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5. Los negocios y el público

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5. Los negocios y el público

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Los negocios y el público

LA RELACIÓN ENTRE el mundo de los negocios y el público se ha estrechado en las últimas décadas. Hoy en día, el público se está convirtiendo en socio de las empresas. Son varias las causas que podrían explicar esta situación, algunas de orden económico, otras se deben al creciente interés y comprensión de los negocios por parte de la gente. Las empresas se percatan de que su relación con el público no se limita a la producción y venta de un determinado producto, sino que esta relación incluye también la venta de sí mismas y de todo aquello que representan en la mente del público.

Hace veinte o veinticinco años, las empresas pretendían llevar sus asuntos sin tener en cuenta al público. El saldo de aquella política fue una época de escándalos, durante la cual se atribuyeron, con justicia o sin ella, múltiples pecados a la búsqueda del propio interés. Frente a una conciencia pública enardecida, las grandes empresas se vieron obligadas a dar un paso atrás y aceptar que sus negocios sí eran asunto de la gente. Si hoy en día las grandes empresas pretendieran retorcerle el pescuezo al público, se produciría una reacción parecida a la de veinte años atrás y la gente se rebelaría e intentaría hacer lo propio con las grandes empresas apoyando leyes restrictivas. Las empresas son conscientes de la toma de conciencia del público. Que se haya producido esa toma de conciencia mutua ha permitido una cooperación sana entre la empresa y el público.

Otra causa que puede explicar esta relación creciente estriba, sin lugar a dudas, en los distintos fenómenos surgidos de la producción en serie. Ésta sólo resulta rentable si se puede mantener su ritmo, en otras palabras, si se logra vender el producto en cantidades estables o crecientes. En consecuencia, si a principios del siglo XIX la demanda creaba la oferta en el seno de un sistema de producción dominado por la artesanía o la producción a pequeña escala, hoy en día la oferta no puede quedarse de brazos cruzados y debe intentar crear la demanda correspondiente. Una sola fábrica, con el potencial necesario para abastecer a un continente entero con su producto característico, no puede permitirse esperar a que el público se lo pida; debe mantenerse en contacto permanente con el gran público mediante los anuncios y la propaganda para asegurarse la demanda constante imprescindible para rentabilizar unas instalaciones tan costosas. Ello supone un sistema de distribución infinitamente más complejo que el de antaño. Producir consumidores, ése es el nuevo problema. No me basta con conocer mi negocio —la producción de un producto en particular—, debo comprender también la estructura, la personalidad y los prejuicios de un público potencialmente universal.

Cabe hallar otra razón en la mejora de la técnica publicitaria, tanto en lo que hace al tamaño del público al que se dirige mediante la palabra impresa como a los métodos de los que se sirve. El crecimiento de los periódicos y las revistas, cuyas tiradas superan ya el millón de ejemplares, y el arte de la publicidad moderna, que sabe cómo lograr que un mensaje sea atractivo y persuasivo, han situado al empresario en una relación personal con un público enorme y diverso.

Otro fenómeno moderno que influye sobre las políticas generales de las grandes empresas consiste en la competencia entre varias marcas y el resto de la industria a la que éstas pertenecen. Otra clase de competencia se da entre sectores industriales enteros que rivalizan por el dinero del consumidor. Cuando, por ejemplo, un fabricante de jabón afirma que su producto rejuvenece, es obvio que se propone cambiar la opinión del público acerca del jabón en general, pretensión ésta de la máxima importancia para esa industria en su conjunto. O cuando la industria del mueble metálico trata de convencer al público de que es preferible que gaste su dinero en muebles de metal a gastarlo en muebles de madera, no cabe duda de que se propone cambiar el gusto y los valores de una generación entera. En ambos casos, la empresa pretende inyectarse en las vidas y costumbres de millones de personas.

También en un sentido más inmediato las empresas dependen cada día más de la opinión pública. El volumen creciente y la distribución cada vez más amplia de la riqueza en Estados Unidos permiten que miles de personas inviertan en participaciones industriales. La salida a bolsa o la emisión de bonos que una empresa en expansión debe realizar si quiere alcanzar el éxito sólo pueden efectuarse si la firma entiende cómo granjearse la confianza y la simpatía del público en general. La empresa debe expresarse y hacer pública toda su existencia corporativa a fin de que el público la entienda y la acepte. Debe escenificar su personalidad e interpretar como un actor sus objetivos en cualquier lugar en el que éstos coincidan con la comunidad (o país) del que forma parte.

Una corporación petrolera que entienda de verdad las intrincadas relaciones que mantiene con el público ofrecerá un buen petróleo pero también una política laboral intachable. Un banco deberá hacer gala de una dirección irreprochable y conservadora no menos que de unos cajeros honrados tanto en su vida pública como privada. Una tienda especializada en ropa de caballeros a la moda expresará mediante su arquitectura la autenticidad de los bienes que vende. Una panadería tratará de impresionar a su clientela con la higiene observada en el proceso productivo envolviendo las barras de pan en papel a prueba de polvo y abriendo de par en par la fábrica a las miradas del público, pero también con la limpieza y el atractivo de sus camionetas de reparto. Una empresa de la construcción procurará que el público sepa que sus edificios son resistentes y seguros tanto como que sus empleados reciben compensaciones cuando sufren algún accidente laboral. Dondequiera que una empresa afecta la conciencia del público, debe procurar revestir sus relaciones públicas con aquel matiz particular que se compadece con los objetivos que se ha propuesto.

