de declaraciones de guerra contra el mundo. Para Hofmann hubiéramos tenido que ser un rebaño de predicadores bonachones, diligentes y no demasiado ruidosos, dispuestos a dejarse degollar todos en fila en nombre del Altísimo. Esto más o menos estaba escribiendo en aquellos meses en Estrasburgo.

»Por lo que a mí respecta no estaba claro aún qué iba a hacer, pero no pensaba quedarme mano sobre mano, oculto como un perro con el que la emprenden a patadas, aunque la gente que me daba cobijo era amable y generosa. Un día, en la leñera encontré una vieja espada herrumbrosa, una reliquia de la guerra de Güeldres en la que algún Boekbinder debía de haber tomado parte. Sentí un estremecimiento extraño al empuñar de nuevo un arma y comprendí que había llegado el momento de intentar algo grandioso, que era preciso poner punto final al proselitismo pacífico, porque siempre el acero y nada más que el acero sería lo que encontraríamos en el bando contrario, el de las alabardas del cuerpo de alabarderos y del hacha del verdugo. Pero sabía que no llegaría muy lejos solo. Era un nuevo comienzo a ciegas, me sentía estremecer, más lúcido y resuelto de lo que me había sentido nunca: no me espantaba saber que la aventura se transformaría en guerra, puesto que sería la única que valdría la pena desencadenar: la guerra para liberarse de la opresión. Hofmann podía continuar fabricando mártires, yo buscaría combatientes. E iba a crear dificultades.

»Y ahora, amigo mío, creo que voy a dejarte por mi cama, pues debe de ser muy tarde. Continuaremos mañana, si no te importa.

—Un momento todavía. Balthasar te llama Gert «del Pozo». ¿Por qué?

A Eloi no se le pasa nada por alto, cada palabra contiene para él una ramificación posible del relato.

Sonrío:

—Mañana te hablaré también de esto, de cómo pueden nacer por pura casualidad los apodos y de cómo luego es imposible quitárselos de encima.

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