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CAPÍTULO IX » Prim y el problema antillano

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CAPÍTULO IX

Los problemas de la revolución

 

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ocos y sutiles hilos habían servido para tejer los lazos que llevaron a la acción conjunta de los revolucionarios. Progresistas, unionistas y demócratas se habían movido por el común afán de derrocar a Isabel II y, por extensión, a los Borbones. Después de conseguido este objetivo, la revolución y el hombre que, fundamentalmente, la había hecho posible, Prim, necesitaban un nuevo pacto que hiciese viable, más allá de las diferencias, un proyecto común. Este acuerdo sería aún más difícil de lograr que el alcanzado en el largo camino recorrido de 1866 a 1868. La consecuencia fue el accidentado período político de 1868 a 1874.

Las primeras manifestaciones del peligro de confrontación de las facciones revolucionarias se produjeron de inmediato. Su expresión fue la rivalidad entre las Juntas revolucionarias y el Gobierno provisional.

La confrontación Gobierno/Juntas

 

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l triunfo del movimiento de septiembre daría origen, en sus primeras fases, a dos órganos de poder: el Gobierno provisional, expresión principalmente del esfuerzo militar y de los partidos progresistas y unionistas; y las Juntas revolucionarias, exponentes de la participación popular de carácter, esencialmente, civil y con protagonismo de los demócratas. Éstas se fueron estableciendo al compás del triunfo revolucionario y colaborando a su consecución en numerosas poblaciones, como medio de dirigir y controlar el alzamiento en sus momentos iniciales. ¿Hasta cuándo?, pues hasta la constitución de un gobierno provisional. Pero ¿cómo debía formarse éste? ¿Por quiénes? Aquí comenzaban las diferencias.

Los republicanos, desde la entrada de Serrano en Madrid, no cejaron en su empeño de movilizar todos los apoyos posibles. A la vez que mantenían sus instrumentos de acción, Juntas revolucionarias y Voluntarios de la libertad, al menos los que les fueran adictos; lanzaron varios manifiestos, llamando a la implantación de la república. Uno de ellos, firmado por el incansable Orense, vio la luz el 4 de octubre de 1868. En él, aparte de otras aseveraciones más repetidas, hay una invocación, citada por Atadill,[240] que señala en la misma dirección en que tantas veces se manifestó Prim: «Seamos a una buenos españoles y buenos catalanes —escribía el marqués republicano—, estas dos ideas no se excluyen, se complementan». Desde luego, ahí comenzaban y terminaban las coincidencias entre Orense y el de los Castillejos.

El 8 de octubre de 1868, tras una reunión en casa de Serrano, quedó formado el Gobierno provisional de la revolución. Lo presidía el duque de la Torre, con Prim en el Ministerio de la Guerra; Sagasta, en el de Gobernación; Alvarez Lorenzana, en el de Estado; Romero Ortiz, en el de Gracia y Justicia; Figuerola, al frente del de Hacienda; Ruiz Zorrilla, del de Fomento; Topete, del de Marina; y López de Ayala, del de Ultramar. O lo que es lo mismo, figuraban en él los progresistas en mayoría, con cinco ministros; y los unionistas, con tres (Romero Ortiz, Topete y López de Ayala), además del presidente, Serrano.

Dos de las tres fuerzas revolucionarias se hallaban comprometidas en las tareas de conducir la revolución por la senda acordada en los pactos previos a septiembre de 1868. La tercera, los demócratas, quedaban al margen, pero por motivos y en circunstancias muy distintas. El ala monárquica se autoexcluyó, en disconformidad con el reparto de poder en dicho gabinete. Nicolás M.a Rivero, a quien se ofreció un cargo ministerial, reclamó otro para Becerra o Marios, al no lograrlo prefirió quedar fuera, pero seguía compartiendo los principios básicos de la Gloriosa.

El ala republicana de los demócratas planteaba una situación diferente, de clara confrontación con el Gobierno provisional y los partidos que lo integraban. Por ello no fue tenida en cuenta su posible participación. Los demócratas republicanos optaron por sus propios instrumentos de poder: las Juntas revolucionarias, allí donde éstas quedaban bajo su control; y por un proyecto político, incompatible con el resto. Su vía de actuación iba a ser completamente distinta, en lugar de ir a la búsqueda del compromiso, caminarían hacia la confrontación desde el primer momento. La dualidad Gobierno/Juntas, como institucionalización antagónica de dos conceptos de revolución permanentemente enfrentados, marcaría de forma intermitente el período 1868-1870.

La obra desarrollada por el Gobierno provisional, y en especial la del Ministerio de la Guerra, a la cual dedicamos un epígrafe particular, fue inmensa. Había que sustituir los materiales del régimen isabelino por otros, nacidos o imbuidos de la revolución. Desde el Ministerio de la Gobernación, por ejemplo, Sagasta se encargó de regular el sufragio universal; establecer la libertad de imprenta; asegurar los derechos de asociación... y vigilar el difícil mantenimiento del orden público. Todo ello al lado de multitud de asuntos de menor entidad, como disolver la guardia rural; reformar la ley municipal; legalizar no pocas asociaciones; suprimir la Junta de beneficencia y sustituirla por una Junta superior consultiva de Sanidad; rectificar el alistamiento de los Voluntarios de la Libertad...

