Prueba

Prueba



CAPÍTULO

SIETE


El suero pierde efecto cinco horas después, cuando empieza a ponerse el sol. Tobias me encerró en mi cuarto el resto del día y se acercó a verme cada hora. Esta vez, cuando entra, estoy sentada en la cama y miro la pared con rabia.


—Gracias a Dios —me saluda, apretando la frente contra la puerta—. Empezaba a pensar que nunca te recuperarías y que tendría que dejarte aquí… oliendo flores o lo que sea que quisieras hacer mientras estabas bajo los efectos de esa cosa.


—Los mataré. Los mataré.


—No te molestes, nos vamos dentro de nada —responde, y cierra la puerta; después se saca el disco duro del bolsillo de atrás—. Se me había ocurrido esconder esto detrás de tu tocador.


—Es donde estaba antes.


—Sí, por eso Peter no volverá a buscarlo ahí —asegura mientras aparta el tocador de la pared con una mano y mete el disco duro detrás con la otra.


—¿Por qué no pude luchar contra el suero de la paz? —pregunté—. Si mi cerebro es tan raro como para resistirse al suero de la simulación, ¿por qué no a este?


—La verdad es que no lo sé —responde, dejándose caer a mi lado en la cama y haciendo que bote el colchón—. Puede que, para luchar contra un suero, primero tengas que querer hacerlo.


—Bueno, es evidente que quería —respondo, frustrada, aunque sin convicción.


¿Quería? ¿O resultaba agradable olvidarme de la rabia, del dolor y de todo lo demás durante unas horas?


—A veces —me dice mientras me pasa el brazo sobre los hombros—, la gente solo quiere ser feliz, aunque no sea real.


Es verdad. Incluso ahora, este momento de paz y tranquilidad del que disfrutamos juntos se debe a que no hablamos de otras cosas: ni de Will, ni de mis padres, ni de Marcus, ni de que yo hubiese estado a punto de pegarle un tiro en la cabeza. Sin embargo, no me atrevo a perturbar el momento con la verdad, puesto que estoy demasiado ocupada aferrándome a él para no derrumbarme.


—A lo mejor tienes razón.


—¿Lo reconoces? —pregunta, abriendo la boca para fingir sorpresa—. Al final resulta que ese suero no te fue mal…


—Retira eso —lo amenazo mientras le pego un buen empujón—. Retíralo ahora mismo.


—¡Vale, vale! —responde, levantando las manos—. Es que… yo tampoco soy muy simpático, ¿sabes? Por eso me gustas tanto…


—¡Fuera! —le grito, señalando la puerta.


Tobias me besa en la mejilla mientras se ríe para sí y sale de la habitación.


Por la noche estoy demasiado avergonzada por lo sucedido como para ir al comedor, así que paso el rato en las ramas de un manzano del extremo más alejado del huerto, comiéndome las manzanas maduras. Trepo todo lo que me atrevo para recogerlas, y me arden los músculos. He descubierto que sentarme sin hacer nada deja abiertos huequecitos por los que se cuela el dolor, así que me mantengo ocupada.


Me estoy secando el sudor de la frente con el borde de la camiseta, de pie sobre una rama, cuando oigo el sonido. Al principio es débil y se mezcla con el zumbido de las cigarras. Me paro a escuchar y, al cabo de un instante, lo reconozco: son coches.


Cordialidad tiene una docena de camiones que usan para transportar mercancías, pero solo lo hacen los fines de semana. Noto un cosquilleo en la nuca; si no es Cordialidad, debe de ser Erudición, pero hay que asegurarse.


Me agarro a la rama de arriba con ambas manos, tiro de mi cuerpo con el brazo izquierdo y, sorprendentemente, lo consigo. Me quedo agachada sobre la rama con el pelo lleno de ramitas y hojas. Unas cuantas manzanas caen al suelo cuando me muevo para cambiar de apoyo. Los manzanos no son muy altos, puede que no vea a la distancia suficiente.


Utilizando las ramas cercanas como si fueran escalones y las manos para guardar el equilibrio, me retuerzo y avanzo por el laberinto del árbol. Recuerdo cuando subí a la noria del muelle, el dolor de los músculos y los pinchazos en las manos. Ahora estoy herida, pero soy más fuerte, así que el ascenso es más sencillo.


Las ramas se van haciendo más finas y frágiles. Me humedezco los labios y miro la siguiente. Necesito llegar lo más alto posible, pero la rama a la que me dirijo es corta y parece flexible. Pongo el pie encima para comprobar su resistencia y se dobla, aunque aguanta, así que empiezo a subirme a ella, pongo el otro pie encima, y la rama se parte.


