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4. La psicología de las relaciones públicas

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4. La psicología de las relaciones públicas

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La psicología de las relaciones públicas

EL ESTUDIO SISTEMÁTICO de la psicología de masas reveló a sus estudiosos las posibilidades de un gobierno invisible de la sociedad mediante la manipulación de los motivos que impulsan las acciones del hombre en el seno de un grupo. Trotter y Le Bon, quienes se aproximaron a la materia desde una perspectiva científica, y Graham Wallas y Walter Lippmann, entre otros, quienes continuaron el trabajo de los primeros con investigaciones sobre la mentalidad de grupo, llegaron a la conclusión de que el grupo posee características mentales distintas de las del individuo, y se ve motivado por impulsos y emociones que no pueden explicarse basándonos en lo que conocemos de la psicología individual. De ahí que la pregunta no tardase en plantearse: si conocemos el mecanismo y los motivos que impulsan a la mente de grupo, ¿no sería posible controlar y sojuzgar a las masas con arreglo a nuestra voluntad sin que éstas se dieran cuenta?

La práctica reciente de la propaganda ha demostrado que ello es posible, al menos hasta cierto punto y dentro de unos límites. La psicología de masas dista todavía de ser una ciencia exacta y los misterios de las motivaciones humanas no han sido desentrañados en absoluto. Pero nadie puede negar que teoría y práctica se han combinado con acierto, de modo que hoy es posible producir cambios en la opinión pública que respondan a un plan preconcebido con sólo actuar sobre el mecanismo indicado, al igual que los conductores pueden regular la velocidad de su automóvil manipulando el flujo de gasolina. La propaganda no es una ciencia en el sentido de que pueda comprobarse en el laboratorio, pero en todo caso ya no es aquella materia empírica que solía ser antes del nacimiento del estudio de la psicología de masas. Hoy es científica en el sentido de que trata de sentar sus operaciones en unos conocimientos precisos extraídos de la observación directa de la mente de grupo y en la aplicación de principios que se han demostrado coherentes y relativamente constantes.

El moderno propagandista estudia sistemática y objetivamente el material con el que trabaja como si se encontrase en un laboratorio. Si le encargan una campaña de ventas a escala nacional, estudia el terreno mediante una agencia de seguimiento de prensa, sirviéndose de un ejército de ojeadores o mediante el estudio personal desde un mirador privilegiado. Determina, por ejemplo, qué características de un producto están perdiendo el favor del público y en qué dirección está virando el gusto de la gente. No se olvidará de investigar si es la esposa quien tiene la última palabra en la elección del coche de su marido, o de sus trajes y camisas.

No cabe esperar que los resultados sean de una precisión científica, porque muchos de los elementos de la situación no pueden menos que escapar a su control. Podrá conocer con un grado de seguridad bastante bueno que, en determinadas circunstancias, un vuelo internacional propicia un ambiente de buena voluntad que debe hacer posible la culminación de programas políticos. Pero no puede prever que algún acontecimiento inesperado termine por eclipsar ese vuelo y apartarlo del interés del público, o que algún otro aviador realice algo más espectacular el día anterior. Incluso en al ámbito restringido de la psicología pública debe considerarse un amplio margen de error. La propaganda, al igual que la economía o la sociología, nunca podrá ser una ciencia exacta precisamente porque su objeto de estudio, como el de aquéllas, tiene que ver con seres humanos.

Si puedes influir en los líderes, ya sea con su colaboración consciente o sin ella, automáticamente influyes sobre el grupo que les sigue. Pero, en realidad, no es necesario que los hombres se congreguen en mítines públicos o en disturbios callejeros para que se conviertan en objeto de las influencias de la psicología de masas. Pues siendo gregario por naturaleza, el hombre se siente miembro de una grey aunque se encuentre solo en su habitación con las cortinas cerradas. Su mente conserva los patrones que la influencia del grupo le ha imprimido.

Un hombre decide en su oficina qué acciones debe comprar. Sin lugar a dudas, se figura que planea sus adquisiciones con arreglo a su propio juicio. En la práctica, sin embargo, su juicio es una mezcla de impresiones acuñadas en su mente por influencias externas que inconscientemente gobiernan su pensamiento. Compra acciones de una determinada compañía de ferrocarriles porque apareció en los titulares del periódico de ayer y, por lo tanto, es la que le viene a la cabeza con más fuerza; porque tiene un recuerdo agradable de una cena en uno de sus trenes rápidos; porque su política laboral es liberal y tiene fama de honrada; porque le han dicho que J. P. Morgan controla parte del accionariado.

