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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » Eloi (1538) » Capítulo 21

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Capítulo 21 Leiden, 20 de septiembre de 1533

—Sí, la calle que andan buscando es la primera a la derecha. No tiene pérdida.

El chiquillo que nos ha acompañado se detiene en espera de alguna moneda y señala una callejuela al fondo de la manzana. Parece casi paralizado. Un susurro con la vista gacha:

—Mi madre trabaja aquí y no quiere verme por estos lugares.

Abre la mano para recibir las monedas. Jan Matthys ni se inmuta:

—Tu recompensa será grande en el cielo —sentencia con solemnidad.

—Pero mientras tanto —añado yo sacando un florín de mi bolsa—, un mísero anticipo terrenal no te vendrá nada mal.

El rubiales se larga obsequiándonos con el relampagueo de una sonrisa desdentada, mientras Jan Matthys trata de mirarme con contrariedad, sin conseguir contener una carcajada:

—¿No crees que conviene acostumbrarlos desde niños a la inminencia del Reino?

Probablemente es la madre de nuestro pequeño guía la que nos da la bienvenida en el callejón. Rubia como él, los ojos claros perfilados de negro, apoya los pechos en el alféizar medio roto de una ventana del segundo piso. No les da tiempo a las cabezas de volverse para observarla, cuando oímos detrás de nosotros el chasquido agudo de una docena de besos al aire. Igual que en la galería de retratos de una noble familia, los bustos generosos de las prostitutas de Leiden nos flanquean a derecha e izquierda, asomados a distinta altura en las paredes de enrejado de las casas.

Aunque distraídos por semejante acogida, no tardamos mucho en identificar el portón verde que andamos buscando. Es el último edificio del callejón, que hace esquina con un puentecillo sin balaustrada que se arquea salvando uno de los muchos canales sobre el Rin.

Matthys, alto y chupado, está radiante. En las escaleras que nos conducen al primer piso, me da una palmada en la espalda y asiente con la cabeza:

—¡Entre putas y alcahuetes, Gert!

—Y entre los borrachos de una taberna —añado yo con una sonrisa en alusión al reclutamiento de Gert del Pozo.

Quien hace los honores de la casa esta vez es una muchacha completamente vestida, pero no precisamente como una dama que se dirige al mercado.

—Buscáis a Jan Beuckelssen, Jan de Leiden, ¿no es cierto? En este momento no puede…

—¡Hazlos entrar! —la interrumpe un grito desde el fondo del pasillo—. ¿No ves que son profetas? ¡Venid, adelante, adelante!

La voz es baja y rotunda, de esas que parten del abdomen y retumban en la garganta. Decididamente no está lo que se dice muy a tono con la escena con que nos encontramos delante una vez abierta de par en par la puerta de la que la hemos oído salir.

Nuestro hombre está tendido sobre un pequeño sofá, con una mano asida a una manta y la otra en los testículos. Está desnudo de cintura para arriba, ungido todo el pecho de aceite. Una mujer, medio desnuda también, sostiene en la mano una navaja de afeitar y lo está depilando.

—Os ruego que me disculpéis, queridos amigos —dice con esa voz que parece casi una tomadura de pelo—. No quería haceros esperar demasiado. Nuestra antesala siempre se ve frecuentada por gente poco recomendable.

Nos presentamos. Matthys lo mira unos instantes, luego vuelve los ojos alrededor:

—¿Es este tu trabajo?

—Todo es trabajo mío, pero no me hace sudar mucho la frente, la verdad —es la respuesta inmediata, casi la salida de un actor al escenario—. Niego con la más absoluta firmeza el pecado de Adán y en consecuencia no acepto ninguna de las maldiciones que de él puedan derivarse. Trabajaba de sastre, pero lo dejé bien pronto. Ahora encarno en las plazas a los grandes protagonistas de la Biblia.

—¡Ah, claro, eres actor!

—Actor no es el término exacto, amigo mío: yo no represento, yo personifico.

Coge una esponja de un barreño y se limpia con jabón. Se pone en pie de un salto, frotándose sin el menor recato la entrepierna. El rostro es una máscara de dolorosa resignación, los ojos clavados en los míos:

—«Soy peregrino en la tierra. Sé fuerte, y muéstrate hombre. Observa la ley del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y cumpliendo sus estatutos, mandamientos y preceptos».

La muchacha se pone a aplaudir con entusiasmo, con el pecho apretado entre sus brazos.

—¡Bravo, Jan! —Mirándome—: ¿No es estupendo?

El rey David hace una profunda inclinación. Del pasillo llegan ruidos: caídas, alaridos, gritos ahogados. Nuestro Jan parece en un principio no hacer caso, ocupado como está en su aseo personal. Luego algo le hace salir disparado, quizá una petición de ayuda más aguda que las demás o únicamente más convincente. Coge una navaja barbera y sale.