Pero no menor fue el trabajo realizado por Romero Ortiz en Gracia y Justicia, estableciendo las condiciones para la prisión o arresto de cualquier ciudadano y las garantías que debían observarse; la separación de la administración de lo contencioso-administrativo; la extinción de todos los conventos y casas de religiosos, fundadas desde 1837, y la reducción a la mitad de los que existieran en aquella fecha; otorgó un indulto general para los presos por delitos comunes; reorganizó el Tribunal Supremo...

Ruiz Zorrilla transformó el marco jurídico de la Instrucción Pública, decretando la libertad de enseñanza y un nuevo plan de estudios; reorganizó carreras profesionales como la de los ingenieros industriales; cambió radicalmente la legislación de obras públicas; reglamentó los auxilios a las construcciones ferroviarias; liberalizó la creación de bolsas de comercio, casas de contratación, lonjas, alhóndigas, etc.; y decretó la incautación, por parte del Estado, de archivos, bibliotecas, gabinetes, etc., de las catedrales, cabildos, monasterios y órdenes militares para que constituyesen la aportación clave a las bibliotecas, archivos y museos nacionales. Precisamente, al tratar de dar cumplimiento a estas disposiciones, el gobernador de Burgos fue asesinado por un grupo de gente que se oponía a que la catedral se viera privada de tantos bienes. La simple recopilación de los principales asuntos abordados por el Departamento de Fomento nos llevaría más allá del propósito de este libro.

Algo parecido sucedería en el marco del Ministerio de Hacienda, donde Figuerola suprimió el impopular impuesto de consumos, sustituido por un reparto vecinal que, de momento, funcionó con poco éxito; reorganizó las atenciones a las clases pasivas; declaró al Tesoro Público independiente de la Caja General de Depósitos; reguló el tema de la renta de bienes propios municipales...

Las reformas de Ayala en Ultramar fueron también de gran calado, de cara, entre otras cosas, a que Cuba pudiera elegir dieciocho diputados a Cortes y Puerto Rico, once, dando mayor cauce a una vieja aspiración antillana.

En general, cabría hablar de una ingente obra, la que se abordó en condiciones no exentas de problemas. Unas, de carácter sociolaboral, agravadas por la adversa situación económica y para cuya posible resolución se presentó un proyecto de ley de creación de jurados mixtos de industriales y jornaleros (proyecto Alsina); y otras de tipo político, entre éstas, la más importante fue la del sometimiento de las Juntas revolucionarias que se negaban a aceptar la autoridad del Gobierno o que, al menos, se significaban por su talante republicano. Tal era el caso, aunque en distinto grado, de las de Madrid, Santander, Coruña, Cartagena, Zaragoza, Barcelona, Valladolid, Palencia... y, sobre todo, Cádiz, Sevilla, Granada y Málaga.

Prim en el Ministerio de la Guerra

 

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in duda, encargarse del Ministerio de la Guerra confería a Prim una cuota de poder importantísima para el presente y para el futuro de la Gloriosa y de su propia trayectoria personal. Pero no era asignatura sencilla enfrentarse a la necesidad de reorganizar, moralizar y disciplinar un ejército habituado a los pronunciamientos; con graves defectos estructurales en cuanto a la distribución de personal; importantes carencias de material y de medios, salido de una revolución; envuelto en una guerra de Ultramar; y, además, dependiendo el Gobierno esencialmente de él para mantener el orden frente a las asechanzas involucionistas, de un lado, y «revolucionaristas», de otro. Un ejército en el que las promociones meteóricas y las carreras estancadas obedecían, fundamentalmente, a la voluntad del ministro de turno.

Por si fuera poco, Serrano, antes de la llegada del conde de Reus a Madrid, había repartido los cargos más importantes del Ministerio de la Guerra entre unionistas que le eran, no sólo ideológica sino también personalmente, adeptos. Así pues, Prim debió afrontar la complicada tarea que le aguardaba sin colaboradores de confianza en puestos decisivos.

Sus primeras medidas fueron aplicar el ascenso general, otorgado por decreto de 10 de octubre de 1868, y reconocer —como dice Morayta—[241]algunos, muy pocos, de los empleos ofrecidos por él antes de septiembre. Olivar Bertrand, por el contrario, condenaba que Prim hubiera caído en la censurable práctica de premiar con empleos o ascensos los servicios revolucionarios. Unos galardones concedidos, más que a los amigos, a los enemigos de épocas anteriores a la conspiración y al triunfo de la revolución. En todo caso, habría que convenir que, en términos comparativos, no fueron tantos y que la mayoría de ellos correspondían a compromisos previos, en muchas ocasiones no contraídos por Prim. Además, el que recayeran, en cierto sentido, sobre los más alejados de su entorno, se debió al empeño por revestir las medidas adoptadas de la mayor equidad posible; aunque, en contra de lo que señalaba Regnault, los puestos entregados a la gente que había pedido para él la pena de muerte, en 1866, los había repartido Serrano, como hemos dicho.