Trotter y Le Bon llegaron a la conclusión de que la mente del grupo no piensa en el sentido estricto del término. En lugar de pensamientos tiene impulsos, hábitos y emociones. Al tomar decisiones su primer impulso suele ser el de seguir el ejemplo de un líder de confianza. Éste es uno de los principios más sólidamente fundamentados de la psicología de masas. Actúa cuando un lugar de vacaciones gana prestigio o lo pierde, actúa cuando los clientes de un banco corren a retirar todos sus depósitos o cunde el pánico en el mercado de valores, actúa convirtiendo un libro en un best-seller o propiciando un éxito de taquillas en el teatro.

Sin embargo, cuando la muchedumbre no dispone del ejemplo de un líder y debe pensar por sí misma, no tiene otra opción que servirse de clichés, latiguillos o imágenes que representan un grupo completo de ideas o experiencias. No hace mucho, bastaba señalar a un candidato presidencial con la palabra «intereses» para movilizar a millones de votantes contra su candidatura, porque cualquier cosa que se asociara con «los intereses» parecía corrupta por necesidad. En tiempos recientes, la palabra bolchevique ha prestado un servicio parecido a personas que deseaban amedrentar al público y apartarlo de una determinada línea de acción.

El propagandista, aprovechándose de un viejo cliché o manipulando uno de nuevo cuño, puede dirigir a veces una masa completa de emociones colectivas. En Gran Bretaña, durante la guerra, los hospitales para los evacuados del frente recibieron numerosas críticas porque trataban a los heridos de manera expeditiva. El público daba por hecho que los hospitales debían dispensar una atención concienzuda y prolongada a los pacientes. Cuando se les cambió el nombre por el de destacamentos para evacuados las críticas se desvanecieron. Nadie esperaba más que un tratamiento de emergencia de una institución con semejante nombre. El cliché hospital estaba indeleblemente asociado en la mente pública con una imagen particular. Constituía un empeño imposible el persuadir a la gente de que distinguiera a un hospital de otro y disociase el cliché de la imagen que proyectaba. En cambio, el nuevo cliché condicionó automáticamente la impresión pública hacia esos hospitales.

Los hombres rara vez se percatan de las razones reales que motivan sus acciones. Un hombre puede creer que compra un automóvil porque, tras sopesar las características técnicas de todas las marcas del mercado, ha llegado a la conclusión de que ese coche es el mejor. Con casi total seguridad se está embaucando a sí mismo. Lo compra, quizá, porque un amigo cuya perspicacia para las finanzas respeta se compró uno igual la semana pasada, o porque sus vecinos creían que no podía permitirse un coche de esa categoría, o porque sus colores coinciden con los de su fraternidad universitaria.

Son sobre todo los psicólogos de la escuela de Freud los que han señalado que la gran mayoría de los pensamientos y acciones del hombre son sustitutos compensatorios de deseos que éste se ha visto obligado a reprimir. Podemos desear algo no por su valor intrínseco o por su utilidad sino porque hemos llegado a ver inconscientemente en ese objeto el símbolo de otra cosa, cuyo mero deseo nos avergonzaría confesarnos. Un hombre que compra un coche puede creer que lo necesita para desplazarse, mientras que, en realidad, quizá prefiriese caminar por el bien de su salud y no tener que cargar con los gastos que acarrea. En realidad, quizá lo quiera porque es un símbolo de posición social, una demostración de su éxito en los negocios o un medio para contentar a su mujer.

Este principio general, a saber, que los hombres en gran medida se ven impulsados por motivaciones que se ocultan a sí mismos, es tan cierto para la psicología de masas como para la individual. Resulta evidente que el propagandista de éxito deberá entender los verdaderos motivos y no contentarse con las razones que arguyen los hombres para justificar sus acciones.

No basta con entender la estructura mecánica de la sociedad, los agrupamientos, las fracturas y las lealtades. Puede que un ingeniero lo sepa todo de cilindros y pistones para locomotoras, pero a menos que sepa también cómo reacciona el vapor cuando es sometido a presión no logrará que su motor funcione. Los deseos humanos son el vapor que hace que la máquina social funcione. A no ser que los entienda, el propagandista no logrará controlar el inmenso mecanismo de engranajes más o menos unidos entre sí que es la sociedad moderna.