Al igual que el jefe de producción, quien debe conocer cualquier elemento o detalle relativo a los materiales con los que trabaja, la persona a cargo de las relaciones públicas de una empresa debe estar familiarizada con la estructura, los prejuicios y los antojos del público general, y debe lidiar los problemas que se le presenten con el máximo celo. El público tiene sus propios valores, exigencias y hábitos. Puedes modificarlos, pero ni se te ocurra intentar llevarle la contraria. No puedes convencer a una generación entera de mujeres de que se pongan faldas largas, pero quizá sí logres convencerlas de que se vistan con vestidos de cola para las cenas de gala con la ayuda de los líderes de la moda. El público no es una masa amorfa que pueda moldearse a voluntad o a la que se pueda imponer órdenes. El público y las empresas poseen sendas personalidades propias cuyas relaciones recíprocas deben estar presididas por la concordia. Los conflictos y las sospechas perjudican a público y negocios por igual. La empresa moderna debe estudiar en qué términos puede darse una relación amistosa y mutuamente beneficiosa. Debe saber explicarse al público, debe explicar qué se propone y cuáles son sus objetivos con palabras que el público pueda comprender y acepte de buen grado.

La empresa no acepta sin rechistar los designios del público. Pero tampoco debería creer que puede dictar los comportamientos del público. Si bien es cierto que éste tiene que agradecer los grandes beneficios económicos que ofrecen las empresas merced a la producción en serie y al marketing científico, no lo es menos que la empresa debe agradecer que el público desarrolle un sistema de valores con distinciones cada vez más precisas y procurar entender sus demandas y saber satisfacerlas. La relación entre la empresa y el público sólo será saludable si se basa en un toma y daca.

La necesidad de un campo especializado en las relaciones públicas fue la consecuencia necesaria de esta situación. La empresa llama ahora al asesor en relaciones públicas para pedirle consejo, para que explique sus propósitos al público y que sugiera aquellas modificaciones necesarias que puedan adaptarla a las exigencias del público.

Las modificaciones así recomendadas para ajustar el negocio a sus objetivos y a la demanda pública puede que atañan a las cuestiones más generales de la política empresarial o a los detalles aparentemente más triviales de la producción. Puede que en cierta ocasión sea necesario transformar íntegramente las líneas de productos para adaptarlas a una demanda pública cambiante. En otra ocasión quizá se descubra que el problema estriba en algo tan nimio como el uniforme de los dependientes. Una joyería puede quejarse de que su clientela se está reduciendo a las clases más altas porque tiene fama de vender artículos muy caros: en este caso, el asesor en relaciones públicas puede proponer poner en el escaparate artículos de precio medio, incluso si ello acarrea pérdidas, no porque la firma desee dar preferencia a un comercio de precios medios, sino porque de cada cien compradores de estos artículos que se consigan hoy, cierto porcentaje habrá alcanzado una posición desahogada dentro de diez años. Unos grandes almacenes que se propongan entrar en el negocio de las clases altas puede que se vean obligados a emplear a licenciados universitarios como dependientes y contratar a artistas modernos reconocidos para que diseñen los escaparates o exposiciones temporales. Un banco puede sentir la necesidad de abrir una sucursal en la Quinta avenida no porque la cifra de negocio en esa calle de Nueva York justifique los gastos sino porque una bonita sucursal en la Quinta avenida expresa perfectamente aquella clase de llamada de atención que se quiere dirigir a los futuros clientes y, en este sentido, quizá sea tan importante que el portero sea educado o que el suelo esté siempre limpio como que el director de la sucursal sea un buen conocedor de los mercados financieros. Y sin embargo los efectos positivos de esta sucursal pueden quedar en agua de borrajas si se descubre que la esposa del presidente del banco se ha visto implicada en algún escándalo.

La gran empresa estudia cada movimiento que pueda expresar su auténtica personalidad. Sirviéndose de cualquier medio al efecto —con el mensaje comercial directo o la alusión estética más sutil—, procura trasladar al público la calidad de los bienes que tiene que ofertar. Una tienda que pretenda alcanzar un gran volumen de ventas en artículos baratos pregonará sus precios un día sí y otro también concentrando todo su mensaje en los medios que pone al alcance del comprador para que ahorre dinero. Pero una tienda que busque un amplio margen de beneficios en ventas de un solo artículo intentará asociar su imagen con valores como la distinción o la elegancia, ya sea con una exposición de maestros antiguos o mediante la actividad social de la esposa del propietario.

Las actividades de relaciones públicas de una empresa no pueden convertirse en un manto protector que oculte sus verdaderos propósitos. Además de inmoral será un mal negocio poner en el escaparate unos pocos artículos de alta calidad si el producto que se vende es en realidad de calidad media o baja, pues la impresión general que se da es falsa. Una política de relaciones públicas intachable no se permitirá el empleo de afirmaciones exageradas o fraudulentas para congregar a toda la concurrencia, sino que procurará escenificar el negocio vívidamente y sin faltar a la verdad a través de cualquier camino que conduzca a la opinión pública. La compañía ferroviaria New York Central intentó durante décadas llamar la atención del público no sólo apelando a la velocidad y seguridad de sus trenes sino también a su elegancia y comodidad. No en vano, la corporación halló su más perfecta encarnación ante el gran público en la figura de un caballero tan encantador y zalamero como Chauncey M. Depew[10]: un escaparate ideal para semejante empresa.