Mérito suyo fue que se vencieran las dificultades y, gracias a su conocimiento del mundo militar, a su autoridad y a la parquedad con que distinguió a sus más afines, habría que apuntar en su haber el control del Ejército, pieza clave para la nueva situación, como lo había sido para lograr el triunfo de la revolución.

Buen ejemplo de su proceder lo constituye el caso de Escalante, miembro destacado de la Junta revolucionaria de Madrid, y a quien ésta le había concedido la faja de general. Amigo y protegido de Prim, no sólo no le convalidó tal ascenso, sino que además, como ministro de la Guerra, le mandó a Cuba para que hiciese méritos que justificasen su avance en el escalafón. Esta misma fórmula la aplicó con no pocos de los que pudieran sentirse postergados, pues el marqués de los Castillejos solía decir, conforme a su propia peripecia, que el militar debe ganarse sus empleos en el campo de batalla, y puesto que hay guerra —decía a los que querían ascender—, yo le pondré en posición de mejorar; con lo cual buen número de aspirantes a promocionarse eran destinados a tierras antillanas.

Sin embargo, no tardarían en producirse roces significativos entre Serrano y Prim a propósito de los ascensos militares, algo evidente ya a principios de 1869. Dos cosas pronto quedarían claras en relación con este asunto, la división entre unionistas y progresistas y el poder del conde de Reus. El duque de la Torre, presidente del Gobierno provisional, escribió al marqués de los Castillejos, ministro de la Guerra, el 8 de enero de 1869, instándole a suspender cualquier concesión de nuevos grados hasta que se decidiera en Consejo de Ministros; y anunciándole que tenía compromisos con varios mariscales de campo que merecían ser ascendidos, tanto por sus años de servicio como por su comportamiento en Cádiz y Málaga. La inmediata respuesta de Prim fue comunicarle que había firmado los ascensos a general de Sánchez Bregua, Baldrich y Gaminde; justificando su decisión en los méritos de los tres y «en que el partido progresista no contaba con más que cuatro generales, incluido él mismo, ministro de la Guerra —y remataba—,... no se me exija el abandono de los que tanto han sufrido por la causa de la libertad, porque no sería justo, ni conveniente, ni yo podría acceder a ello...».[242] Las discrepancias con Serrano no fueron más allá por el momento, y unas semanas después, el 25 de febrero de 1869, el propio Regente ascendió a Prim a capitán general.[243]

El conde de Reus, al igual que el resto de los ministros, aunque él de manera más directa, hubo de enfrentarse a la necesidad de suprimir los poderes paralelos, incompatibles con el Gobierno: los Voluntarios de la Libertad y las Juntas. La batalla contra éstas se planteó, decididamente, a partir del decreto de 17 de octubre de 1868, por el cual se acometía el desarme de los primeros. En algunas partes, la resistencia al cumplimiento de las normas del Ejecutivo dio paso a la lucha armada, especialmente en tres provincias andaluzas: Sevilla, Cádiz y Málaga.

Las Juntas desobedientes fueron sometidas por la fuerza del Ejército, mandadas por Caballero de Rodas, no sin que se produjeran decenas de muertos y cientos de heridos, entre el 13 de diciembre de 1868 y el 3 de enero de 1869. Sin embargo, aunque controlada por el momento la situación, se abrió desde entonces un auténtico foso entre los aliados de septiembre que no se cerraría en los años posteriores.

La cuestión de régimen y el proceso electoral

 

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ema aplazado y capital, el primero de estos asuntos no hacía referencia, únicamente, a la forma institucional que debía dar salida a la revolución; detrás del binomio antitético monarquía/república, se dilucidaba el protagonismo de cada una de las facciones revolucionarias, la elección de un modelo de articulación del Estado y el verdadero alcance del movimiento revolucionario en el orden social.

Unionistas y progresistas eran monárquicos. Pero no querían una monarquía como la que acababan de derribar, sino otra, nacida del derecho del pueblo, consagrada por el sufragio universal, símbolo de la soberanía nacional y garante de los derechos y libertades de los ciudadanos; o sea, la monarquía democrática. La conjunción de objetivos no iba más allá, por cuanto unos y otros tenían sus propios candidatos, con lo cual la fragmentación en el campo monárquico podía llegar a ser casi tan drástica como la de éste respecto al ámbito republicano.

Los demócratas, por su parte, se encontraban divididos en relación con este tema. Un sector, con Martos a la cabeza, se manifestaba «accidentalista», sin hacer bandera decisiva de la cuestión del régimen. Para ellos, más importante que la forma debía ser el fondo, el marco de actuación de la monarquía o de la república. Otra parte de los demócratas, con Orense, Pi i Margall, etc., al frente, eran irreductibles defensores de la república federal, y aun dentro del republicanismo demócrata cabían otros grupos partidarios de un modelo unitario. Por último, tampoco faltaban entre ellos los llamados «cimbrios», quienes en un manifiesto de 12 de noviembre de 1868 se habían declarado a favor de la monarquía.