Ahogo un grito al caer de espaldas y me agarro al tronco del árbol en el último segundo. Tendré que conformarme con esta altura. Me pongo de puntillas y escudriño el horizonte en dirección al sonido.


Al principio no veo nada salvo una extensión de cultivos, una zona vacía, la valla, y los campos y los primeros edificios que hay más allá. Sin embargo, unos cuantos puntos en movimiento se acercan a la puerta, y son plateados cuando les da la luz del sol. Coches con techos negros…, paneles solares, lo que significa que solo pueden ser de Erudición.


Dejo escapar el aire entre los dientes. No me permito pensar, simplemente bajo un pie y después el otro tan deprisa que la corteza se pela de las ramas y cae al suelo. En cuanto toco la tierra, salgo corriendo.


Cuento las filas de árboles a medida que las dejo atrás. Siete, ocho. Las ramas se inclinan hacia el suelo y apenas paso debajo de ellas. Nueve, diez. Me sujeto el brazo derecho contra el pecho y acelero el ritmo, aunque la herida de bala del hombro me aguijonea a cada paso que doy. Once, doce.


Cuando llego a la trece, tuerzo a la derecha y bajo por uno de los pasillos de árboles. En la fila trece están más pegados y sus ramas se entremezclan las unas con las otras creando un laberinto de hojas, ramas y manzanas.


Me arden los pulmones por la falta de oxígeno, pero no estoy lejos del final del huerto. El sudor se me mete en las cejas. Llego al comedor y abro la puerta de golpe, abriéndome paso entre un grupo de cordiales, y allí está: Tobias, sentado en un extremo de la cafetería con Peter, Caleb y Susan. Como empiezo a ver puntos negros, apenas los distingo, pero Tobias me toca un hombro.


—Eruditos —es lo único que consigo decir.


—¿Vienen? —pregunta, y yo asiento.


—¿Nos da tiempo a salir corriendo?


No estoy segura.


Los abnegados del otro extremo de la mesa empiezan a prestarnos atención y se reúnen a nuestro alrededor.


—¿Por qué tenemos que huir? —pregunta Susan—. Los cordiales han establecido que esto es un refugio, que no se permiten conflictos.


—A los cordiales les va a costar hacer cumplir esa política —dice Marcus—. ¿Cómo evitas un conflicto sin conflicto?


Susan asiente.


—Pero no podemos irnos —comenta Peter—. No tenemos tiempo, nos verán.


—Tris tiene un arma, podemos intentar abrirnos paso —responde Tobias, y se levanta para ir a los dormitorios.


—Espera, tengo una idea —lo detengo mientras examino el grupo de abnegados—. Disfraces. Los eruditos no saben seguro si seguimos aquí. Podemos fingir ser cordiales.


—Entonces, los que no vamos vestidos como cordiales deberíamos ir a los dormitorios —dice Marcus—. Los demás, soltaos el pelo e intentad imitar su comportamiento.


Los abnegados que van vestidos de gris salen del comedor juntos y cruzan el patio hacia los dormitorios de invitados. Una vez dentro, corro a mi cuarto, me pongo a cuatro patas y meto la mano debajo del colchón para sacar la pistola.


Busco a tientas unos segundos antes de encontrarla y, cuando lo hago, se me contrae la garganta y no puedo tragar. No quiero tocarla, no quiero volver a tocarla.


«Venga, Tris», me digo, y me meto la pistola bajo la cintura de mis pantalones rojos. Es una suerte que sean tan anchos. Veo los frascos de ungüento curativo y de medicina para el dolor en la mesilla de noche y me los meto en el bolsillo, por si conseguimos escapar.


Después meto la mano detrás del tocador para sacar el disco duro.


Si los eruditos nos capturan (cosa bastante probable), nos registrarán, y no quiero entregarles otra vez la simulación del ataque. Sin embargo, en este disco están también las grabaciones de vigilancia del ataque, el registro de nuestras pérdidas, de la muerte de mis padres. Lo único que me queda de ellos. Además, como los abnegados no hacen fotos, es lo único que documenta su aspecto.


Dentro de unos años, cuando los recuerdos empiecen a difuminarse, ¿qué tendré para recordar su apariencia? Sus rostros cambiarán en mi mente. No volveré a verlos.


«No seas estúpida, no importa».


Aprieto tanto el disco duro que me duele.