Si bien es cierto que las recomendaciones del asesor en relaciones públicas pueden variar infinitamente en función de las circunstancias particulares, no lo es menos que su plan general de trabajo puede resumirse en dos conceptos que podría denominar interpretación continua y dramatización mediante el subrayado. Ambos pueden ponerse en práctica alternativa o simultáneamente.

La interpretación continua puede lograrse intentando controlar cualquier aproximación a la mente pública de suerte que la gente reciba la impresión deseada, a menudo sin percatarse de ello. El subrayado, por su parte, captura vívidamente la atención del público y la fija en algún detalle o aspecto que sea emblemático de la empresa en su conjunto. Cuando una gran inmobiliaria está construyendo un rascacielos de oficinas procura que supere en dos metros al rascacielos más alto construido hasta la fecha; en eso consiste la escenificación.

Sólo podrá decidirse cuál de los métodos es el indicado o si los dos deben aplicarse simultáneamente tras un estudio completo de los objetivos y las posibilidades específicas.

Otro ejemplo interesante de cómo llamar la atención del público sobre las virtudes de un producto lo encontramos en el caso de la gelatina. El Instituto Mellon para la investigación industrial probó sus beneficios como digestivo y suplemento del valor nutricional de la leche. Se sugirió que la mejor manera de seguir investigando y probar los beneficios de la gelatina era que algunos hospitales y sistemas escolares la usaran, y así se hizo. Los resultados positivos de las pruebas se transmitieron a otros investigadores destacados en la especialidad, quienes, acto seguido y sometiéndose a ese liderazgo de grupo, comenzaron a emplear, la gelatina con los mismos fines científicos que parecían indiscutibles según las investigaciones llevadas a cabo por el Instituto Mellon. La idea empezó a cobrar fuerza.

La gran empresa tiende a hacerse más grande. Merced a las fusiones y los monopolios el número de personas con las que entra en contacto directo no deja de crecer. Ello acarrea la intensificación y multiplicación de las relaciones públicas de las empresas.

Son muchos los tipos de responsabilidad. Hay una responsabilidad para con los accionistas —puede que cinco personas o puede que quinientas mil—, quienes han confiado su dinero a la empresa y tienen el derecho de saber qué uso se le está dando. Una empresa que sea plenamente consciente de su responsabilidad para con sus accionistas les enviará frecuentes cartas exhortándoles a utilizar el producto en el que han invertido su dinero y a que se sirvan de su influencia para promover sus ventas. Asimismo, tiene una responsabilidad contraída con el distribuidor. Ésta puede expresarse invitándole a visitar la fábrica matriz, corriendo los gastos a cuenta de la empresa. También es responsable ante la industria en su totalidad, por lo que la empresa debe renunciar a incrementar sus ventas con anuncios exagerados y deshonestos. Tiene una responsabilidad con el vendedor minorista y se hará cargo de que el representante de sus productos exprese bien la calidad del producto que debe vender. Existe una responsabilidad hacia el consumidor, a quien impresionará favorablemente una fábrica limpia y bien administrada, que reciba a los consumidores con las puertas abiertas. Y el público en general, al margen de su función como consumidor en potencia, verá alterada su actitud hacia la empresa por lo que pueda saber acerca de sus movimientos financieros, su política laboral o sobre las condiciones de habitabilidad de las casas donde viven sus empleados. Por trivial que pueda parecer, no hay detalle que no influya en el público en sentido favorable o desfavorable. La personalidad del presidente puede revestir importancia, pues quizá escenifica la empresa en su conjunto a ojos de la mente pública. Quizá sea muy importante saber a qué obras benéficas contribuye y en qué organizaciones cívicas tiene un cargo. Si es un líder de la industria, puede que el público pida que lo sea también de la comunidad.

El hombre de negocios se ha convertido en un miembro responsable del grupo social. No se trata de dedicarse al chalaneo o de crear una ficción pintoresca para mejor consumo del público. Se trata simplemente de hallar las maneras apropiadas de expresar la personalidad que se pretende escenificar. Algunos hombres de negocios no encontrarán mejor asesor en relaciones públicas que a sí mismos. Pero en la mayoría de casos el conocimiento de la mente pública y de las maneras en que ésta reaccionará ante un reclamo constituye una función especializada que debe asumir un profesional experimentado.

Es mi opinión que la gran empresa es cada día más consciente de ello. Cada vez sabe sacar mejor provecho de los servicios del especialista en relaciones públicas (sea cual sea el título que se le confiere). Y estoy convencido de que a medida que las grandes empresas vayan creciendo, también lo hará la necesidad de personas que sepan manipular con maestría los innumerables contactos de la empresa con el público.

A menudo, las relaciones públicas recaen en manos de un especialista ajeno a la empresa, en lugar de serles confiadas a un empleado de la compañía. Ello puede deberse a que la aproximación correcta a un problema quizá sea indirecta. Por ejemplo, cuando los productores de maletas intentaron hallar la solución a algunos de sus problemas con una política de relaciones públicas, se dieron cuenta de que la actitud de las compañías ferroviarias, las empresas navieras y las compañías ferroviarias de titularidad pública de otros países constituía un factor importante en la gestión de los equipajes.

Si se puede formar a una compañía ferroviaria y a un maletero para que aprendan, en beneficio propio, a gestionar los equipajes con mayor facilidad y prontitud, ocasionando menos daños a los equipajes y menos molestias a los pasajeros; si la compañía naviera relaja, en beneficio propio, las restricciones de equipaje; si el gobierno extranjero hace lo propio con las tasas aplicadas sobre el equipaje y el transporte para fomentar el turismo; entonces los fabricantes de maletas se verán beneficiados.