Las calles de Madrid se convirtieron por esas fechas, 15 y 22 de noviembre sobre todo, en escenario de manifestaciones en pro y en contra de las diferentes alternativas. La batalla política se presentaba clave y monárquicos y republicanos estaban decididos a batirse en todos los terrenos.

El ministro de la Gobernación, por decreto de 6 de diciembre de 1868, convocó las elecciones en que se iban a confrontar las distintas fuerzas. En el preámbulo de esta disposición podía leerse, además, que el Gobierno sería neutral (todo un síntoma en relación con lo que hasta entonces se entendía que habían hecho siempre las autoridades), pero no escéptico (curiosa forma de adjetivar la neutralidad), pues no tenía rubor en declarar «que prefería la forma monárquica... y celebraría, por consiguiente, que saliesen vencedores de las urnas los mantenedores de este principio...».

La respuesta de los republicanos se produjo al cabo de unas semanas, con el manifiesto de 5 de enero de 1869, en el cual protestaban por la actitud de las autoridades y tildaban al Gobierno de traidor a la revolución, a la par que le acusaban de prácticas dictatoriales. No terminó aquí la pugna previa a los comicios. El 11 de enero el Gobierno contestó con mayor contundencia de la que había empleado en la convocatoria a Cortes. «Juzga el Gobierno —decía ahora— que tienen más seguro porvenir las instituciones liberales garantizadas en la solemne y sucesiva estabilidad del principio monárquico, que sometidas al peligroso ensayo —como calificaba a la república— de una forma nueva sin precedentes históricos en España y sin ejemplos en Europa dignos de ser imitados.»

Las elecciones de 1869

 

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as elecciones convocadas para los días 15 a 18 de enero, de las que saldrían los componentes de las Cortes que iban a reunirse en Madrid el 11 de febrero, fueron unos comicios muy especiales. Primero porque se trataba de elegir una representación nacional que debía elaborar la nueva Constitución; pero por si fuera poco, a nadie escapaba, como acabamos de señalar, que de los resultados de aquella consulta popular dependía el modelo de régimen y aun la forma de Estado que había de implantarse.

La circunstancia de celebrarse por sufragio universal y la actitud del Ministerio de la Gobernación propiciaron un proceso electoral mucho más transparente que en los tiempos isabelinos. Algún autor hablaba de «libérrimas elecciones».[244]Sin embargo, no faltaron opiniones en contra, particularmente de los republicanos. Orense denunciaría más tarde las —a su juicio— flagrantes violaciones de la voluntad nacional. Aunque también algunos progresistas como Muñiz acusarían a los gobernadores, favorables a la república, de haber cometido fraudes en beneficio de sus correligionarios.

Sobre unos cuatro millones de votantes, de los que participaron alrededor del 70 por ciento, los resultados dieron un amplio triunfo a los candidatos monárquicos. Las cifras de asignación de escaños varían de unas estimaciones a otras. Martínez Cuadrado identificaba a 236 como monárquicos (progresistas, unionistas y demócratas «cimbrios»); 85 republicanos, y 20 carlistas; es decir, 341 de los 381 diputados elegibles. Petschen, sobre 323 estudiados, asignaba 82 a la Unión Liberal, 127 a los progresistas, 21 a los demócratas monárquicos, 73 a los republicanos y 20 a los carlistas. Orellana cifraba en 180 los progresistas y demócratas; en 70 los unionistas; otros 70 republicanos; 14 carlistas; y 6 moderados isabelinos. En todo caso, un rotundo triunfo monárquico y, por consiguiente, del Gobierno.

La primera cuestión capital de la revolución quedaba resuelta, por el momento; lo que no significaba que los republicanos, o al menos una parte de los mismos, aceptaran las soluciones alcanzadas.

Prim en las Constituyentes

 

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iputado por Madrid y Tarragona en el período iniciado el 11 de febrero de 1869, Prim iba a culminar su carrera política en el Parlamento eligiendo el escaño correspondiente a la capital. El 22 de ese mes quedó definitivamente constituido el Congreso, bajo la presidencia de Nicolás M.a Rivero. La jornada resultó brillante, pero no exenta de tensión, como un aviso de lo que sería aquella legislatura. Algún diputado vitoreó a Serrano y otros, a Prim; sin que faltaran expresiones semejantes en honor de la monarquía democrática, a las cuales respondió el general Pierrad con un ¡Viva la República!, coreado por sus correligionarios. Fue la primera vez que este grito se oyó en el Congreso.

