Q

Q


Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 26

Página 70 de 173

Capítulo 26 Münster, 28 de enero de 1534

Münster posee una fascinación especial, estrechos callejones, casas oscuras, la plaza del Mercado en cuyos aledaños se alza San Lamberto, la arquitectura y la disposición de los edificios, todo parece casual, caótico, cuando en cambio te das cuenta con el paso de los días de que existe un orden, oculto en ese dédalo de calles. He pasado el tiempo libre conociendo la ciudad con paseos sin objeto durante horas, perdiéndome en el laberinto, y volviendo a encontrar la orientación, cada vez en puntos distintos de la ciudad. Descubro pasajes semisecretos, charlo con los comerciantes, la gente es abierta con los extranjeros, acaso porque el anabaptismo ha llegado aquí traído por los profetas errantes holandeses. He conocido a uno de ellos, Heinrich Rol, que tiene asignada una parroquia dentro de la ciudad. Hemos hablado largo y tendido de Holanda, y me ha mencionado algunos nombres de hermanos de allí, pero yo no los he reconocido. Dicen que Münster tiene quince mil habitantes, pero en los días de mercado deben de ser sin duda más. Los burgueses de este lugar son tipos que viajan, manufacturas textiles, muchísimos obreros. El haber echado al obispo ha permitido abolir las tasas sobre los tejidos y entrar a competir con los productos de los conventos: los frailuchos se las ven negras, los comerciantes engordan. He aprendido a captar la fuerza que emana de los lugares, estas paredes trasudan excitación, descontento, vida: es una encrucijada importante, entre el norte de Alemania y el bajo Rin, pero hay una energía vital que proviene de aquí, de su interior, del conflicto que nace entre la suciedad y las ruedas de los carros.

Münster es uno de esos lugares en los que te da la sensación de que más pronto o más tarde algo inevitable va a suceder.

Voy volando por el barro de la calle, sumida ya en la oscuridad, sin preocuparme de las salpicaduras que ensucian mis calzas, voy volando rápido, de puntillas, hasta casa. Ha sido Knipperdolling quien nos ha mandado llamar a todos, a mí me han encontrado en la taberna, donde estaba entretenido con una disputa teológica entre dos herradores. Rápido, rápido, un gran problema. El muchacho que ha dado conmigo me ha dicho que fuera para casa del jefe de las guildas, y que prendiera en mi capa el imperdible, un trozo de cobre que representa el acróstico de nuestra divisa: DWWF, «El Verbo se hizo carne», ya que sin él no me dejarían entrar.

Tres golpes de aldaba y al cabo de un instante una voz conocida:

—¿Quién sois?

—Gert del Pozo.

—¿Cuál es la contraseña?

Aprieto el imperdible:

—El Verbo se hizo carne.

Cerrojos que se descorren: Rothmann me hace señas de que entre, una rápida ojeada a mis espaldas, antes de volver a cerrar la puerta.

—Por suerte te hemos encontrado: soplan muy malos vientos.

—¿Qué sucede?

—¿No te has enterado de nada?

Me encojo de hombros como para disculparme.

La preocupación se lee claramente en su semblante:

—El obispo, ese hijo de puta, ha hecho fijar un edicto: nos ha privado de todos los derechos civiles, a nosotros y a todo aquel que nos brinde su apoyo. Amenaza con represalias sobre la ciudadanía si esta sigue respaldándonos.

—Mierda.

—Von Waldeck está preparando algo, lo conozco, quiere dividirnos, espera poner a los luteranos de su parte para aislarnos. Ven, hemos convocado esta reunión para decidir cómo reaccionar. Necesitamos conocer el parecer de todos.

El comedor está ya abarrotado, una veintena de personas se apiña en torno a la mesa redonda, la algarabía recuerda el ruido del mercado percibido de lejos. Knipperdolling y Kibbenbrock están discutiendo en voz baja entre sí, la caras amoratadas de los dos representantes de los gremios del textil hablan por sí solas.

Al verme me hacen una señal de que tome asiento a su lado. Me reúno con ellos abriéndome paso con los codos, Beuckelssen está ya allí, un gesto serio de saludo:

—¿Te has enterado del edicto?

—Acaba de contármelo Rothmann, no sabía nada, he estado de charla todo el día.

Rothmann hace cesar el alboroto con grandes aspavientos, los hermanos se hacen callar unos a otros.