«Entonces, ¿por qué me parece tan importante?».


—No seas estúpida —me digo en voz alta.


Aprieto los dientes y agarro la lámpara de la mesilla de noche. Arranco la clavija del enchufe, tiro la tulipa sobre la cama y me agacho sobre el disco duro. Mientras me limpio las lágrimas de los ojos, lo golpeo con la base de la lámpara y le hago una mella.


Lo machaco una y otra vez con la lámpara hasta que el disco duro se rompe y los trocitos se esparcen por el suelo. Después meto los fragmentos bajo el tocador de una patada, pongo la lámpara en su sitio y salgo al pasillo limpiándome los ojos con el dorso de la mano.


Unos minutos después me encuentro en el pasillo con una pequeña congregación de hombres y mujeres vestidos de gris (y Peter) buscando en unas pilas de ropa.


—Tris —dice Caleb—, todavía vas de gris.


Me pellizco la camisa de mi padre y vacilo.


—Es de papá —le explico; si me la quito, tendré que dejarla aquí. Me muerdo el labio para que el dolor me fortalezca. Tengo que librarme de ella, no es más que una camisa, ya está.


—Me la pondré debajo de la mía —se ofrece mi hermano—. No la verán.


Asiento y cojo una camisa roja del menguante montón de ropa. Es lo bastante grande como para ocultar el bulto de la pistola. Me meto en una habitación cercana para cambiarme y le paso la camisa gris a Caleb cuando salgo al pasillo. La puerta está abierta, y a través de ella veo a Tobias metiendo ropa de Abnegación en el cubo de la basura.


—¿Crees que los cordiales mentirán por nosotros? —le pregunto, asomándome por la puerta abierta.


—¿Para evitar conflictos? Sin duda —afirma Tobias, asintiendo con la cabeza.


Lleva una camisa roja de vestir y unos vaqueros que se deshilachan a la altura de la rodilla. En él, la combinación resulta ridícula.


—Bonita camisa —comento.


—Era lo único que me tapaba el tatuaje del cuello, ¿vale? —responde, arrugando la nariz.


Esbozo una sonrisa nerviosa: se me habían olvidado mis tatuajes, aunque la camisa los oculta bien.


Los coches eruditos llegan al complejo. Hay cinco, todos plateados y con techos negros. Sus motores parecen ronronear mientras botan por el irregular terreno. Me meto un poco en el edificio y dejo la puerta abierta detrás de mí, y Tobias se pone a cerrar con pestillo el cubo de la basura.


Todos los coches se detienen, las puertas se abren, y salen al menos cinco hombres y mujeres de azul erudito.


Y aproximadamente otros quince más de negro osado.


Cuando los osados se acercan, veo tiras de tela azul enrolladas en sus brazos, lo que solo puede significar que son aliados de Erudición, la facción que esclavizó sus mentes.


Tobias me da la mano y me lleva a los dormitorios.


—Pensaba que nuestra facción no sería tan estúpida —dice—. Tienes la pistola, ¿verdad?


—Sí, pero no te garantizo que tenga puntería con la mano izquierda.


—Deberías trabajar en eso —responde; siempre será un instructor.


—Lo haré —respondo, y tiemblo un poco al añadir—: Si vivimos.


—Tú anda dando saltitos —me pide, acariciándome los brazos desnudos antes de darme un beso en la frente— y finge que te dan miedo sus armas —añade, dándome otro beso entre las cejas—, y actúa como la tímida florecilla que jamás serás —dice, y me da un beso en la cara—. Todo irá bien.


—Vale —respondo, y veo que me tiemblan las manos al agarrarme al cuello de su camisa. Tiro de su cabeza para besarlo.


Suena una campana una, dos, tres veces. Es una llamada para reunirnos en el comedor, donde los cordiales mantienen los encuentros menos formales. Nos unimos a la multitud de abnegados convertidos en cordiales.


Le quito las horquillas del pelo a Susan, ya que su peinado es demasiado serio para Cordialidad. Ella me da las gracias con una sonrisa mientras el pelo le cae sobre los hombros. Es la primera vez que se lo veo suelto; tiene la mandíbula cuadrada, así que la melena se la suaviza.


Se supone que debo ser más valiente que los abnegados, pero ellos no parecen tan preocupados como yo. Se sonríen los unos a los otros y caminan en silencio…, en demasiado silencio. Me abro paso entre ellos y le doy un codazo a una de las mujeres de más edad.


—Di a los niños que jueguen al «pilla, pilla» —le pido.