Al abrirse las sesiones, el general Serrano pronunció unas palabras que el destino convertiría en cruelmente proféticas. Hablando de las metas que aguardaban en el camino de la construcción política del nuevo régimen (elaborar una Constitución, establecer la forma de gobierno y elegir al jefe del Estado), y en el momento en que el Gobierno provisional, que presidía, resignaba sus poderes ante aquella asamblea, el duque de la Torre manifestaba: «¡Ojalá... que si entre nosotros aparece un Washington, investido con tantas virtudes como aquel gran varón, sus correligionarios no le amarguen la vida como se la amargaron al distinguido político de Estados Unidos.»[245]

¿Se sintió Prim identificado, aunque fuese de forma involuntaria, por aquellas palabras? No es posible saberlo, pero difícilmente cabría hacer una premonición más ajustada a su persona. ¿Conocía acaso Serrano la filiación masónica del conde de Reus y su nombre dentro de la secta? ¿Fue una alusión premeditada o una simple casualidad? Seguramente esto último, pero al marqués de los Castillejos, el hermano Washington en la masonería, llamado a ser el árbitro de la nueva situación de la política española, sus compañeros de revolución no sólo le amargarían la vida, sino que se la quitarían violentamente.

Sin embargo, ¡qué ajeno estaba el conde de Reus a sospechar entonces lo que había de sucederle! No podemos certificar que la referencia, directa o indirecta, de Serrano le causara una impresión tan fuerte como para desconcertarle por un momento. Pero, ciertamente, sufrió una distracción llamativa. Así, cuando decidido a no perder un ápice de protagonismo subió a la tribuna, inmediatamente después del vencedor de Alcolea, confundió de forma involuntaria a Narváez con Serrano, en medio del asombro general, asegurando estar perfectamente de acuerdo con el señor duque de Valencia, cuando era evidente que se refería al duque de la Torre.

Incidentes aparte, el discurso de Prim, constructivo y moderado, llamaba a la obra común de regenerar al país. Duro reto, pero se sentía optimista. Para alcanzar las metas de la revolución se jactaba de tener en el Hemiciclo muy buenos amigos personales y políticos; también, incluso, en las filas de la oposición. Con la misma confianza afirmaba: «... enemigos personales no creo que tengamos uno solo». El tiempo convertiría en tragedia aquella confianza.

Fue en esa intervención cuando, en respuesta a los que ya le acusaban de planear la restauración a favor de don Alfonso, proclamó, entre el aplauso de la inmensa mayoría de los diputados, que la dinastía caída no volvería ¡jamás!, ¡jamás!, ¡jamás! Pensaba que España entera, salvo pocas excepciones, tenía la misma opinión, así que «... restaurar a los Borbones derrocados —declaraba con no menos fervor— sería imposible, imposible, imposible». La fortuna, el azar o el tiempo se encargarían de reducir el carácter absoluto de aquellos «jamases» y de aquellos «imposibles» a un brevísimo plazo; como queriendo demostrar el fracaso de cualquier determinismo histórico.

Al cabo de tres sesiones de debate, en las que se manifestó la lógica oposición de los republicanos (Orense, Castelar, Figueras, Pi i Margall), el general Serrano fue elegido presidente del poder ejecutivo, que venía a continuar la obra del Gobierno provisional, hasta la aprobación del texto constitucional. No se produjeron variaciones en la composición del nuevo gabinete, respecto del anterior.

Prim, desde el Ministerio de la Guerra, hubo de seguir acometiendo algunos de los mayores problemas de aquellos meses. Pronto comenzaría el vía crucis del marqués de los Castillejos en las Cortes Constituyentes. Las críticas a la política de recompensas, como premio a la participación de los militares en los sucesos revolucionarios, y los ataques a la gestión del Gobierno provisional ponían a prueba su paciencia. Lo mismo debía justificar la actuación de Caballero de Rodas contra la desobediencia de las Juntas de Cádiz y Málaga, que defender los derechos del conde de Montpensier a conservar su grado y honores de capitán general del Ejército. Dentro de la batalla por la forma que debía adoptar el nuevo Estado y por su jefatura, en suma, en la lucha por el poder, se combatía en todos los ámbitos.

En su papel de gobernante se perfilaba a cada paso el marqués de los Castillejos como un hombre prudente que hablaba, casi siempre, con rectísimo criterio; dueño de sus palabras y, más aún, de sus silencios. Si en sus primeros años de parlamentario fue sumando lecciones en el difícil arte de la oratoria, no sin gran esfuerzo; sus años de máximo responsable de la conspiración le habían enseñado algo más difícil, a saber callar.

Forzado a proceder con moderación, el conde de Reus se perfilaba como el hombre de Estado por encima de todas las banderías, procurando conjugar sus propuestas, de cuando actuaba desde la oposición, con las responsabilidades de gobierno. ¿Que había pedido mil veces la abolición de las quintas, tanto en el Congreso como en sus manifiestos y en sus campañas electorales? Pues bien, llegaba el momento de mostrarse coherente con tales exigencias, pero sin demagogias, aplicando alguna fórmula en la superación de aquel sistema que permitiera asegurar las necesidades de la defensa contra los enemigos externos e internos del país. ¿No estábamos en guerra en Cuba? ¿No seguía latente la amenaza carlista? Pues no quedaba otro remedio frente a las impaciencias de los que propugnaban, de modo insensato, la desarticulación del modelo vigente en las fuerzas armadas, que atender a las exigencias de la realidad.