Los fabricantes vieron que si querían incrementar sus ventas debían arrimar estas y otras fuerzas a su sardina. De ahí que la campaña de relaciones públicas no se dirigiera al público, que era el consumidor final, sino a los elementos que hemos mencionado.

Asimismo, si el fabricante de maletas logra educar al público en general y enseñarle qué ropa debe ponerse cuando se va de viaje y en qué momento debe hacerlo, puede que esté contribuyendo al aumento de las ventas de ropa de hombre y de mujer, pero al mismo tiempo es posible que vea incrementadas sus ventas de maletas.

En la medida en que va a las causas básicas, la propaganda muy a menudo puede hallar su máxima efectividad a través de sus métodos de introducción. Se puede dirimir una campaña contra unos cosméticos perjudiciales para la salud empuñando la defensa de un retorno a la esponja y al jabón natural, un combate que, como es lógico, asumirán como propio las autoridades de salud de todo el país, las cuales llamarán al regreso a la práctica saludable y utilísima de la esponja y la pastilla de jabón, en detrimento de los cosméticos.

A menudo el desarrollo de la opinión pública en favor de una causa o línea de acción constructiva desde un punto de vista social puede ser consecuencia del deseo por parte del propagandista de poner coto al problema que pretende resolver y que la causa constructiva podría solventar. De actuar así, el propagandista está desempeñando una función social en todos los sentidos.

Encontramos una política de relaciones públicas igualmente impecable en el caso de un fabricante de zapatos que confeccionaba el calzado de servicio de policías, bomberos, carteros y hombres con empleos análogos. Se percató de que si lograba que el público aceptase la idea de que en esos empleos también se debía ir bien calzado, vendería más zapatos y mejoraría la eficacia de esos trabajadores.

Como parte de su negocio abrió un gabinete especializado en la protección de los pies. El gabinete diseminó información científica precisa sobre cómo mejorar el cuidado de los pies, principios que el fabricante había incorporado a la confección del calzado. De este modo logró que las administraciones públicas, jefes de policía y jefes de bomberos, entre otros responsables que se interesaron por el bienestar y la comodidad de sus empleados, fomentaran tanto las ideas que el producto representaba como el producto en sí, con el efecto consiguiente de que sus zapatos empezaron a venderse mejor. La aplicación de este principio, a saber, descubrir el denominador común entre el interés del objeto que se vende y la simpatía del público, se puede refinar hasta el infinito.

«Poco importa de cuánto capital puedas disponer, o si los impuestos que pagas son más o menos justos, o si las condiciones de servicio son más o menos adecuadas… Si no cuentas con el respaldo de la simpatía de la opinión pública, estás condenado al fracaso». He aquí la opinión de Samuel Insull, uno de los más destacados magnates del ferrocarril. Y el finado juez Gary[11], de la corporación estadounidense del acero, abundaba sobre la misma idea cuando afirmó: «En cuanto logras la simpatía del público general, puedes embarcarte en los trabajos necesarios para la expansión. Son muchos los que a menudo pretenden obviar este elemento intangible y difuso. Pero de ese modo se encaminan hacia la destrucción».

La opinión pública ya no se siente inclinada como antaño a mostrarse contraria a las grandes fusiones empresariales. Le disgusta la censura ejercida sobre los negocios por parte de la Comisión Federal de Comercio. Puso fin a las leyes antimonopolio cuando entendió que éstas entorpecen el crecimiento económico. Respalda los grandes monopolios y las fusiones que hace apenas diez años vilipendiaba. El gobierno permite hoy en día los conglomerados de productores y distribuidores, tal y como se desprende de las fusiones entre compañías ferroviarias u otros servicios de interés público, porque en una democracia representativa los gobiernos reflejan la opinión pública y ésta es favorable al crecimiento de empresas industriales gigantescas. En opinión de los millones de pequeños inversores, las fusiones y los monopolios son gigantes bondadosos y no ogros, por el recorte en costes que han efectuado, sobre todo como consecuencia de la producción en serie, y del que los consumidores también han podido beneficiarse.

En gran medida, todo ello se debe al uso deliberado de la propaganda en todos los sentidos. No se debe solamente a la modificación de la opinión pública, práctica habitual de los gobiernos en tiempos de guerra, sino a menudo a los cambios operados en la misma empresa. Una empresa cementera quizá colabore gratuitamente con las empresas a cargo de la construcción de carreteras financiando laboratorios experimentales para así poder garantizar unas carreteras de la máxima calidad para el público. Una compañía de gas financia una escuela de cocina gratuita.

Pero sería imprudente e insensato dar por sentado que, puesto que el público se ha puesto del lado de las compañías, permanecerá siempre ahí. No fue sino en tiempos recientes que el profesor W. Z. Ripley[12], de la Universidad de Harvard, una de las autoridades más destacadas del país en organización y práctica empresariales, expuso algunos aspectos de la gran empresa que podrían minar la confianza pública en las grandes corporaciones. Señaló que la supuesta fuerza electoral de los accionistas a menudo resulta ilusoria, que los estados contables anuales son a veces tan breves y sucintos que al hombre de a pie no pueden menos que parecerle patrañas redomadas, que la extensión del sistema de acciones sin derecho a voto a menudo deja el control de las corporaciones y de sus finanzas en manos de una camarilla de accionistas; y que algunas corporaciones se niegan a proporcionar una información suficiente que permita al público conocer la situación real de la empresa.

