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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 25

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Capítulo 25 Münster, 13 de enero de 1534, noche

—¡Santo Dios, amigos, si la fe de los habitantes de Münster prospera tanto como las tetas de sus mujeres, entonces nunca he estado en ningún lugar tan próximo al paraíso!

Jan de Leiden hunde su excitado rostro en el grandioso pecho de su primera admiradora münsterita. Sus palabras son la mecha para la carcajada de Knipperdolling.

—Y eso que todavía no has visto el cacho pito del jefe de las guildas de la ciudad —le replica aquel con escasa modestia tras algunos intentos de articular una frase inteligible.

—¿Pito, amigo Berndt? —pregunta Jan con una punta de sarcasmo—. ¡Entonces es que los indígenas de las Américas se nos han adelantado en el Reino de los Cielos!

—¿Qué quieres decir? —pregunta Knipperdolling lleno de curiosidad mientras desata el corsé de su dama.

—Ah, déjalo estar, amigo. No quisiera herir tu orgullo.

Un almohadón le da a Jan en plena cara. Las dos mujeres ríen a carcajadas, divertidas, y recompensan a sus caballeros con un crescendo de atenciones.

La muchacha que se encarga de mí se despreocupa de la cháchara, no pierde el tiempo. Dos o tres besos en los labios, luego desciende con la cabeza para ocuparse de todo lo demás. Apenas oído su nombre, lo he olvidado.

Entretanto, Knipperdolling se revuelca entre las mantas. Trata de darse la vuelta para sentarse sin separarse de su amiga, pero la barriga le crea algún que otro problema.

—Eh, Jan, tú que eres del oficio, ¿conoces alguna posición cómoda para los que como nosotros somos algo bajos de tórax?

—Pues no sabría decirte, amigo Berndt. Pero si quieres puedo hablarte de cuando trabajaba con la puta más gorda de Europa. ¡No puedes imaginarte la de clientes que tenía la muy cerda!

—¡Vamos! Pero ¿cómo era de gorda?

—Mira, una gordinflona asquerosa. Pero a los que son como tú les gustaba una barbaridad.

—¿En qué sentido?

Jan frunce los labios y aprieta entre las manos las tetas de la rubia. La voz sale más aguda de lo habitual:

—Sí, Matilda, tu chicha me hace gozar. Las delgadas no, porque yo soy un tripero.

—¡Vete a tomar por culo!

—¡Te lo juro! Todos picaban, aunque solo fuera para poder decir que se habían acostado con una a la que hacían falta cinco para levantar.

Un beso agresivo hace callar a Knipperdolling. Por mi parte, no tengo necesidad de un tapabocas semejante. Medio tumbado por el suelo, con la nuca apoyada en la pared y una muchacha que me la chupa lentamente, he perdido hace rato el don de la palabra.

Jan está ahora medio sofocado por su procaz compañera. Diríase que ha tenido éxito en su tarea de hacerlo callar.

Así, en medio del silencio general, Knipperdolling comienza a emitir un sordo, jadeante, definitivo mugido.

—¿Siempre llegas a la meta tan deprisa, amigo Berndt? —lo interroga Jan con su acostumbrada risa sarcástica—. Tengo el remedio apropiado para tu caso. Pon a hervir dos cebollas en agua y cuando esté fría te la enjuagas dentro. —Agita las manos en el aire—. Es infalible, te lo garantizo. Por otra parte, si pasas por Leiden, no olvides preguntar por Hélène. Trabajaba para mí: es la única ramera que conozco que consigue hacerte gozar sin que te corras nunca.

—¿Y cómo lo hace?

—No tengo la menor idea, pero de veras que lo consigue. Piensa que hacía que me la pagaran por horas y tenía que hacer incluso reservas. Y quiero contarte una cosa: en cierta ocasión vino uno que quería echar un polvete rápido, ¿me explico? Y en cambio ella creía que debía tenerlo allí por lo menos una horita. El tipo parece que arremetía como un condenado, pero como si nada. Al cabo de un rato va y se pone nervioso de golpe. Saca el cuchillo y le hace un chirlo en la cara, ¿me explico? Naturalmente que fue lo último que hizo en su vida. ¡Joder, mira que arruinarme un capital como ese!

Knipperdolling aparta el pelo de ella de su caraza sudada y mira en dirección a Jan:

—¡Mierda! —Es su único comentario.

Se me escapa una risita, pero no tengo fuerzas para exponerle la extraña costumbre de nuestro actor: cuando cuenta alguna patraña nunca consigue reprimirse ese «¿me explico?». Es un método infalible para restarle exageración a sus anécdotas.

Knipperdolling no quiere ahora perderse ninguna de las historias de su amigo rufián:

—¿Qué decías antes de los indígenas de las Indias?

—¿Cuándo?

—Hace un momento, ¿no? ¡No sé qué historia de que se nos han adelantado en el Reino de los Cielos!

—Ah, nada. Me lo contó un marinero cliente mío que estuvo por aquellos mundos. Allí son mucho más bajos que nosotros, pero tienen un pistolón así de grande. Y por si puede ser de tu interés, otro cliente, que estuvo en África, me dijo que allí se circuncidan porque a las mujeres les gusta mucho más.

—¡Esos apestosos de los judíos! Entonces, seguro que también ellos lo hacen por ese motivo, claro que pueblo elegido…

Ahora también Jan ha llegado al final. La alusión a Israel lo excita más aún. Levanta los brazos al cielo y no se contiene:

—¡Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa!

Pronuncia la última vocal como un largo lamento, mientras que lentamente se deja caer sobre la cama.

Si puedo preciarme de conocerlo, no volverá a abrir el pico.

Pasan unos pocos minutos y está de nuevo cabalgando. No lo conozco, después de todo, tan bien.