Bien sabía el marqués de los Castillejos que terminar con las quintas, además de una forma de mostrarse coherente con su pasado, era tan popular como impopular resultaba cualquier dilación al respecto. Ponía por testigos a Ruiz Zorrilla ya Sagasta de las numerosísimas veces que les había comentado que era aquélla una de las reformas más convenientes y la que más honra y gloria habría de dar al partido que la llevase a cabo. ¿Quién más convencido, pues, para ponerla en práctica?

No obstante, todo ministro de la Guerra, hasta nuestros días, y cualquier gobierno serio podrían hablar largo y tendido de las dificultades para convertir un ejército, basado en el servicio militar obligatorio, en otro compuesto de personal voluntario, y de los problemas que las precipitaciones en este terreno acarrean, aun en tiempos de paz.

El conde de Reus, conocedor como pocos de las capacidades y las posibilidades, en términos humanos, técnicos y económicos, de las fuerzas armadas de aquella España, no podía admitir que, de la noche a la mañana, el papel del Ejército lo desempeñaran los Voluntarios de la Libertad.

En aquel asunto de tan enormes repercusiones sociales se ventilaba además un tema político decisivo. Sustituir a las fuerzas regulares por los Voluntarios, en esos instantes, era tanto como entregar el poder a los demócratas, especialmente a los república nos. Sin embargo, el debate convenía plantearlo en términos técnicos y económicos. Prim, con su experiencia de mil batallas, sabía que aunque algunos de estos antiguos milicianos, como los de Gandesa, Cenicero, Campo o Bilbao..., se habían comportado heroicamente en determinados momentos, si tuvieran que sustituir al Ejército permanente, su eficacia sería mucho menor. Con ello podía argüir, ocultando lo que se le antojaba mayor amenaza (la posibilidad de que los republicanos se hicieran con el poder), que con unas fuerzas armadas fruto de la improvisación antes de un año los carlistas ocuparían Madrid.

El otro argumento de innegable peso en un país con grandes apuros financieros era de tipo económico. Más allá de la temida ineficacia, a corto plazo, de este voluntariado, al menos en acciones de guerra, Prim trataba de demostrar que tampoco cuadraban las cuentas al sustituir al sufrido soldado español de reemplazo, el cual costaba al Estado por todos los conceptos 3 reales y 78 céntimos diarios, por otro al que llevaría a filas su voluntad, pero también los 6,5 reales por lo menos que habría que pagarle. ¡Adiós presupuesto! Aunque, señalaba Prim con un punto de ironía, dirigiéndose a los diputados más impacientes en suprimir las quintas, eso importaría poco en cuanto el país estuviese dispuesto a soportar los oportunos sacrificios de tales costes, es decir, los impuestos correspondientes.

No obstante, en el fondo, era partidario de cambiar el Ejército de soldados sorteables por otro de voluntarios, según el modelo inglés, siempre que se tratara de unas fuerzas armadas estables. Así lo demuestra el hecho de haber encargado a Milans del Bosch los estudios necesarios para ello. El principal problema era la forma y el momento de pasar de uno a otro.

La oposición republicana, aunque no fue capaz de presentar alternativas viables a los argumentos del conde de Reus, tampoco cesó en sus acometidas contra las quintas; solicitando cuanto antes la eliminación de las mismas. Pero Prim se mantuvo incólume frente a tales demandas. Frente a los que no querían soldados de ningún tipo porque afirmaban no necesitarlos, proclamaba que eran indispensables para sostener los derechos de la sociedad, el desarrollo de la revolución y la consolidación de la libertad. Veía en el Ejército permanente, de reclutamiento forzado o voluntario, el que las Cortes decidiesen, la garantía más sólida frente al carlismo, al republicanismo intransigente y a las insurrecciones separatistas de Ultramar. Precisamente, aquellos que querían neutralizar la fuerza del Estado para imponerse a la mayoría.

La revolución de septiembre pretendía asegurar, entre otras cosas, la libertad y el marqués de los Castillejos estaba dispuesto a llevarla a todos los rincones del país, y por supuesto hasta las Antillas. Pero en ningún modo permitiría que socapa de estas o aquellas reivindicaciones se gritara en ninguna parte ¡Muera España! sin responder, al momento —como decía—, con el hierro y con el fuego.

Rebatiendo a los detractores de la institución militar, Fernando Garrido entre ellos, Prim se manifestó siempre como un acérrimo defensor del Ejército, bien fuese desde su puesto de ministro de la Guerra o como presidente del Gobierno, cuando ostentó ambos cargos. Al defender a las fuerzas armadas de las acusaciones, o al menos sospechas, de conspiración contra la revolución, el marqués de los Castillejos proclamaría algo que tal vez merezca alguna reflexión a propósito de la, hasta entonces, tan indeseable como frecuente intrusión de los militares en la política. «El Ejército —decía el conde de Reus— no manda, el Ejército obedece a las Cortes Constituyentes...; el Ejército español —repetía— es amigo de la libertad.»