Es más, por muy bien dispuesto que esté el público hacia las grandes empresas en general, las empresas que prestan servicios públicos representan un blanco fácil para el descontento de la gente y deben conservar su simpatía con el máximo cuidado y vigilancia. Estas y otras corporaciones de carácter semipúblico nunca podrán bajar la guardia porque de recrudecerse los ataques que mencionaba el profesor Ripley y, en opinión del público, ser éstos merecidos, tendrán que vérselas con peticiones de rescate al gobierno de la nación y a las autoridades municipales, a menos que cambie la situación y procuren conservar el contacto con el público en todos los flancos de su existencia corporativa.

El asesor en relaciones públicas debería ser capaz de prever estas tendencias de la opinión pública y ofrecer las recomendaciones pertinentes para soslayarlas, ya sea convenciendo a la gente de que sus miedos o prejuicios carecen de fundamento o bien, en ciertos casos, modificando la acción del cliente hasta eliminar la causa de descontento. En este sentido, puede sondearse la opinión pública y descubrir los puntos de descontento irreductible. Así, podrán desvelarse los aspectos de la situación a los que cabe hallar una explicación lógica, en qué medida las críticas y los prejuicios responden a una reacción emocional conocida y qué factores son imputables a lugares comunes. En cada caso el asesor, tras estudiar todas las opciones, recomendará una acción o una modificación de la política empresarial para que se produzca el reajuste.

Mientras que la nacionalización a menudo no es más que una posibilidad más o menos remota, la propiedad pública de las grandes empresas a través de la creciente inversión pública en bonos y acciones se está convirtiendo en una realidad. Desde este punto de vista, la importancia de las relaciones públicas debe juzgarse por el hecho de que prácticamente todas las corporaciones prósperas esperan el momento en el que puedan ampliar sus operaciones y lanzar nuevas emisiones de bonos y acciones. El éxito de estas emisiones depende del historial general de la empresa en el mundo de los negocios, así como de la simpatía que ésta sea capaz de granjearse entre el público en general. Cuando el fabricante de fonógrafos Victor Talking Machine Company salió a bolsa, se vendieron acciones valoradas en millones de dólares de la noche a la mañana. Por otra parte, existen ciertas compañías que, pese a hacer gala de unas finanzas impecables y ser comercialmente prósperas, no podrían lanzar grandes emisiones de acciones en bolsa porque la opinión pública no las conoce o tiene algún prejuicio contra ellas pendiente de análisis.

El éxito de una emisión de bonos y acciones depende en tan gran medida del favor del público que una fusión empresarial tanto puede fraguarse como resultar fallida como consecuencia de la aceptación pública que se creó para lograrla. Una fusión puede generar grandes cantidades de nuevos recursos y podemos afirmar sin temor a equivocarnos que tales recursos, que a veces se cifran en millones de dólares para una sola operación, se han creado mediante la manipulación experta de la opinión pública. Debo insistir una vez más en que no estoy hablando del valor artificial que pueden alcanzar las acciones de una empresa mediante la propaganda deshonesta o la manipulación de su cotización, sino del valor económico real que se obtiene cuando una empresa industrial consigue la aceptación genuina del público y, además, que éste se convierta en un socio real.

El crecimiento de las grandes empresas es tan vertiginoso que en algunas ramas de la industria el accionariado es más internacional que nacional. Si queremos financiar la industria y el comercio modernos será necesario llegar a grupos de gente cada vez más grandes. Los estadounidenses han adquirido títulos industriales extranjeros valorados en miles de millones de dólares desde que terminó la guerra, y se estima que los europeos poseen participaciones industriales en nuestras empresas cifradas entre los mil y los dos mil millones de dólares. En ambos casos, se tiene que conseguir la aceptación pública para la emisión de acciones y para la empresa que la impulsa.

Los préstamos públicos, sean estatales o municipales, a países extranjeros dependen de la buena voluntad que esos países han sido capaces de despertar dentro de nuestras fronteras. Una emisión de deuda de un país de Europa oriental no está resultando todo lo bien que se esperaba sobre todo porque el comportamiento de los miembros de la familia en el poder no es del agrado del ciudadano estadounidense. Pero otros países no encuentran dificultades en colocar sus emisiones porque el público ya está convencido de la prosperidad de esas naciones y de la estabilidad de sus gobiernos.

Las nuevas técnicas del asesor en relaciones públicas están resultando de la máxima utilidad para la empresa porque, al complementar a la publicidad y los publicistas honrados, contribuyen a desterrar los anuncios exagerados y rimbombantes de la competencia desleal sin más arma que la verdad transmitida al público por canales distintos de la publicidad. Cuando dos competidores en un mismo terreno rivalizan con este tipo de publicidad se está haciendo un flaco favor a la industria. Tanto es así que el público puede perder la confianza en ese sector industrial entero. La única manera de combatir métodos tan desleales es que los miembros leales de la industria se sirvan de la propaganda para sacar a la luz la verdad esencial de la situación.

Consideremos, por ejemplo, el caso de los dentífricos. He aquí un campo altamente competitivo en el que la aceptación pública de un producto en detrimento de otro puede descansar en valores indiscutiblemente inherentes. Y sin embargo, ¿qué ocurrió en este campo?

Un gran fabricante afirmó que su pasta de dientes tenía unas propiedades que ninguna otra inventada hasta la fecha hubiese soñado. El fabricante rival se vio en el dilema de tener que exagerar las ya de por sí exageradas virtudes de su producto o permitir que las exageraciones de su rival le birlasen los mercados. Ante el dilema, optó por recurrir al arma de la propaganda, la cual, a través de varios canales de aproximación al público —las clínicas dentales, las escuelas, los clubes femeninos, las facultades de medicina, las revistas dentales e incluso la prensa diaria— pudo sacar a la luz eficazmente la verdad sobre las propiedades de la pasta de dientes. Ello tuvo como efecto, desde luego, que la pasta de dientes anunciada honestamente llegase de nuevo a su público real.