El trueno de su voz llena la casa. Matthys y yo nos miramos, inseguros de si intervenir o no. Pasan unos instantes y Jan de Leiden vuelve a aparecer por la puerta. Respira hondo, se arregla los fondillos de las mangas y hunde la navaja barbera en un barreño esmaltado. El agua se tiñe de rojo.

—¿Qué decís de esto? —pregunta dándose la vuelta—. ¿Habéis oído hablar alguna vez de un alcahuete amable, que respete al prójimo y tenga buenos modales? Los rufianes son gente cruel, brutal. En cambio a mí me gustaría convertirme en el primer rufián santo de la historia. Sí, amigos, soy un rufián que sueña con sentarse a la diestra de Dios. Y sin embargo de vez en cuando el sueño se interrumpe y el rufián se despierta…

—No se trata ni de sueño ni de vigilia. —La voz del otro Jan no es la de un actor, es la de Enoc—. Rufianes, meretrices, ladrones y asesinos: ¡estos son los santos de los últimos días!

Jan de Leiden se lleva una mano a los labios y luego a las pelotas:

—¡Uh! No me hables del fin del mundo, amigo. He conocido a un montón de profetas aquí dentro y todos son unos malasombras.

—Bien que te creo —respondo yo acto seguido—, esperar de brazos cruzados el Apocalipsis no es sino una pesadilla. La Revelación solo llega de abajo. De nosotros.

Se vuelve con una sonrisa sarcástica. Es difícil saber si es irónica o de iluminado.

—Comprendo. —Las comisuras de la boca siguen alzándose e hinchando los duros pómulos—. ¡Se trata ni más ni menos que de hacer el Apocalipsis!

El énfasis con que consigue pronunciar la palabra hacer me deja verdaderamente impresionado. Con la vieja pasión por el griego y por la etimología me esfuerzo por encontrarle un nuevo nombre a la empresa final. Apocalipsis, como apoteosis, incluye el prefijo de lo que está en las alturas. Ipocalipsis sería un nombre mucho más adecuado: solo hay que cambiar una vocal.

Observo a Jan Beuckelssen que está con la mano apoyada entre los muslos, una mujer semidesnuda tumbada en el sofá, una navaja de afeitar ensangrentada en remojo: mis razonamientos no pasarán del umbral del cerebro. Las palabras del panadero de Haarlem serán mucho más convincentes.

Jan Matthys se atusa su negra barba en punta. El santo rufián parece gustarle, aunque no tiene las ideas lo bastante claras. Por lo demás, los baptistas de Amsterdam que nos sugirieron ir a verlo no nos dijeron nada de su lucidez o de su fe, sino más bien de su odio visceral por papistas y luteranos, de su encanto de actor y de sus modales un tantos toscos.

Matthys se aprieta los labios con los dedos y decide ir al grano:

—Te ruego que nos escuches, hermano Jan, la idea es la siguiente: doce apóstoles recorrerán estas tierras a lo largo y a lo ancho. Bautizarán a las personas adultas, invitarán a allanar el camino del Señor, predicarán en su nombre. Y sobre todo husmearán el ambiente de cada ciudad para valorar en cuál de ellas será posible reunir al pueblo elegido. —Se vuelve hacia mí con un gesto de la cabeza—. Estamos buscando hombres capaces de hacer todo esto.

El otro Jan hace una indicación a su atractiva compañera para que abandone la habitación. Las miradas están todas pendientes de él mientras se deja caer sobre las posaderas en el sofá al tiempo que se pone los calzones.

—¿Y por qué todos en una misma ciudad, amigo Jan? ¿No sería más conveniente abarcar un territorio lo mayor posible? La fuerza de una idea se mide también por su capacidad de implicar en ella a las gentes que están lejos.

Matthys ha respondido ya muchas veces a esta objeción. Entorna los ojos y habla lentamente:

—Escucha, solo cuando gobernemos una ciudad y hayamos abolido el uso del dinero, la propiedad privada de los bienes y las diferencias de riqueza, solo entonces la luz de nuestra fe será tan potente como para iluminar a todas las gentes. ¡Será el ejemplo! En cambio, si desde el comienzo nos preocupamos únicamente de difundir lo más posible nuestras ideas, acabaremos por atenuar el efecto impactante que de ellas esperamos y se nos morirán entre los dedos como flores sin raíces.

Jan de Leiden se pone a aplaudir al tiempo que sacude la cabeza:

—¡Que Dios os bendiga, amigos míos! Hacía tiempo que este actor callejero esperaba una locura semejante para poder dar por fin vida a sus personajes favoritos: David, Salomón y Sansón. Dios mío, vuestro Apocalipsis es el espectáculo con el que siempre he soñado. Acepto el papel, si es esto lo que buscáis: ¡a partir de hoy contáis con un apóstol más!

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