—Señores, señor, amigos todos, por favor. —Desnudo, los brazos abiertos, de rodillas sobre la cama—. En primer lugar algunas instrucciones, o preguntas, si os parece: tú, amigo Berndt, quizá tienes intención de matarme de sed, tacaño tendero de mierda, ¿es así acaso? Porque entonces recaerán sobre ti…

—Ah, sí, sí, coño, ya voy, voy enseguida, pero, pero es que me das miedo, pues chupas más que una esponja, como si no lo supiera yo…

La barriga de Knipperdolling se bambolea hacia el cuarto de al lado.

—¡Bravo, bravo! —aplaude ruidosamente—. Y tú, amiga, fiel y santa putita mía, tú sigue, sigue jugueteando con el divino hisopo que tengo entre las piernas, mientras el Santo Rufián os cuenta la historia de sus nobles orígenes. Así, estupendo, así.

Knipperdolling vuelve con tres botellas de aguardiente y una sonrisa bobalicona impresa en la cara que se apaga cuando cae en la cuenta de que su dama hunde ahora la cara completamente en el culo de Jan.

—¡Bien, estoy listo, mejor dicho, no, Gert! Gert, ¿hay alguien ahí? ¿Estás seguro de que tu querida damisela no te la ha disuelto del todo? ¡Hace una hora que la tiene en la boca, corre el riesgo de ahogarse!

—¡Vete a la mierda! —es mi respuesta.

—No, amigo, no, no es eso, por el propio bien incluso de la señora Besamelculo que tengo aquí debajo. Pero ahora basta, ¡un poco de atención, por favor!

Knipperdolling no está muy convencido, hace ademán de arrojarse torpemente en medio de aquella confusión de carne y ocupar posiciones.

—Mi madre era una inmigrante alemana, soltera. Se dejó poseer en una zanja por el viejo Schulze Bockel, gran faldero de El Haya, y me trajo al mundo con el nombre de Johann, en holandés Jan. A los dieciséis años me embarqué en un navío mercante: Inglaterra… Flandes, Portugal… Lubeck… Luego el contramaestre comenzó a demostrar una atención especial por mí. Una noche, durante una borrasca, le rompí la crisma con un remo y lo arrojé por la borda. Dos días después desembarqué en Leiden y me metí en la cama de su mujer. Consolé a la pobre viuda durante un par de años, viví en su casa y retiré una pequeña suma de sus ahorros. La señora me encontró trabajo de sastre: decía que yo estaba hecho para aquel oficio, pero no sé qué se lo hacía pensar, pues yo nunca he tenido las menores ganas de dar golpe. Menudo putón que estaba hecha: había perdido a un marido grueso y beodo a cambio de un maravilloso veinteañero… Pero mi verdadera vocación era otra muy distinta, yo no quería pasarme la vida agachando el lomo, estaba llamado a algo mejor, más elevado y espiritual, hacer de actor, escribir versos, tenía que dejar a aquella pelleja… vivir mi vida… sí. ¿Por dónde iba? Ah, sí, cuando dejé plantada a la viuda y abrí mi taberna… una mancebía de gran lujo, buenas ganancias y pocos fastidios. Alegraba la vida de los clientes declamando mis estrofas, antes de que las muchachas se ocupasen de ellos. En cierta ocasión representé también, en una iglesia, pasajes del Antiguo Testamento de memoria, hacían falta cojones. La Cámara de los Rectores me hizo miembro honorario. Habéis de saber que estos eran asiduos frecuentadores de mi burdel y se les hacía descuentos especiales, precios de favor. ¡Estaba más cerca yo de Dios en medio de mis rameras que todos esos letrados que tenían la podredumbre delante de sus narices y que venían luego a dejarse mimar la picha por ellas!

»Un día llegaron a mi burdel dos caminantes que me enviaba Dios. Uno era Jan Matthys y el otro ese con el que Inge se está refocilando sobre la alfombra. Gert, ¿sigues vivo? Y van y me dicen: “Jan de Leiden, el Señor tiene necesidad de ti, abandónalo todo y síguenos”.

—Y tú lo hiciste…

—Por supuesto, porque sentía que era lo más acertado que se podía hacer, que era mi destino, coño. Dios me habló y me dijo: «¡Jan, bastardo chuloputas, te puse sobre la tierra por una razón, no para que te revuelques en el fango y el vicio durante toda tu vida! Levántate y sigue a estos hombres, pues hay un trabajo que cumplir». Y aquí nos tienes recibiendo a tu comité de bienvenida. ¡Y nuestra gratitud, amigo Berndt, te seguirá hasta el cielo, donde recibirás lo que mereces!

Knipperdolling ríe a carcajada limpia con las manos en los cojones:

—Y una porra, malasombra, y una porra, pero escucha una cosa, al comienzo decías no sé qué de los indígenas, supongo que se trata de una tontería.

—Como un brazo de larga, Berndt, como un brazo.

Knipperdolling se pone sombrío. Jan le da un tiento a la botella y se deja caer cuan largo es sobre la cama. Comienza a parlotear:

—¿Quién soy? A ver si lo adivináis, ¿quién soy?

Silencio.

—Vamos, vamos, que es fácil.

Coge el borde de la sábana con dos dedos y comienza lentamente a taparse:

—¿Quién soy?

—Un borracho perdido.

Se pone en pie, muy serio, envuelto en la sábana:

—¡Maldito seas, Canán! ¡Esclavo de los esclavos será para sus hermanos! —Un grito a Knipperdolling—: ¿Quién soy?

El jefe de las guildas me mira espantado, visiblemente atemorizado.

Me dispongo a tranquilizarlo cuando Inge levanta la cabeza, se vuelve hacia Jan y dice:

—Noé.

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