La propaganda constituye un arma poderosa para enfrentarse a la publicidad desleal. Nunca había sido tan caro lograr una publicidad efectiva. Años atrás, cuando el país era más pequeño y no existía una maquinaria publicitaria gigantesca, resultaba más sencillo conseguir que un producto gozara del reconocimiento de todo el país. Un ejército de representantes comerciales podían convencer a los minoristas con unos pocos cigarros puros y un repertorio de anécdotas divertidas para mostrar y recomendar sus artículos a escala nacional. Hoy en día, una pequeña empresa puede naufragar a menos que encuentre medios adecuados y relativamente asequibles de publicitar las virtudes especiales de su producto, mientras que las empresas más grandes han tratado de allanar el camino mediante la publicidad cooperativa, que permite que unas asociaciones de empresas compitan con otras.

La publicidad masiva ha originado nuevas formas de competencia. Tan vieja como la vida económica en sí, es desde luego la competencia entre productos rivales de una misma línea. En los últimos años se ha hablado mucho acerca de la nueva competencia —lo hemos discutido en el capítulo anterior— entre un grupo de productos y otro. Piedra y madera compiten en el mercado de la construcción, el linóleo contra la moqueta, las naranjas contra las manzanas, el estaño contra el asbesto en la construcción de tejados.

El señor O. H. Cheney, vicepresidente de la compañía American Exchange and Irvine Trust, con sede en Nueva York, describió con humor este tipo de competencia en un discurso ante el foro de directores de empresas de Chicago:

¿Representa usted el sector de la sombrerería de damas? —preguntó el señor Cheney—. El hombre que se sienta a su lado quizá trabaja para la industria peletera y si promociona la moda de los grandes cuellos de piel para los abrigos de señora quizá termine arruinando el negocio sombrerero, ya que obligará a las mujeres a tocarse con sombreritos baratos. Puede que le interesen las posaderas del bello sexo, es decir, quizá represente usted la industria de la lencería. Pues encontrará dos aguerridos rivales dispuestos a batirse a muerte, es decir, a gastarse millones en la batalla por la gloria de esas posaderas: la industria peletera, que se ha visto perjudicada por la moda de los zapatos sin tacón, y la industria textil, que añora viejos tiempos gloriosos cuando una falda era una falda.

Si usted representa el negocio de la calefacción y la fontanería, no puede ser más que el enemigo jurado de la industria textil, porque unos hogares menos fríos entrañan ropa más ligera. Si representa a los impresores, ¿cómo puede darle un apretón de manos a ese señor que trabaja para los equipos de radio?

Éstas no son más que formas obvias de lo que he llamado la nueva competencia. La vieja se dirimía entre miembros de una misma organización comercial. Un estadio de la nueva competencia es el que se da entre las propias asociaciones comerciales, entre ustedes, caballeros, que representan a estas industrias. Una nueva forma de competencia se da entre productos en liza que se utilizan alternativamente para el mismo fin. Una nueva forma de competencia entre industrias se da entre aquéllas sin relación aparente que tienen una influencia mutua o entre aquéllas que compiten por los dólares del consumidor, y eso significa prácticamente todas.

La competencia entre artículos es, desde luego, la más espectacular de todas. Es la que parece haber seducido, por encima del resto, la imaginación del país sobre las empresas. Cada vez más hombres de negocios están empezando a percatarse de lo que la competencia entre artículos significa para ellos. Cada vez más acuden a sus asociaciones comerciales en busca de ayuda, pues la competencia entre artículos no se puede librar en solitario.

Considérese, por ejemplo, la gran batalla por la mesa del comedor. Tres veces al día cada mesa de comedor del país se convierte en el escenario de una batalla sin cuartel que forma parte de esta guerra de la nueva competencia. ¿Comemos ciruelas para desayunar? ¡No!, exclaman los aguerridos productores de naranjas y las filas repletas de la industria conservera de pina en almíbar. ¿Debemos comer col fermentada? ¿Y por qué no aceitunas verdes?, es la respuesta de los españoles. «Coma macarrones en vez de patatas», dice un anunciante, ¿peto acaso los productores de patatas no recogerán el guante?

Los doctores y los dietistas nos dicen que un hombre trabajador cualquiera necesita entre dos mil y tres mil calorías de comida al día. Me figuro que un banquero necesita unas cuantas menos. ¿Pero qué se supone que tengo que hacer? Los productores de fruta, los agricultores del trigo, las empresas cárnicas, los productores de leche, los pescadores, todos quieren que coma más y más de sus productos y destinan millones de dólares cada año a convencerme. ¿Voy a comer hasta caer rendido? ¿O voy a dejarme convencer por el doctor y permitir que el granjero, la cárnica y el carnicero se arruinen? ¿Voy a equilibrar mi dieta en función de las cuotas de publicidad que se reserva cada productor? ¿O voy a equilibrar mi dieta científicamente y permitir que quienes producen por encima de la demanda terminen en la bancarrota? La nueva competencia es quizá más afilada en la industria alimentaria porque existen limitaciones bien reales a lo que podemos consumir; aunque aumenten nuestros ingresos y nuestro nivel de vida no podremos comer más de que lo que podemos comer.

