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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 37

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Ferrara, 11 de septiembre de 1551

Via della Gattamarcia. Los nombres de las personas nada dicen, los de los lugares no aparecen nunca por casualidad.

Hedor a estiércol y carroña. Esqueletos resecos de gatos, penachos de plumas aplastados que deben de haber sido pollos, antes de que los ratones royeran sus huesos. Mierda por doquier, casi imposible no pisarla. No pasa nadie por aquí, como no sea para encuentros furtivos y poco confesables, las verdaderas vías de tránsito están en el interior de las construcciones, barrios enteros cubiertos, albañales, pasadizos, en un complicado encaje de casas, talleres, tiendas. Esta calle estrecha es un desagüe de excrementos y desechos al aire libre.

Pietro Manelfi está agitado, quisquilloso, atemorizado.

—… y muchas veces he tenido la sensación de que me siguen, me espían. Pero más que nada, como te decía, son todas esas preguntas que circulan, mi nombre sacado a relucir en todos los mesones, personas que nunca se ha visto que hagan preguntas. Y luego todas las cosas que se oyen decir, que incluso fuera comienzan a soplarse al oído de los hermanos, en la Romaña, en las Marcas. Se oyen muchas cosas, está el Índice de los Libros, y todo ese lío sobre

El beneficio de Cristo. No habrían tenido que ir así las cosas, decías que este Papa tendría más mesura, y por el contrario parece que ya nadie está seguro, ni siquiera los cardenales, así que figúrate nosotros. Hay demasiada gente que va por ahí haciendo preguntas, están encima de nosotros, preparan algo. También aquí. ¿Has visto lo que le ha pasado a Giorgio Siculo? El duque no se lo ha pensado dos veces a la hora de mandarlo a la hoguera. En Venecia, en el concilio, se habló de nicomedismo, disimular nuestra fe, pero cuando te echan la zarpa, entonces, ¿qué haces?, esos te interrogan, emplean tenazas candentes, y en el mejor de los casos te mandan a la sombra para toda la vida.

—¡Basta, Pietro! Comprendo tu ansiedad por el hecho de sentirte perseguido, pero el innoble hedor de esta cloaca en donde me has dado cita está ofuscándote la mente. ¿Acaso creías que el clero de Roma podría convertirse en nuestro aliado? ¿O que los príncipes se comprometerían a gastar una simple palabra en favor nuestro? ¿Por qué íbamos a tener entonces necesidad de disimular? ¿No comprendes que tratan de aterrorizarnos? Esa es su estrategia: sospechar de todos hasta que quien tenga motivos para temer dé un paso en falso y se descubra.

También él apesta, a sudor y a miedo:

—Pero ¿nos apresarán? ¡Yo no quiero acabar como Siculo!

—Habla de mí, solo de mí, y retráctate de todo. Di que fui yo quien te llené de falsas creencias, que eras débil y que yo supe arreglármelas para hacer pasar por la justa doctrina la falsedad.

Se retuerce las manos agitado:

—¿Y si te cogen a ti?

Lo pego contra la pared, mi cara contra la suya:

—Escúchame bien, Pietro, lárgate de Ferrara. Vuelve a las Marcas, ingresa en un convento, vete a la cima de un monte, o adondequiera que puedas sentirte en lugar seguro y se te pase el miedo. No me gustan los pusilánimes que se quedan paralizados por una simple pregunta hecha por ahí. —Lo dejo deslizarse hacia abajo hasta quedarse encogido—. El miedo puede ser un aliado, pues te hace ser más cauto y astuto. Si te cagas encima, el enemigo te encontrará simplemente siguiendo el olor a mierda.

Me alejo, lejos de tanta pestilencia.

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