—Hermanos, este es un momento serio, inútil es ocultarlo, la ofensiva de Von Waldeck no persigue otra cosa que aislarnos en la ciudad, ponernos fuera de la ley para poder así perseguirnos, posiblemente con la connivencia de los luteranos. Esta noche vamos a tener que decidir cómo defendernos, ahora que el obispo ha descubierto sus cartas y presenta batalla, y el peligro se cierne sobre nosotros.

Llaman a la puerta, caras atónitas, alguien corre a ver quién es, la contraseña resuena hasta aquí, más de una, son varios.

Una docena de obreros, martillos y hachas en mano, encabezada por un pequeñajo flaco y cetrino, con un pistolón al cinto, mirada de hijo de puta y ademanes rápidos. Es Redeker, bandido de oficio, que se unió a los baptistas para aligerar las bolsas de los ricos y luego fue convertido a la causa común. El propio Rothmann lo bautizó hace unos pocos días, después de que tuviera la cortesía de aportar a los fondos baptistas el fruto de una rapiña de lo más lucrativa: quinientos florines de oro arrebatados al caballero episcopal Von Büren, una proeza memorable.

Rothmann les dirige a todos ellos una mirada fulminante:

—¿Qué significa esto?

—Que la gente no quiere quedarse cruzada de brazos mientras les estrechan la cuerda en el cuello.

—No es motivo suficiente para venir armados a casa de Knipperdolling, hermano Redeker. No debemos dar a nuestros adversarios el menor pretexto para atacarnos.

—Sucederá, en cualquier caso, ¿o qué te crees? —El pequeñajo está negro de la rabia—. Derrotarles a tiempo, esto es lo que hay que hacer, y rápido. ¡Los luteranos están dispuestos a lamerle el culo a Von Waldeck y a vendernos a todos nosotros! Los han visto transportar armas a la otra orilla del canal, al monasterio de Überwasser: están preparándose para atacarnos.

—¡Redeker tiene razón, coño! ¡No podemos esperar a que entren por esa puerta para cortarnos el cuello! —Llega el eco de quienes lo han seguido, un coro de incitaciones—: ¡Sí! ¡Caigamos sobre ellos, y acabemos con esa gentuza de una vez por todas!

Rothmann frunce la mirada, como un lobo:

—¿Qué es lo que queréis hacer?

Redeker lo mira de arriba abajo, plantado allí en medio de la estancia:

—Lo que yo digo es que los echemos fuera. Cortémosles el cuello a los papistas y también a los luteranos. Antes me fiaría de una serpiente que de ese Judefeldt y de sus compadres del Consejo.

—¿Y Tilbeck? El otro burgomaestre no se muestra hostil a nosotros, ¿quieres cortarle el cuello también a él?

—Están todos de acuerdo, Rothmann, ¿o es que no lo ves? Uno se hace el bueno y el otro el duro, son unos vendidos, prefieren mil veces a Von Waldeck que a nosotros, solo esperan la oportunidad más propicia para apuñalarnos mientras dormimos, y el obispo se la está ofreciendo en bandeja de plata. Acabemos con este asunto y quien tenga que irse al infierno que se vaya enseguida.

Rothmann se cruza de brazos, da unos pasos meditabundo como un histrión:

—No, hermanos, no. Ese no puede ser el camino. —Deja que sus palabras concentren la atención de los bandos en disputa—. A lo largo de dos años hemos luchado, unidos, a veces solos, ganándonos el apoyo de la población de Münster, de los obreros, paso a paso, sembrando la semilla de nuestro mensaje, recogiendo adhesiones en la ciudad y ahora también de fuera de ella. —La mirada cae sobre mí, sobre Beuckelssen—. Los apóstoles de Matthys están aquí. Y junto con ellos está afluyendo más gente, guiada por la esperanza, hasta nuestra ciudad. Y ellos, estos hombres y estas mujeres llenos de fe en Dios y en nosotros, sí, hermanos, en nosotros, en nuestra capacidad de ganar esta batalla, no pueden ver puesto en peligro todo en una sola noche, por una simple oleada de pánico. No solo su fe nos da fuerza, sino también su contribución material, hasta patrimonial, hermanos, las donaciones que nos hacen.

Un murmullo recorre la sala, miradas interrogativas que buscan a los donantes.