El mismo problema, sobre la para algunos cuestión clave de la abolición de quintas y la dotación de hombres para la fuerza permanente del Ejército, se repetiría al año siguiente. Idéntico debate y prácticamente con los mismos interlocutores. La posición de Prim, inalterable: ¿cómo sustituir el sistema de las quintas? En 1869 como en 1870 resultaba imposible otra salida, y sin llegar a una solución clara, capaz de asegurar la efectividad militar, no podía avanzarse más en este terreno. Otra cosa, también necesaria y más asequible, sería la reforma de las ordenanzas, a lo cual el marqués de los Castillejos no sólo no se oponía sino que la impulsaba, sin titubear, a la búsqueda de unas fuerzas armadas más modernas y acordes con los nuevos tiempos.

Prim enfrentado a Paul y Angulo

 

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a ofensiva republicana, con el objetivo último de implantar su modelo de Estado, se aferraba, como es lógico, a todas las oportunidades, a todos los asuntos, explotándolos de modo que desgastasen al Gobierno, o lo que era igual, al hombre fuerte del mismo, es decir, a Prim. Figueras, Castelar, Garrido, Pierrad..., todos se medirían en las Cortes con el conde de Reus, quien les respondía, más que con habilidad retórica, con el estilo directo del que siempre hizo gala. Un lenguaje sencillo que en ocasiones podría sonar amenazante, en unos debates que iban subiendo de tono a medida que transcurrían las semanas. Ante la apelación a las masas, a veces demasiado acaloradas, de los sectores más radicales, el marqués de los Castillejos invocaría el respeto a las instituciones, incluso en la cuestión de la forma del futuro régimen en que se declaraba monárquico desde el principio. En aquel contexto, en las secuelas de la dialéctica entre la revolución inacabada para unos y la revolución concluida para otros, se iba a producir su ruptura con Paul y Angulo, que tan trágicos efectos tendría a la larga.

Los sucesos de Jerez, episodio particularmente sangriento de la serie de insurrecciones y resistencias al Gobierno revolucionario (Cádiz, Málaga, Béjar, Medinasidonia, Paterna...), salpicaron no sólo al ministro de la Gobernación, Sagasta, sino de modo especial al ministro de la Guerra, por dos motivos de naturaleza opuesta. Uno, por ser el responsable superior de las tropas, que aplastaron la revuelta, a las cuales debía defender. Dos, por las muestras de apoyo que, en otros momentos, al comienzo de la revolución, el conde de Reus había recibido de una parte de la población jerezana; sobre todo del alcalde de la ciudad, Pedro López, y del citado Paul y Angulo, implicado de algún modo en los hechos, a quien todavía consideraba el marqués de los Castillejos «... amigo mío y persona a quien quiero —decía— porque ha prestado ... eminentes, distinguidos y valientes servicios a la causa de la revolución».

Las palabras de Paul y Angulo hacia Prim, en la primera intervención que aquél tenía en la Cámara, dejaban ver ya el distanciamiento que empezaba a producirse entre ambos y el encono naciente de revolucionario radical hacia el conde de Reus, al cual, no obstante, declaraba tener aún, más por formulismo que por sentimiento, el mismo afecto que un hijo puede tener por su padre. Pero aquel cariño filial no le impedía hacer responsables a los hombres del Gobierno provisional, y entre ellos al marqués de los Castillejos, de lo ocurrido en Málaga, Cádiz y Jerez. La ruptura entre ambos quedaría irremediablemente abierta. La respuesta de Prim, afeándole los términos de su discurso, acababa con cualquier retórica de aparente entendimiento. Un foso insalvable separaba al «padre ofendido» del «hijo irrespetuoso», que se mostraba más osado que razonable.

No fue el último rifirrafe de ambos durante aquellas jornadas. Tanto a propósito del trato que recibían los republicanos deportados a Ceuta, por participar en aquella insurrección, como después de apagados los ecos de los sucesos de Jerez, hubo frecuentes enfrentamientos en las Cortes del fogoso Paul y Angulo con el conde de Reus. El guión se repetía en cada episodio. Frente a los belicistas argumentos del diputado jerezano, el ministro de la Guerra insistiría, una y otra vez, en el acatamiento de la voluntad de las Cortes como representantes de la nación; advirtiéndole, de paso, que el Gobierno habría de usar la fuerza en defensa de la legalidad contra cualquiera que osara rebelarse. Paso a paso, día a día, la confrontación entre el gobernante monárquico y el diputado republicano iba pasando de las ideas al campo de lo personal.

El balance de los republicanos, primero sobre la obra del Gobierno provisional, más tarde del Poder Ejecutivo y de las Cortes Constituyentes, no podía ser más negativo. En poco tiempo —según su criterio—, el país que había hecho una revolución para librarse de las exacciones e impuestos caprichosos de los gobiernos de una reina inmoral y para sacudirse la amenaza de un ejército golpista, se encontró con la movilización de una quinta de veinticinco mil hombres y con la emisión de unos empréstitos que elevaban la deuda pública a cifras alarmantes. Siempre a su modo de ver, el principal responsable de aquellas medidas no era otro que Prim.