El viejo propagandista basaba su trabajo en una psicología de las reacciones de corte mecanicista antaño de moda en nuestras universidades[8]. Ésta asumía que la mente humana no era más que un mecanismo individual, un sistema de nervios y centros nerviosos que reaccionaba con regularidad mecánica a los estímulos, como si se tratase de un autómata inofensivo y privado de voluntad propia. La función del sofista consistía en brindar los estímulos que debían causar la reacción deseada en un comprador en particular.

Una de las doctrinas de la psicología de las reacciones consistía en que si un estímulo se repetía a menudo a la postre se creaba un hábito, o que la simple reiteración de una idea crearía una convicción. Consideremos las viejas artes de vender aplicadas a una empresa distribuidora de carne que trate de incrementar sus ventas de bacon. Las viejas estrategias de ventas reiterarían hasta el aburrimiento mediante anuncios a toda página la siguiente cantinela: «Coma más bacon. Coma bacon porque es barato, porque es bueno, porque alimenta sus reservas de energía».

El nuevo arte de vender, porque comprende la estructura de grupos de la sociedad y los principios de la psicología de masas, se preguntará en primer lugar: «¿Quién influye en los hábitos alimenticios de la gente?». Como es obvio la respuesta no es otra que: «Los médicos». De modo que el nuevo vendedor sugerirá a los médicos que afirmen públicamente que es saludable comer bacon. Como si se tratase de una verdad matemática sabe que grandes cantidades de personas seguirán el consejo de sus médicos porque conoce bien la relación de dependencia psicológica que se da entre los hombres y sus galenos.

El propagandista a la vieja usanza, sirviéndose casi en exclusiva del atractivo de la palabra impresa, trataba de convencer a un lector en concreto de que comprase un artículo en particular inmediatamente. Este enfoque queda bien ilustrado con un tipo de anuncio que se consideraba ideal desde el punto de vista de su inmediatez y efectividad.

«¡SEÑORA! (quizá con un dedo que señala al lector) ¡COMPRE TACONES DE GOMA O’LEARY’S! ¡AHORA!»

Por medio de la reiteración y el énfasis puesto sobre el individuo, el anuncio trataba de derribar o penetrar la resistencia a la compra del consumidor. Pese a que la llamada iba dirigida a cincuenta millones de personas, se dirigía a cada una de ellas como individuo.

El nuevo arte de vender ha descubierto que es posible poner en marcha corrientes psicológicas y emocionales que redundarán en beneficio propio, siempre y cuando se tenga en cuenta que debe tratarse a los hombres en el seno de la masa a través de las distintas formaciones de sus grupos. En lugar de tomar por derribo la resistencia a la compra con un ataque a campo abierto, el nuevo propagandista prefiere eliminarla. Crea las circunstancias adecuadas para cambiar las corrientes emocionales de suerte que el consumidor se vea obligado a comprar.

Si quiero, por ejemplo, vender pianos, no me bastará con empapelar el país entero con una llamamiento directo del tipo:

«¡CABALLERO, COMPRE HOY MISMO UN PIANO MOZART! ES BARATO, LOS MEJORES PIANISTAS TIENEN UNO. ES UN PIANO PARA TODA LA VIDA».

Puede que todas estas afirmaciones sean ciertas pero entran en conflicto directo con las afirmaciones de otros fabricantes de pianos y en competencia indirecta con las afirmaciones sobre radios o automóviles, todas ellas compitiendo por el dinero del consumidor.

¿Cuáles son las verdaderas razones por las que un comprador se decide por un coche nuevo en lugar de cambiar el piano viejo? ¿Acaso ha decidido que prefiere la mercancía llamada locomoción a la mercancía llamada música? En modo alguno. Adquiere un coche porque el hábito de su grupo en ese momento consiste en comprar coches.