Creo que la competencia que nos deparará el futuro no sólo se limitará a la competencia publicitaria entre productos particulares o entre grandes asociaciones, sino que, además, se dirimirá en el terreno de la propaganda. El empresario y el publicista saben bien que, cuando se trata de llegar al público, no pueden renunciar por completo a los métodos extravagantes de un P. T. Barnum. Un ejemplo magnífico de la utilización de este tipo de reclamo fue la campaña radiofónica a escala nacional diseñada por George Harrison Phelps, quien anunció el lanzamiento del coche Victory Six de Dodge.

Se estima que varios millones de personas escucharon aquel programa a través de alguna de las cuarenta y siete emisoras que lo retransmitieron. Los gastos superaron los sesenta mil dólares. Los preparativos incluyeron una conexión telefónica adicional de más de veinte mil millas de cable y transmisiones desde Los Angeles, Chicago, Detroit, Nueva Orleans y Nueva York. Al Johnson hizo su parte desde Nueva Orleans, Will Rogers la suya desde Beverly Hills, Fred y Dorothy Stone hicieron lo propio en Chicago y Paul Whitheman en Nueva York; en total, los honorarios de los artistas ascendieron a veinticinco mil dólares. Se incluyó además un discurso de cuatro minutos a cargo del presidente de Hermanos Dodge en el que anunciaba el lanzamiento del coche, lo que le permitió acceder durante cuatro minutos a una audiencia calculada de unos treinta millones de estadounidenses; sin duda, nunca hasta la fecha tantas personas habían prestado su atención a un producto comercial al mismo tiempo. Era un mensaje espolvoreado con azúcar.

Los técnicos de ventas actuales objetarán: «Lo que afirma usted acerca de este método para llamar la atención es verdad. Pero supone un incremento en los costes necesarios para hacer llegar el mensaje del fabricante. La tendencia actual tiene que ser a reducir los costes (por ejemplo, eliminando las primas) y concentrarse en aprovechar al máximo el dinero destinado a la publicidad. Si contratas a una soprano como Amelita Galli-Curci para que cante las bondades de tu bacon, los costes del producto se verán incrementados en la suma de sus enormes honorarios. Su voz no añade nada al producto pero sí a su coste».

No cabe duda. Pero cualquier reclamo comercial exige que se gaste el dinero suficiente para conseguir que el reclamo tenga atractivo. El anunciante en prensa incrementa los costes de su mensaje con el empleo de fotografías o logrando el respaldo de personajes ilustres.

Existe otra dificultad, surgida en el proceso por el cual las empresas grandes lo son cada vez más, que reclama nuevas maneras de entrar en contacto con el público. La producción en serie permite obtener un producto estandarizado cuyo coste tiende a disminuir en función del número de unidades vendidas. Si abaratar los precios constituye el único argumento para competir con los productos rivales, cuya producción es semejante, el resultado será una guerra despiadada que sólo puede terminar con la desaparición del margen de beneficio y de todo incentivo de la industria.

La única escapatoria a este dilema consiste en que el fabricante consiga desarrollar para su producto un atractivo comercial distinto del precio, conferir al producto, a ojos del público, algún otro atractivo, una idea que lo modifique ligeramente, algún matiz de originalidad que lo distinga de los productos en la misma línea. Así, un fabricante de máquinas de escribir pinta sus productos con alegres colores. Esta forma especial de reclamo puede popularizarse mediante la manipulación de aquellos principios con los que está familiarizado el propagandista: el gregarismo, la obediencia a la autoridad, la emulación y otros semejantes. No es difícil conseguir que un elemento menor cobre importancia económica situándolo en la conciencia pública como una cuestión de estilo. Las grandes empresas siempre dejan algún resquicio a los pequeños negocios. Al lado de unos grandes almacenes puede encontrar su lugar una pequeña tienda especializada a la que le vaya muy bien.

Fue un propagandista quien se ocupó del problema de volver a poner de moda los grandes sombreros. La industria de la sombrerería para damas corría peligro hace un par de años por el predominio de los sombreros sencillos de fieltro, que estaban arrinconando cualquier otro tipo de sombrero u ornamento. Se descubrió que los sombreros se podían clasificar más o menos en seis tipos. También se llegó a la conclusión de que eran cuatro los grupos a los que se podía recurrir para cambiar las modas en el terreno de la sombrerería: los famosos, los directores y articulistas de las revistas de modas, el artista que sienta cátedra en materia de estilo y las modelos hermosas. El problema consistía entonces en reunir a esos cuatro grupos frente a una audiencia compuesta por compradoras de sombreros.

Se formó un jurado de artistas destacados con el cometido de elegir a las seis muchachas más bonitas de Nueva York. Cada una de las elegidas desfilaría con el sombrero más bonito de la clasificación de seis tipos en el transcurso de una fiesta de la moda que se celebraría en un hotel de lujo.

Se formó también un jurado de distinguidas mujeres que de buen grado contribuyeron al proyecto prestando la autoridad de sus nombres porque compartían el mismo interés por el desarrollo de la industria del país. Se formó otro jurado de estilo, integrado por directores de revistas de moda y otras destacadas autoridades del mundo de las pasarelas que con placer brindaron su apoyo a la idea. Las muchachas, tocadas con sus bonitos sombreros y vestidos, desfilaron ante un público que reflejaba fielmente la diversidad del sector.