—¿Al «pilla, pilla»?


—Se comportan con respeto y… como estirados —respondo, aunque me encojo un poco al decir la palabra que se convirtió en mi apodo entre los osados—. Y los niños de Cordialidad estarían armando follón. Tú hazlo, ¿vale?


La mujer toca en el hombro a uno de los niños abnegados y le susurra algo; pocos segundos después, un grupito de niños corre por el pasillo pisando pies cordiales y gritando: «¡Te he tocado! ¡Tú la llevas!» y «¡No, eso era la manga!».


Caleb lo capta y le da un codazo a Susan en las costillas para que ella chille de risa. Intento relajarme y caminar dando saltitos, como sugirió Tobias, y balanceando los brazos mientras doblo una esquina tras otra. Es sorprendente lo que cambia todo con tan solo fingir estar en una facción distinta, incluso mi forma de caminar. Seguramente por eso es tan raro que pueda pertenecer sin problemas a tres de ellas.


Alcanzamos a los cordiales que tenemos delante cuando cruzamos el patio hacia el comedor y nos dispersamos entre ellos. Mantengo a Tobias al alcance de la vista, no quiero alejarme demasiado de él. Los cordiales no hacen preguntas y nos permiten perdernos dentro de su facción.


Un par de traidores osados se colocan junto a la puerta del comedor, pistola en mano, y me pongo rígida. De repente, me doy cuenta de que es real, de que estoy desarmada y me conducen a un edificio rodeado de eruditos y osados, y que, si me descubren, no podré huir. Me dispararán sin pensárselo dos veces.


Considero la posibilidad de intentar salir corriendo, pero ¿adónde iría? Intento respirar con normalidad, ya casi los he dejado atrás. «No mires, no mires». Unos cuantos pasos más. «Aparta la mirada, aparta».


Susan me coge del brazo.


—Te estoy contando un chiste que te parece muy divertido —me dice.


Me tapo la boca con la mano y me obligo a soltar una risita que suena aguda y extraña, pero, a juzgar por la sonrisa de Susan, ha sido creíble. Caminamos del brazo como hacen las chicas cordiales, mirando a los osados y volviendo a soltar risitas. Me sorprende poder hacerlo teniendo en cuenta el nudo que tengo en el estómago.


—Gracias —mascullo una vez dentro.


—De nada —contesta.


Tobias se sienta frente a mí en una de las largas mesas, y Susan, a mi lado. El resto de abnegados se desperdiga por la sala, y Caleb y Peter se colocan unos asientos más allá del mío.


Me pongo a darme golpecitos en las rodillas mientras esperamos a que pase algo. Nos quedamos allí sentados un buen rato, y finjo escuchar a la chica cordial que cuenta una historia a mi izquierda. Sin embargo, miro a Tobias de vez en cuando, y él me mira a mí, como si nos pasáramos el miedo del uno al otro.


Johanna entra al fin en el comedor acompañada por una mujer erudita. Su camisa azul chillón parece brillar en contraste con su piel, que es marrón oscuro. La mujer examina la sala mientras habla con Johanna. Contengo el aliento cuando sus ojos me encuentran…, y lo dejo salir cuando pasa de largo sin vacilar: no me ha reconocido.


Al menos, todavía no.


Alguien da un golpe en una mesa, y el comedor guarda silencio. Ya está, este es el momento en el que decide si nos entrega o no.


—Nuestros amigos de Erudición y Osadía buscan a alguna gente —dice Johanna—. Varios miembros de Abnegación, tres miembros de Osadía y un antiguo iniciado de Erudición —explica, y sonríe—. Para demostrarles nuestra completa colaboración, les he dicho que las personas a las que buscan estaban, de hecho, aquí, pero que ya se han marchado. Desean mi permiso para registrar las instalaciones, lo que significa que tenemos que votar. ¿Alguien objeta al registro?


La tensión de su voz sugiere que, si alguien lo hace, mejor que se calle. No sé si los cordiales captarán ese tipo de cosas, pero nadie dice nada. Johanna asiente con la cabeza en dirección a la erudita.


—Tres de vosotros, quedaos aquí —dice la mujer a los guardias osados que están en la entrada—. El resto, registrad todos los edificios e informadme si encontráis algo. Adelante.


Podrían encontrar un montón de cosas: los trozos del disco duro; la ropa que se me olvidó tirar; una sospechosa falta de abalorios y decoración en nuestros dormitorios… Noto el latido del corazón detrás de los ojos cuando los tres soldados de Osadía que se han quedado atrás se ponen a recorrer las filas de mesas.