El moderno propagandista se pone manos a la obra para crear las circunstancias que deberán modificar el hábito. Quizá apele a la querencia instintiva por el hogar que es fundamental. Procurará extender la aceptación pública de la idea de una sala de música en el hogar. Con este objetivo organizará, por ejemplo, una exposición de salas de música de época diseñadas por decoradores bien conocidos quienes, por su parte, ejercen influencia sobre los grupos de compra. Ensalzará la efectividad y el prestigio de estas salas adornándolas con exóticas y valiosas tapicerías. Entonces, para generar un gran interés por la exposición, organizará una ceremonia o un acto. Invitará a esta ceremonia a gente clave, personas conocidas por su influencia sobre los hábitos de compra de los grupos como, por ejemplo, un violinista famoso, un artista de prestigio o una celebridad de la vida social. Estos personajes clave afectan a otros grupos y elevan la idea de la sala de música a una posición en la conciencia pública de la que antes carecía. La yuxtaposición de estos líderes y de la idea escenificada se proyectará entonces al público en general a través de varios canales publicitarios. Entre tanto, los arquitectos más influyentes se han dejado seducir por la idea y han convertido la sala de música en una parte arquitectónica integral de sus planos, que quizá contemplan incluso la creación de un rinconcito acogedor para el piano. Por descontado, habrá arquitectos menos influyentes que imitarán los diseños de quienes consideran los maestros de su profesión. Serán estos arquitectos menores quienes implanten la idea de la sala de música en la mente del público general.

La sala de música será aceptada porque todo el mundo querrá tener una. Y el hombre o la mujer que disponga en su casa de una sala de música, o haya arreglado un rinconcito de su salón con esa misma finalidad, contemplará la idea de comprar un piano como algo natural. Se le antojará como si se tratase de una idea propia.

En tiempos del viejo arte de vender, el fabricante le decía al posible comprador: «Por favor, cómpreme el piano». El nuevo arte invirtió el proceso y logró que el posible comprador le dijese al fabricante: «Por favor, véndame un piano».

El valor de los procesos asociativos para la propaganda queda patente con el desarrollo de un importante proyecto urbanístico. No se escatimó en medios para que la zona de Jackson Heights fuese atractiva desde un punto de vista social. Se intentaba sobre todo propiciar este proceso asociativo. Se programó una actuación benéfica de los Jitney Players a beneficio de las víctimas del terremoto de Japón de 1923 con los auspicios de la señora Astor, entre otras personalidades. Se proyectaron las ventajas sociales del lugar, se diseñó un campo de golf y se planeó una casa de campo para el club. Cuando se terminó la oficina de correos, el asesor en relaciones públicas pensó que podía convertir la inauguración en un reclamo a escala nacional, pero descubrió que la fecha prevista coincidía con una efeméride de la historia del Servicio Postal de Estados Unidos. De modo que el asesor resolvió hacer de esa fecha el motivo principal de la inauguración.

Cuando los promotores quisieron mostrar al público la belleza de los apartamentos, se celebró un concurso entre los mejores decoradores de interiores de Nueva York para resolver quién de ellos decoraba mejor un apartamento de Jackson Heights. Un jurado integrado por personalidades decidió el ganador. El concurso logró la aprobación de autoridades de reconocido prestigio y el interés de millones de personas que pudieron seguirlo a través de periódicos, revistas y otras publicaciones. Todo ello resultó en un aumentó decisivo del prestigio de la promoción inmobiliaria.

Uno de los métodos más efectivos para extender ideas consiste en la utilización de la estructura en grupos de la sociedad moderna. Para muestra, los concursos de escultura con jabones Ivory que se celebran por todo el país, concursos abiertos a colegiales según ciertos grupos de edad así como a escultores profesionales[9]. Un escultor conocido en todo el país afirmó que los jabones Ivory eran un material excelente para la escultura.

La compañía Procter and Gamble ofreció una serie de premios a la mejor escultura realizada en jabón blanco. El concurso se celebró con los auspicios del Art Center de Nueva York, una organización relevante en el mundo del arte.

Los directores y maestros de varios colegios de todo el país secundaron la idea encantados e incluso afirmaron que constituía una buena herramienta pedagógica para las escuelas. Se alentó la práctica de la escultura en jabón entre los alumnos de los colegios como un capítulo más de sus asignaturas de artes. Se celebraron concursos que enfrentaban a escuelas, distritos escolares y ciudades.

La pastilla de jabón Ivory se adaptaba bien a la práctica de la escultura en casa porque las madres destinaban las virutas y los intentos fallidos para lavar la ropa. El trabajo en sí no ensuciaba.

