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Hoy en la mañana, los dueños de la casa donde vivo actualmente en Centro Habana vinieron y me comunicaron que me tenía que ir. Venían con el insomnio de una noche de desvelo, tras descubrir que yo era parte de los huelguistas de San Isidro y parte también de las más de 500 personas paradas frente al Mincult el pasado 27 de noviembre. Traían en el rostro el saldo de un terror histórico enquistado en los cubanos hace ya muchos años. Porque esta vez no fue la Seguridad del Estado la que acosó o presionó a esas personas para que me expulsaran a la calle, bastó solo una patrulla parqueada frente a esta casa por más de 24 horas para que surgiera y se propagara dentro de ellos la desconfianza y la separación definitiva con respecto a mí. En un brevísimo lapso de tiempo dejé de ser persona común o persona social, y me convertí en persona política. Y esa persona, dentro de Cuba, es el equivalente a persona no persona, o persona demasiado persona, al borde casi de la radioctividad, de la transmisión de la epidemia, de la propagación del mal, del desastre o de la mala suerte. Eso he sido yo durante mucho tiempo, dos años ya, eso he sido desde que decidí manifestar públicamente mi disenso con el Estado cubano. He sido una peste deambulante por más de diez alquileres, pero ha sido precisamente ese nomadismo el que me ha dado el impulso para la movilidad. La movilidad y la velocidad en el cuerpo y en el alma, que se dispara ahora en las mentes de los futuristas. Yo quisiera que todos pudiésemos tener una mente y un corazón palpitante, inquieto, que nunca más se paralizase bajo las pulsaciones del terror.

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