Me cosquillea la nuca cuando uno de ellos se pone detrás de mí y oigo sus potentes pisadas. No es la primera vez que me alegro de ser pequeñita y poco atractiva; así no atraigo las miradas de los demás.


Pero Tobias, sí; él lleva el orgullo reflejado en la postura, en la forma en que reclama con la mirada todo lo que lo rodea. No es un rasgo cordial, solo puede ser un rasgo osado.


La mujer osada que camina hacia él lo mira directamente y entrecierra los ojos al acercarse, hasta que se detiene justo detrás de él.


Ojalá el cuello de su camisa fuera más alto. Ojalá no tuviera tantos tatuajes. Ojalá…


—Llevas el pelo un poco corto para ser cordial —comenta ella.


… no se hubiese cortado el pelo como un abnegado.


—Hace calor —responde él.


La excusa podría funcionar de haber sabido cómo decirlo, pero lo dice de manera cortante.


La osada alarga la mano y, con el dedo índice, tira del cuello de su camisa para verle el tatuaje.


Y Tobias se mueve.


Agarra la muñeca de la mujer y tira de ella, de modo que pierde el equilibrio. La osada se golpea la cabeza contra el borde de la mesa y cae. Al otro lado de la sala, alguien dispara un arma, alguien grita, y todos se meten debajo de las mesas o se agachan junto a los bancos.


Todos menos yo. Me quedo sentada donde estaba antes del disparo, aferrada al borde de la mesa. Sé que estoy aquí, pero ya no veo la cafetería, sino el callejón por el que escapé tras morir mi madre. Me quedo mirando la pistola que tengo en las manos y la suave piel entre las cejas de Will.


Un sonido se me estrangula en la garganta. Habría sido un grito si no tuviera los dientes tan apretados. El recuerdo se desvanece, aunque sigo sin poder moverme.


Tobias agarra a la osada por la nuca y la pone en pie. Le ha quitado la pistola y usa a la mujer de escudo mientras dispara sobre su hombro derecho al soldado osado del otro lado del comedor.


—¡Tris! —grita—. ¿Me ayudas o qué?


Me levanto la camisa lo suficiente para llegar a la culata de la pistola, y mis dedos tocan el metal. Está tan frío que me hace daño, pero no puede ser, porque aquí hace calor. Un osado que está al final del pasillo me apunta con su revólver. El punto negro del extremo del cañón crece a mi alrededor, y solo oigo mi corazón, nada más.


Caleb se lanza sobre mí y me quita la pistola, la sostiene con ambas manos y dispara a las rodillas del osado que está a pocos metros de él.


El hombre grita y se derrumba con las manos sobre la pierna, lo que ofrece a Tobias la oportunidad de dispararle en la cabeza. Su dolor es momentáneo.


Me tiembla todo el cuerpo y no consigo parar. Tobias todavía tiene a la osada por el cuello, aunque, esta vez, apunta con la pistola a la erudita.


—Una palabra más y disparo —dice Tobias.


La erudita tiene la boca abierta, pero no habla.


—El que esté con nosotros, que empiece a correr —dice Tobias, y su voz llena la habitación.


Todos a una, los abnegados se levantan de debajo de mesas y bancos y corren hacia la puerta. Caleb me saca del banco y corro con ellos.


Entonces veo algo, un movimiento casi imperceptible: la erudita levanta una pistolita y apunta al hombre de camisa amarilla que tengo delante. El instinto, más que la presencia de ánimo, me empuja a lanzarme sobre él. Mis manos lo empujan, y la bala da en la pared en vez de en él, en vez de en mí.


—Suelta la pistola —dice Tobias, apuntando a la erudita—. Tengo una puntería excelente, y te apuesto lo que quieras a que tú no.


Parpadeo unas cuantas veces para aclararme la vista. Peter me mira: acabo de salvarle la vida. Él no me da las gracias, y yo no le hago caso.


La erudita suelta la pistola. Camino con Peter hacia la puerta, y Tobias nos sigue andando de espaldas para poder apuntar a la erudita. En el último segundo antes de cruzar el umbral, cierra la puerta que nos separa de ella.


Y todos corremos.


Avanzamos juntos por el pasillo central del huerto, sin aliento. El aire nocturno es pesado como una manta y huele a lluvia. Oímos gritos detrás de nosotros y puertas de coches que se cierran. Corro más deprisa de lo que realmente puedo, como si respirara adrenalina en vez de oxígeno. El ronroneo de los motores me persigue por los árboles. La mano de Tobias se cierra en torno a la mía.