Las mejores obras de los concursos locales se seleccionaron para el concurso nacional. Este último se celebra anualmente en una importante galería de arte de Nueva York, cuyo prestigio, sumado al de los distinguidos jueces, presta al concurso la autoridad de un acontecimiento serio.

Se presentaron al primer concurso nacional más de quinientas esculturas. Al tercero, dos mil quinientas. Y al cuarto, más de cuatro mil. Como las obras cuidadosamente seleccionadas eran tan numerosas, resulta evidente que el número de obras esculpidas durante el año tenía que ser enorme, y que las esculturas realizadas durante el aprendizaje debían ser aún más numerosas. La simpatía hacia el producto aumentó en gran medida porque el jabón había dejado de ser asunto exclusivo del ama de casa para convertirse en materia de interés personal e íntimo de sus hijos.

Durante la ejecución de la campaña se recurrió a varias motivaciones psicológicas bien conocidas. La estética, la competitiva, la gregaria (buena parte de la escultura se hacía en grupos escolares), el esnobismo (el impulso a seguir el ejemplo de un líder reconocido), la exhibicionista y por último, y quizá la más importante, la motivación maternal.

Todas estas motivaciones y hábitos de grupo se combinaron en un movimiento sincronizado mediante la simple maquinaria de la autoridad y el liderazgo de grupo. Como si bastase con apretar un botón para ponerla en movimiento, la gente empezó a trabajar para el cliente por el simple placer que se obtiene de trabajar la escultura.

Este último punto reviste una importancia máxima para el éxito del trabajo propagandístico. Los líderes sólo prestan su autoridad a una campaña de propaganda si ésta beneficia en alguna medida a sus propios intereses. Las actividades del propagandista, sin embargo, deben tener un cariz desinteresado. En otras palabras, una de las funciones del consejero en relaciones públicas es la de descubrir en qué puntos los intereses de su cliente coinciden con los de otros individuos o grupos.

En el caso del concurso de escultura en jabón, los distinguidos artistas y educadores que patrocinaron la idea prestaron sus servicios y sus nombres con alegría porque los concursos fomentaban realmente un interés que albergaban en lo más profundo de su ser: cultivar el impulso estético entre los más jóvenes.

Esas coincidencias y solapamientos de intereses son tan innumerables como puedan serlo los entrelazamientos de los propias formaciones de grupos. Consideremos, por ejemplo, una compañía de ferrocarriles que desea desarrollar su negocio. El asesor en relaciones públicas realiza una encuesta a fin de conocer en qué lugares coinciden los intereses de la compañía con los de sus posibles clientes. La compañía establece entonces relaciones con las cámaras de comercio a lo largo de su concesión ferroviaria y contribuye al desarrollo de sus comunidades. Las ayuda a conseguir nuevas fábricas e industrias para la ciudad. Agiliza los negocios mediante la diseminación de información técnica. No se trata simplemente de conceder favores con la esperanza de recibirlos después: las actividades del ferrocarril no sólo despiertan las simpatías de las ciudades por las que pasa sino que además contribuyen al crecimiento económico. Los intereses de la compañía ferroviaria y los de las comunidades interaccionan y se alimentan mutuamente.

En el mismo sentido, un banco instaura un servicio de inversiones para beneficio de sus clientes con la esperanza de que éstos tendrán más dinero que ingresar en el banco. O una joyería crea un departamento de seguros para asegurar las joyas que vende y conseguir de este modo que el comprador se sienta más seguro al comprar joyas. O una panificadora pone en marcha un servicio de información que sugiere recetas con pan para alentar así nuevos usos para el pan en casa.

Las ideas de la nueva propaganda se formulan con arreglo a sólidos principios psicológicos que se basan en el mejor de los intereses personales.

A lo largo de estos capítulos he intentado explicar el lugar que corresponde a la propaganda en el seno de la vida estadounidense moderna y algo de los métodos con los que opera: he intentado precisar el porqué, el qué, el quién y el cómo del gobierno invisible que dicta nuestros pensamientos, dirige nuestros sentimientos y controla nuestras acciones. En los capítulos siguientes intentaré mostrar cómo funciona la propaganda en sectores específicos de la actividad de grupos y propondré algunos de los caminos que puede tomar en el futuro.

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