La rabia contenida de Redeker lo interrumpe:

—También yo he aportado a la causa un montón de dinero. ¡Y digo ahora que con ese dinero compremos cañones!

—¡Sí, una espingarda y espadas!

—¡Y pistolas!

—No, no puede resolverse todo así, sin tener en cuenta ni nuestros esfuerzos, Redeker, ni nuestro trabajo. Si ahora iniciamos una matanza, ¿qué dirán en las ciudades vecinas?, ¿qué los hermanos que miran a Münster como a un faro de la cristiandad renovada? Pensarán que somos unos locos sanguinarios y se echarán atrás. Lo que tú has aportado a la causa, lo que otros aportan hoy, no es un botín de guerra. Y yo digo que puede ser utilizado de forma muy distinta y provechosa.

—¿Qué coño significa eso?

—Pues significa que hoy el obispo trata de poner a la población contra nosotros, amenazándola si nos brinda su apoyo. Pues bien, nosotros hemos de actuar de manera que permanezcan de nuestro lado. Hay que ser los capitanes de los humildes, no solo de nosotros mismos. ¿No comprendes que eso es lo que quiere Von Waldeck? Yo no le haré el juego; reaccionaremos, Redeker, pero más eficazmente. —Una pausa para crear expectación—. Propongo que la asamblea delibere sobre la utilización de los dineros recogidos en favor de un fondo para los pobres. Que todos los menesterosos puedan tener acceso, de acuerdo con las modalidades que decidamos, a una caja de mutuo socorro, y que quien más tenga contribuya como pueda.

Sentados, Knipperdolling y Kibbenbrock asienten convencidos.

Redeker menea sus piernas, indeciso: eso no basta.

Rothmann insiste:

—Así los pobres comprenderán que su causa es nuestra causa. El fondo de asistencia mutua será más útil que ningún sermón, algo tangible en sus vidas. ¡Ya pueden los luteranos tramar cuanto quieran, pues nosotros seremos más fuertes, el obispo ya puede publicar mil edictos, pues tendremos al pueblo de nuestra parte!

Ha terminado, los dos se quedan mirándose durante un largo rato. De espaldas a Rothmann, un asentimiento de cabezas; detrás de Redeker, un rumor de incertidumbre.

El bandido tuerce el gesto:

—¿Y si deciden darnos por saco?

Me levanto volcando la silla, debajo de la capa desenvaino la daga y la pongo sobre la mesa, Rothmann y Knipperdolling se sobresaltan.

—Si es el acero lo que quieren probar, pues serán bien servidos, hermano, palabra de Gert del Pozo. Pero si el pueblo está con nosotros, las espadas se alzarán a millares. —Un silencio sepulcral en toda la sala—. Ahora saldremos para arrancar el edicto del obispo y los luteranos verán que no le tenemos miedo a Von Waldeck y mucho menos a ellos. Que se lo piensen dos veces antes de atacarnos.

El asombro de todos se desvanece rápidamente, así como también la tensión de Rothmann. Redeker me mira fijamente con descaro, al otro lado de la espada, y apenas si asiente.

—De acuerdo. Haremos como dices. Pero ninguno de nosotros tiene la menor intención de ser un mártir. Si tienen que joderme, quiero que sea teniendo yo la espada en la mano, llevándome por delante a un buen puñado de esos bastardos.

Entendimiento alcanzado, mérito de las palabras de Rothmann y de la acción eficaz del apóstol de Matthys. Se somete a votación la creación de una caja para los pobres: unanimidad. Kibbenbrock, papel y pluma, apunta todo en los libros de contabilidad, mientras Redeker organiza pelotones de cinco hombres para que arranquen el edicto de las paredes de la ciudad.

Rothmann y Knipperdolling me cogen en un aparte, mientras los hermanos salen en grupitos de tres o cuatro para no llamar la atención. La noche se traga las formas una tras otra.

Palmada en la espalda y un cumplido:

—Las palabras adecuadas. Era lo que querían oír.

—Y es lo que yo pienso. Redeker es arrojado, pero sabe lo que se hace. Hemos conseguido hacerle entrar en razón y ha comprendido.

Knipperdolling se encoge de hombros:

—Es un salteador de caminos, de trato difícil…

—Un bandido que roba a los ricos caballeros para dárselo a los más pobres. Buena falta nos harían tipos así. Matthys dice que es entre la escoria de la sociedad donde encontraremos soldados de Dios, entre los últimos, los fugitivos de la justicia, los saltimbanquis, la rufianería…

Hago un gesto en dirección a Beuckelssen, arrellanado en un asiento cerca de la chimenea, medio adormilado con las manos en los testículos.