Las noticias sobre el acontecimiento alteraron los hábitos de compra no sólo de los presentes sino también de las mujeres de todo el país. La noticia corrió de boca en boca hasta llegar a las consumidoras a través de los periódicos y los anuncios colgados en sus sombrererías favoritas. Los fabricantes de sombreros asaltaron por todos los flancos a la consumidora. Uno de ellos afirmó que si antes del espectáculo no había vendido ni una sola pamela, después del desfile empezó a venderlas por millares.

A menudo, el asesor en relaciones públicas es reclamado para tomar las riendas en una situación de emergencia. Un rumor falso, por ejemplo, puede ocasionar una pérdida de prestigio y de dinero enorme si no se ataja pronta y efectivamente.

Un incidente como el que se describe en el American de Nueva York de 21 de mayo de 1926 nos muestra en qué puede derivar la falta de un buen manejo técnico de las relaciones públicas:

PÉRDIDAS POR VALOR DE UN MILLÓN DE DÓLARES

A CAUSA DE UN RUMOR FALSO SOBRE

LA COTIZACIÓN DE HUDSON

Las acciones de la compañía Motor Hudson sufrieron graves fluctuaciones sobre las doce del mediodía de ayer y se acumularon unas pérdidas estimadas entre los quinientos mil y el millón de dólares como consecuencia de la amplia difusión de una noticia falsa acerca de los dividendos generados por los títulos de la empresa.

Los directores se encontraron en Detroit a las doce y media, hora de Nueva York, para fijar un dividendo. De forma casi inmediata, se puso en circulación la noticia falsa de que sólo se había declarado un dividendo ordinario.

A las 12:46, el ticker de Dow, Jones and Co. anunció el informe de la sociedad bursátil y su difusión resultó en una nueva caída de su cotización.

Poco después de la una de la tarde, el servicio encargado del ticker recibió una nota de prensa oficial según la cual el dividendo había aumentado y se había logrado la autorización para ejecutar una distribución de acciones por un veinte por ciento. Enseguida enviaron las noticias correctas a las cintas y la cotización de Hudson subió más de seis puntos inmediatamente.

Reproducimos a continuación un recorte de prensa de The Journal of Commerce del 4 de abril de 1925 porque refiere un ejemplo interesante de cómo atajar un rumor falso:

NUESTRA CIUDAD RECIBE AL DIRECTOR

DE LA COMPAÑÍA BEECH-NUT

Bartlett Arkell recibe un merecido homenaje de las comunidades del valle de Mohawk (en exclusiva para The Journal of Commerce)

CANAJOHARIE, NUEVA YORK, 3 de abril. Hoy se celebró el «Día de la Beech-Nut» en nuestra ciudad. Los hombres de negocios y prácticamente toda la comunidad de esta región se congregaron para rendir homenaje a Bartlett Arkell, residente en Nueva York y presidente de la compañía Distribuidora Beech-Nut de nuestra ciudad, por su firme negativa a contemplar siquiera como posibilidad la venta de su compañía a otros intereses financieros y mudarse a otro lugar.

Cuando el señor Arkell desmintió públicamente los rumores de que se disponía a vender su compañía a Cereales Postum por diecisiete millones de dólares, venta que habría significado el traslado de la industria desde la ciudad que la vio nacer, lo hizo en términos visiblemente leales a su hogar de juventud, que ha convertido en una próspera comunidad industrial tras treinta años al mando de su empresa, la Beech-Nut Company.

Controla con mano de hierro el negocio y, sin que le temblase el pulso, afirmó que no la vendería mientras viviera «a nadie y a ningún precio», ya que de lo contrario fallaría a sus amigos y a sus trabajadores. Y el Valle de Mohawk decidió en pleno, libremente, que un hombre de su talla merecía un reconocimiento público. De ahí, las celebraciones de hoy.

Más de tres mil personas participaron en los festejos, encabezadas por un comité integrado por el consejero delegado W. J. Roser, B. F. Spraker, H. V. Bush, B. F. Diefendorf y J. H. Cook. Las asociaciones de las cámaras de comercio de Canajoharie y el valle de Mohawk participaron también en el homenaje.

Desde luego, nadie siguió pensando que hubiera algo de verdad en el rumor de que la Beech-Nut estaba en venta. Un desmentido no habría traído aparejada tanta capacidad de convicción.

La diversión es también un negocio, de hecho, uno de los más importantes de América. Fue el negocio del espectáculo —primero el circo y la feria de charlatanes, luego el teatro— el que enseñó los rudimentos de la publicidad a la industria y el comercio. Este último adoptó el chalaneo de la feria de charlatanes. Pero al verse sometido a los rigores de la experiencia práctica, refino los toscos métodos publicitarios del espectáculo y los adaptó a los fines precisos que pretendía conseguir. El teatro aprendió, a su vez, del mundo de la empresa y refino su publicidad hasta arrumbar los viejos métodos vocingleros.

El actual director de publicidad de una asociación de teatros o de un trust de productoras cinematográficas es un hombre de negocios, responsable de la seguridad de decenas o centenares de millones de dólares en capital invertido. No puede permitirse ser un artista del chalaneo o un mercenario aventurero de la publicidad. Debe calar bien a su público y saber modificar sus acciones mediante los métodos que el mundo del espectáculo aprendió de su viejo pupilo, la gran empresa. A medida que el conocimiento público aumenta y mejora el gusto de la gente, la empresa debe estar preparada para salir al encuentro del público.

La empresa actual tiene que tomarle el pulso al público cuantas veces sea necesario. Debe comprender los cambios de la mente pública y debe estar preparada para dar de sí misma una imagen justa y elocuente que pueda llegar a una opinión pública cambiante.

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