Q

Q


Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 19

Página 61 de 173

Capítulo 19 Amberes, 14 de mayo de 1538

—Y pasé a ser Gert «del Pozo». Matthys se divertía empleando ese estrambótico nombre, pero le gustaba también pensar que nuestro teatral encuentro no había sido fruto del azar. Por lo demás, para él nada lo era nunca, todo tenía un sentido dentro de la visión de Dios, un significado que iba más allá de las simples apariencias y que les hablaba a los hombres, a nosotros, los elegidos. Porque esto creía él que eran los baptistas: unos elegidos del Señor, los escogidos. Se trataba de una empresa que debía ser llevada a cabo, grandiosa, definitiva. Mi Juan de Haarlem conocía a Hofmann, había sido bautizado por él personalmente, y había leído sus profecías. Se acercaba el Día, el día de la liberación y de la venganza. Pero pronto comprendí que aquel panadero había realizado una elección distinta a la del viejo Melchior: lo que él quería era librar aquella batalla, sí, no esperaba más que la señal de su Dios para declarar la guerra a los impíos y a los siervos de la iniquidad. Y para ello tenía un plan: reunir a todos los baptistas y hacerles desertar del mundo, ese mundo de esclavitud y prostitución al que los poderosos querían condenarlos para siempre. Sí, pero ¿cómo reconocer a los escogidos? Matthys no se cansaba nunca de repetir que Cristo había elegido a unos pobres pescadores como seguidores y apóstoles, expulsando a los mercaderes del templo. Porque se trataba justamente de esto: del lucro, del maldito lucro de los comerciantes holandeses. Gente de aquel jaez elegiría qué fe profesar en función de sus propios intereses y esto la hacía un enemigo temible. Cuanto más ligada estaba la fe a ritos y dogmas indiscutibles, más apegados se sentían a ella: en el fondo el único motivo por el que no simpatizaban con la Iglesia de Roma era porque su mayor paladín, el emperador Carlos, los vejaba con impuestos y quería apoderarse de los Países Bajos como un tirano, impidiendo sus negocios. Poco importaba que muchos ricos mercaderes fueran personas de buena fe: la buena fe (decía a menudo el panadero de Haarlem) no basta, pues es necesaria la verdad. Pues si bastara la buena fe, de nada serviría la redención: «La buena fe no elimina los errores, muchos judíos de buena fe gritaron: “Crucifícalo”. La buena fe es una idea del Anticristo».

»Pero lo más sorprendente era el modo en que Matthys había desenmascarado la hipocresía de los curas y de los doctores que se habían servido de la Biblia desde los púlpitos y las cátedras: aquella miserable teología de la “rectitud moral” y de la consabida “honestidad”, que era con frecuencia y gustosamente conferida tan solo por una cuestión de grado, de autoridad. “En cambio, el Evangelio ensalza a los deshonestos, se dirige a las prostitutas, a los rufianes, no a las prostitutas arrepentidas, sino a las rameras tal como son, a la gente de mal vivir, a la hez de la sociedad”. También el elogio de la honestidad y de la moral eran para él la religión contada por el Anticristo.

»Y tal era la razón por la que él estaba con la gente común y corriente, los artesanos, los pobres miserables y la chusma callejera, entre quienes se encontrarían los elegidos, aquellos que sufrían más que todos los demás y que no tenían nada más que perder que su condición de desheredados de la fortuna. Allí podía sobrevivir la chispa de la fe en Cristo y en su inminente venida, porque las condiciones de aquella gente estaban más próximas a su opción de vida. ¿Acaso no había elegido Cristo a los desheredados de la fortuna, las prostitutas y los rufianes? Pues bien, entre ellos reclutaríamos nosotros a los capitanes para la batalla.

—¿Cómo era? Me refiero a qué tipo de individuo era ese Jan Matthys.

Eloi deja caer la pregunta tan lentamente como cae la tarde, al término de esta jornada dedicada al huerto y a la sonrisa de Kathleen.

—Era el loco más arriscado que haya conocido jamás. Pero esto antes de que nos fuéramos hacia Münster. Era lo bastante decidido y fuerte como para merendarse a Hofmann y su rechazo de la violencia. Si el viejo Melchior era Elias, entonces él sería Enoc, el segundo testigo de los pasajes del Apocalipsis. Tuve una demostración de aquella fuerza cuando un tal Poldermann, un zelandés de Middelburg, dijo que él era Enoc: Matthys se subió de pie sobre una mesa y fulminó a todos los hermanos allí reunidos con una sarta de maldiciones. Cualquiera que no lo reconociese como el verdadero Enoc ardería en las llamas del infierno para toda la eternidad. Tras lo cual permaneció callado durante dos días enteros. Sus palabras habían sido tan convincentes que algunos de nosotros se encerraron en una habitación sin agua ni comida, implorando la misericordia de Dios. Fue una prueba de fuerza, de oratoria y de determinación: la superó. Tal vez ni él mismo lo tuviera claro, pero yo sabía que Jan Matthys era ya el más serio competidor de Hofmann, y con una ventaja además: la facultad de hablar al furor de los humildes. Yo sentía que si aprendía a conducir aquel furor, se convertiría en el verdadero Caudillo de Dios, capaz de poner patas arriba el mundo y transformar a los últimos en los primeros, de producir una fuerte sacudida y acaso también definitiva en las pingües Provincias del Norte.

»Había llegado a Amsterdam con una mujer, llamada Divara, una criatura espléndida, que mantenía celosamente al amparo de las miradas de todos. Decían que en su país había contraído matrimonio con una mujer mayor que él y que la había abandonado para fugarse con esta jovencísima muchacha, hija de un cervecero de Haarlem. También Enoc tenía por tanto un punto flaco, igual que la mayor parte de los humanos, a medio camino entre el pájaro y el corazón. Aquella mujer siempre me produjo espanto, aun antes de ser reina, profetisa, gran ramera del rey de los anabaptistas. Tenía algo de aterrador en su mirada: la inocencia.

—¿La inocencia?

—Sí. La que te puede llevar a ser y hacer cualquier cosa, a cometer el crimen más inhumano y gratuito como si fuera la acción más insulsa del mundo. Era una hembra que no debía de haber llorado jamás en la vida, a la que nada habría podido trastornar, una muchacha ignorante e incluso inconsciente de su carne blanca, y más temible aún por eso mismo en el momento en que tomara conciencia de ello.

»Pero solo más tarde aprendería a temer de verdad a aquella mujer. En aquellos primeros meses del treinta y dos teníamos otras muchas cosas en las que pensar. Ante todo el hecho de que la predicación clandestina de Matthys, ese extraño reclutamiento nuestro, había entrado en colisión con el Stillstand proclamado por Hofmann. En aquellos días había llegado hasta nosotros el rumor de que el Elias germano pronto vendría a Holanda a visitar nuestra comunidad y Matthys sabía que debía imponerse al maestro, si lo que queríamos era que los hermanos despertaran y se unieran a nosotros. Fue un enfrentamiento a vida o muerte: Hofmann poseía la autoridad del pasado como predicador. Pero Jan de Haarlem poseía el fuego.

Ir a la siguiente página

Report Page