El grueso tejedor se rasca la barba:

—Según tú, ¿se llegará a las armas?

—No lo sé; Von Waldeck no me parece el tipo de persona que ceda fácilmente.

—¿Y los luteranos?

—De ellos dependerá, creo.

Knipperdolling continúa rascándose la barbilla:

—Hum. Oye, falta menos de un mes para las elecciones que deberán renovar el Consejo y los burgomaestres. Kibbenbrock y yo podremos presentarnos como candidatos.

Rothmann sacude la cabeza:

—Nuestros defensores son demasiado pobres para poder votar: o cambias el ordenamiento o has perdido antes de empezar.

El parecer de los apóstoles de Matthys parece ser esencial, insisto:

—Os deseo de todo corazón que consigáis tomar la ciudad pacíficamente, pero por los vientos que soplan las cosas podrían ir de modo muy distinto.

Rothmann asiente serio:

—Por supuesto. Ya se verá. Mientras tanto, que el fondo para los pobres empiece a funcionar de forma inmediata. Elecciones o no, conseguiremos dejar en minoría a los luteranos y católicos. Por precaución trasladaremos el culto de las parroquias a las casas particulares para protegernos de los espías.

—Que el Señor nos asista.

—No tengo la menor duda de que así será, amigos míos, y ahora si me lo permitís me voy con los hermanos a hacer pedazos el edicto del obispo.

—Y a Jan, ¿lo dejas aquí?

Knipperdolling me recuerda a nuestro amigo, acurrucado al amor de la lumbre.

—Déjalo que duerma, no nos sería de gran ayuda…

Fuera, la noche es glacial, ninguna luz, unos escalofríos me recorren por debajo de la capa, mientras busco la calle por la plaza del Mercado. Me es de ayuda el recuerdo de los largos deambulares por estas calles. Apenas una sombra, la sensación de una presencia y tengo ya la daga desenvainada, esgrimida en la oscuridad delante de mí.

—Detén esa mano, hermano.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque el Verbo se hizo carne.

De la oscuridad surge un rostro, estaba en la reunión.

—Si te hubieras acercado un poco más, te la habría clavado sin pensármelo dos veces… ¿Quién eres?

—Uno que ha admirado tu modo de actuar. Me llamo Heinrich Gresbeck.

Una cicatriz oblicua quiebra su entrecejo, ojos azules, bien plantado, más o menos de mi edad.

—¿Eres de aquí?

—No, de un pueblo de aquí cerca, aunque la última vez que estuve por aquellos pagos fue hace diez años.

—¿Predicador?

—Mercenario.

—No creía que hubiera baptistas adiestrados para combatir.

—Solo tú y yo.

—¿Qué te hace suponerlo?

—Reconozco una buena espada. Matthys sabe elegir a sus hombres.

—¿Es lo único que querías decirme?

El rostro es macilento, la cicatriz hace que los rasgos parezcan mucho más sombríos y amenazantes de lo que en realidad son:

—Admiro a Rothmann, fue él quien me bautizó. Tenemos un gran predicador, tarde o temprano necesitará también un capitán.

—Te refieres a mí. ¿Y por qué no tú?

Sonríe burlonamente, dientes blancos:

—No bromees: yo soy el pequeño Gresbeck, tú el gran Gert del Pozo, el apóstol. Te seguirán, igual que te han escuchado esta noche.

—Estos no son mercenarios, hermano.

—Lo sé. No combatirán por el botín, combatirán por el Reino, y por eso son muy capaces de darles por culo a todos. Pero alguien tendrá que mandarlos.

—Yo ocupo el puesto de Matthys hasta que él…

—Matthys trabajaba de panadero, no bromeemos, el de Leiden era un rufián, Knipperdolling y Kibbenbrock son tejedores. Rothmann, hombre de Biblia.

Asiento, sin añadir nada. Una tranquilidad:

—Cuando llegue el momento, ya sabes dónde encontrarme.

—Estaremos todos. Y ahora vamos a limpiarnos el culo con ese edicto.

Se adentra ya en la noche de la calle, a la caza del fantasma de Von Waldeck.

Ir a la siguiente página

Report Page