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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 27

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Capítulo 27 Wolbeck, en las cercanías de Münster, 2 de febrero de 1534

Tile Bussenschute, llamado el Cíclope, fabricante de cajas de oficio, es un ser enorme, mitológico.

Bussenschute es una de esas criaturas que uno le oye nombrar a las madres impacientes:

—Mira que si no te duermes, llamo al de las cajas…

Todo en él adquiere carácter de enormidad, a excepción de su cerebro. No sé qué le habrá contado Kibbenbrock, que ha ido a buscarlo a su establecimiento, pero aunque se le hubiera explicado la cuestión con pelos y señales, estoy seguro de que Bussenschute no tendría la más remota idea de en qué se ha metido. Se agita incómodo dentro del único traje elegante que hemos conseguido hacerle entrar: proviene del guardarropa de Knipperdolling y con grandes dificultades logra contener la barriga, el culo y las innumerables sotabarbas de nuestro jefe de delegación. Generalmente no habla, gruñe; cuentan que lo echaron a perder tres años de cárcel por homicidio: trabajaba de mozo de cuerda y en la escalinata de un palacio le lanzó a un ayudante un peso tan enorme que este perdió el equilibrio, rodó escaleras abajo y acabó aplastado.

Inmediatamente detrás de Bussenschute, completamente tapado por su mole, avanza Redeker, que compartió durante un tiempo con nuestro fabricante de cajas una de las celdas de la cárcel episcopal. Sigue siendo ciertamente muy amigo de la bolsa ajena, pero tiene la pésima costumbre de jactarse públicamente de ello, lo cual, más pronto o más tarde, le traerá problemas.

Cierra el terceto Hans von der Wieck, leguleyo, que desde un primer momento se propuso tomar parte en la delegación. Está realmente convencido de poder negociar la paz con el obispo y los luteranos y no se ha echado atrás ni siquiera cuando hemos decidido transformar el encuentro en una carnavalada.

El obispo ha convocado esta Dieta para encontrar un compromiso entre las partes que le permita regresar a la ciudad y si dependiera del burgomaestre Judefeldt, a quien corresponde por propio derecho la participación en la delegación ciudadana, sin duda lo encontraría, en detrimento nuestro: Von Waldeck concede algunas libertades municipales para contentar a los ricos luteranos amigos de Judefeldt, recupera el control de su principado, liquida a los baptistas y al pueblo que lo zurzan. Divide et impera, vieja historia.

No queda más remedio que reventar la puesta en escena. Hemos obligado a Judefeldt y al Consejo a aceptar la presencia de los representantes del pueblo de Münster elegidos para la ocasión: un gigante monstruoso, un salteador de caminos, un picapleitos fracasado, y todos nosotros guardándoles las espaldas.

Subimos las escaleras uno detrás de otro, en ordenada fila, tratando de adoptar una actitud digna. Knipperdolling tiene lágrimas en los ojos y por sus labios apretados con esfuerzo deja escapar pequeños retazos de su tremenda carcajada. Él fue el primero en mencionar ese nombre, cuando buscábamos un jefe de delegación que estuviera a la altura de nuestras intenciones:

—¡Tile el Cíclope! ¡Sí, sí, él es el hombre que nos conviene!

La sala de la Dieta, en casa del caballero Dietrich von Merfeld, una de las lenguas más ilustres de todas las que le lamen el culo al obispo: vigas del techo taraceadas, tapices en las paredes de un burdo estilo, un fanfarrón de tres al cuarto. Los escaños en los que están los vasallos del obispo se abren como las alas de un pájaro. El huésped se sienta a la derecha del trono, hinchado por la gala en su magna pompa: todos los blasones bien visibles para impresionar a los pobres burgueses ignorantes.

Y en medio el trono, los reposamanos de madera en forma de cabeza de león, el escudo de armas episcopal al lado del de su linaje campeando en lo alto del respaldo.

Imponente, negro de pies a cabeza.

Polainas relucientes; calzas de fina lana y una camisola elegante; el broche del cinturón que sostiene la espada, damasquinado en la empuñadura de una espada toledana auténtica; la sortija obispal reluce en el dedo, oro y rubí, y en el pecho el medallón principesco del Imperio. Dentro, un cuerpo flaco y erguido.

La cara del enemigo.

Cabello de plata y barba gris, el rostro macilento, sin mejillas, la carcoma del poder corroyéndolo desde hace años.

Von Waldeck: cinco décadas bien llevadas y la mirada del águila que avista la presa desde lo alto.

Henos aquí.

Tile Bussenschute, subyugado por los oros y estucos, se deshace en una inclinación, con serio peligro para las costuras y los botones del traje de Knipperdolling.

Uno de los caballeros del obispo se agita, estira el cuello y se levanta con las manos en los brazos del asiento en un intento de saber quién se esconde detrás de la montaña de carne que avanza poco a poco hacia el centro de la sala. Hasta que el ciclópeo fabricante de cajas se inclina tan profundamente que hace aparecer, tras de sí, la sonrisa maliciosa e insolente de Redeker.

Es cuestión de segundos. Melchior von Büren, asaltado en la calle por Telgte no hace más de un mes y robado a cara descubierta, se encuentra frente al hombre que le rapiñó las tasas de sus tierras. Tal vez no lo reconoce enseguida: entorna los ojos para ver mejor. Heinrich Redeker no se refrena, sale disparado hacia delante como si quisiera saltar de un brinco por encima de la espalda que tiene enfrente, rojo como la grana, sacando pecho.

—¿Te escuece todavía el culo, amigo? —exclama con los dientes apretados.

El desvalijado desenvaina por toda respuesta la espada con gesto rapidísimo y la esgrime ante la cara del pálido Bussenschute.

—Bátete, bellaco, pagarás cada florín con una gota de sangre.

—¡Mientras tanto, toma un poco de esto! —le grita nuestro delegado escupiéndole en plena cara, por encima de los hombros del jefe de delegación.

El caballero episcopal trata de responderles con una estocada de su acero. El gesto pone no poco nervioso a Tile Bussenschute, que siente pasar la hoja a un dedo de su oreja. Su reacción es inmediata: con todas las fuerzas de que es capaz su brazo, estampa la mano abierta contra la cara del espadachín que cae juntamente con su asiento, derribando de paso a otros dos caballeros.

Judefeldt grita que se acabe aquel escándalo y trata de refrenar a Redeker.

Von Waldeck, el águila, ni se inmuta, no dice palabra; nos observa con la mejor mirada de desprecio de su repertorio. Redeker se despacha como acostumbra: insultos para sus padres, sus muertos y sus santos protectores. Arrasa con el árbol genealógico del adversario con la virulencia de su hablar soez.

Nuestro Von der Wieck pega unos alaridos en medio de la confusión, tratando de pasar por el serio abogado que nunca ha sido:

—¡En el lugar elegido para una Dieta rige la inmunidad para todos y la absoluta prohibición de las armas!

Sus compadres contienen a Von Büren, que quisiera llegar hasta Redeker, Judefeldt se deshace en vanos intentos por tranquilizar a todos, incómodo y amoratado como un niño impotente.

La escena se interrumpe cuando Von Waldeck se pone en pie. Nos quedamos de piedra. Su mirada reduce a cenizas la sala: ahora sabe que el burgomaestre cuenta menos que un pitoche, sus adversarios somos nosotros. Nos fulmina con la mirada en silencio, luego se da la vuelta con desdén y se aleja, cojitranco, renqueando hasta la salida, escoltado por Von Merfeld y por su guardia personal.

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