Corremos formando una larga fila por un maizal. Los coches ya nos han alcanzado, y los faros se arrastran por los altos tallos, iluminando una hoja por aquí y una espiga por allá.


—¡Dividíos! —grita alguien que suena como Marcus.


Nos dividimos y nos repartimos por el campo como si fuésemos agua derramada. Agarro el brazo de Caleb y oigo a Susan jadear tras él.


Nos abrimos paso entre los tallos, y las hojas me cortan las mejillas y las manos. Miro un punto entre los omóplatos de Tobias mientras corremos. Entonces oigo un golpe sordo y un grito. Hay gritos por todas partes, a mi izquierda, a mi derecha… Disparos. Los abnegados vuelven a morir, como cuando fingí estar dentro de la simulación, y yo solo corro.


Por fin llegamos a la valla. Tobias corre en paralelo a ella, empujándola hasta que encuentra un agujero. Levanta el enrejado metálico para que Caleb, Susan y yo entremos a rastras, y, antes de ponernos a correr de nuevo, me detengo y miro hacia el maizal del que acabamos de salir. Veo faros iluminados a lo lejos, pero no oigo nada.


—¿Dónde están los demás? —susurra Susan.


—Se han ido —respondo.


Susan solloza, y Tobias tira de mí sin miramientos para ponerme a su lado y sigue adelante. Me arde la cara por culpa de los cortecitos del maíz, aunque tengo los ojos secos. Las muertes de los abnegados no son más que otro peso que no puedo soltar.


Nos mantenemos alejados de la carretera de tierra que emplearon los eruditos y los osados para llegar al complejo de Cordialidad, y seguimos las vías del tren hacia la ciudad. No hay donde esconderse, ni árboles ni edificios que nos protejan, pero da igual, los eruditos no pueden atravesar la valla con el coche y tardarán un rato en llegar a la puerta.


—Tengo que… parar… —dice Susan desde algún punto de la oscuridad que tengo detrás.


Nos detenemos. Susan se derrumba en el suelo, llorando, y Caleb se agacha a su lado. Tobias y yo miramos hacia la ciudad, que sigue iluminada porque todavía no es medianoche. Quiero sentir algo: miedo, rabia, pena…, pero no siento nada, tan solo la necesidad de seguir moviéndome.


Tobias se vuelve hacia mí.


—¿Qué ha sido eso, Tris? —me pregunta.


—¿El qué? —respondo, y me avergüenzo de lo débil que sueno; no sé si me habla de Peter, de lo que pasó antes o de alguna otra cosa.


—¡Te quedaste clavada! ¡Alguien estaba a punto de matarte y te quedaste sentada! —me recrimina, gritando—. ¡Creía que, al menos, podía confiar en que salvaras tu propia vida!


—¡Eh! —lo interrumpe Caleb—, dale un respiro, ¿vale?


—No —responde Tobias, mirándome—. No necesita un respiro. ¿Qué ha pasado? —pregunta, suavizando el tono.


Todavía cree que soy fuerte, lo bastante fuerte como para no necesitar su compasión. Antes pensaba que estaba en lo cierto, pero ya no estoy tan segura. Me aclaro la garganta.


—Me dejé llevar por el pánico —le digo—. No volverá a pasar. —Él arquea una ceja—. De verdad —repito, más alto.


—Vale —responde, aunque no parece muy convencido—. Tenemos que ir a un lugar seguro. Se reagruparán y empezarán a buscarnos.


—¿Tanto crees que les preocupamos? —pregunto.


—Nosotros, sí. En realidad, es probable que solo nos buscaran a nosotros y a Marcus, que estará muerto.


No sé cómo esperaba que lo dijera, puede que con alivio, ya que Marcus, su padre y la mayor amenaza de su vida, por fin ha desaparecido. O con dolor, ya que quizá hayan asesinado a su padre y, a veces, la tristeza no tiene mucho sentido. Pero lo dice como si no fuera más que un hecho, como la dirección en la que nos movemos o la hora que es.


—Tobias… —empiezo a decir, pero entonces me doy cuenta de que no sé lo que va después.


—Hora de irse —dice, volviendo la vista atrás.


Caleb consigue convencer a Susan para que se levante, y ella se mueve gracias a la ayuda del brazo de mi hermano, que la empuja.


Hasta ahora no era consciente de que la iniciación de Osadía me enseñó una importante lección: cómo seguir adelante.




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