La agitación que no cesa

 

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principios de mayo de 1869, Balaguer interpelaba en las Cortes al ministro de la Guerra sobre los rumores de agitación social que se venían produciendo en Cataluña desde el mes anterior. Se decía que el conde de Reus, de acuerdo con la minoría republicana, proclamaría la república en Barcelona. Bulos y más bulos, tan descabellados como los que, por las mismas fechas, advertían que se proclamaría rey de España.

Desde otro prisma, Vinader se quejaba de la persecución de que estaban siendo objeto algunos ciudadanos barceloneses acusados de carlistas. Prim le aseguró que, de ser así, se estaba procediendo conforme a la ley. En todo caso, la preocupación ante cualquier amenaza de este signo afectaba especialmente al conde de Reus, que en evitación de posibles disturbios, había autorizado al capitán general del Principado para que armase a los liberales de aquellos pueblos donde el carlismo tuviera mayor fuerza.

Por las mismas fechas, Gil Pagés preguntaba a Prim por los acontecimientos que, según se decía, estaban sucediendo en Zaragoza. Noticias e inquietudes parecidas se planteaban en el Parlamento desde muchos otros puntos de España. El país entero vivía en medio de una evidente tensión y no faltaba día en que el rumor de alguna turbulencia social llegara a las Cortes. Cualquier movimiento de tropas, cualquier episodio de violencia, por pequeño que fuese, causaba un auténtico sobresalto, al menos a la clase política. El marqués de los Castillejos se veía obligado a multiplicar sus esfuerzos para tranquilizar a todos.

En medio de ese ambiente, el Gobierno procuraba asegurarse por todos los medios el respaldo del Ejército y para ello, el mencionado Balaguer, amigo de Prim y vocero suyo en este caso, propuso a las Constituyentes que aprobaran el abono de las pagas que correspondían a los militares que hubieron de marchar al exilio. Además, al mismo tiempo, el ministro de la Guerra se oponía a cualquier intento de purga en las fuerzas armadas, como pretendían los partidarios de la república, pues según él, esto podía ocasionar graves perturbaciones.

Sin embargo, no eran sólo los republicanos, como decíamos, la preocupación del poder provisional, también los carlistas, que un día sí y otro también amenazaban con la insurrección, acometían al Gobierno y,sobre todo, a Prim. Aunque en este caso, era la cuestión religiosa, principalmente la libertad de cultos, la bandera de los Manterola, Ochoa, Ortiz de Zárate, entre otros, para arremeter contra las disposiciones de las autoridades revolucionarias. El conde de Reus reconocía que su actitud ante el carlismo resultaba tan intransigente que, tiempo antes de la revolución, se mostraba partidario de que no se admitiera en las Cortes Constituyentes a diputados carlistas.

La Constitución de 1869

 

A

la vista de los resultados electorales, el proceso constituyente obedeció a las pautas marcadas por progresistas y unionistas, especialmente a los primeros, con el apoyo de demócratas monárquicos («cimbrios») y con la oposición principal de los republicanos. El texto preparatorio para la futura Constitución fue elaborado por una comisión de quince miembros, con representación de las tres primeras formaciones políticas citadas. Al frente de aquel grupo se colocó a Olózaga, experto en temas constitucionales, y el 30 de marzo de 1869 presentaron en las Cortes el correspondiente proyecto.

Para los republicanos éste no ofrecía novedad alguna y era un simple plagio de otras constituciones [246]«... un código político injusto y arbitrario, en el cual la libertad y el absolutismo andaban barajados en nefando consorcio; un insulto al principio de igualdad y justicia y un sarcasmo a los proclamados por la revolución de septiembre».[247]Con tales planteamientos no era difícil prever un duro enfrentamiento parlamentario.

Los debates, aunque duraron menos de dos meses, entre el 6 de abril y el 31 de mayo de 1869, fueron, electivamente, agrios. Contra la totalidad del proyecto hablaron Sánchez Ruano, Castelar y Figueras. Tal vez la intervención más incisiva fue la del último. Pero la tensión llegó a su punto más elevado cuando se debatieron los artículos referidos a dos temas capitales: la cuestión religiosa y la del régimen.

Pocos asuntos tan candentes, en aquella época de apasionamiento político, como los relativos a las relaciones entre la Iglesia y la revolución. Si en otros campos resultaba difícil para el Gobierno provisional, en conjunto y a cualquiera de sus miembros en particular, adoptar posiciones moderadas, mucho más lo era frente al anticlericalismo, exacerbado por las circunstancias, que dominaba en gran parte de los medios políticos. ¿Qué podía esperarse —desde la óptica católica— de un régimen que había echado a andar expulsando a los jesuitas o suprimiendo parte del clero?

También aquí el comportamiento del conde de Reus demostraría una notable ponderación al desaprobar una propuesta de Romero Girón contra el Patriarca de las Indias, «para no dejarse llevar —decía— a actos que pudieran parecer hijos del despecho o, peor aún, del rencor». ¡Qué lejos quedaba el Prim diputado novel, que en otro tiempo clamaba contra los curas en aquellos mismos bancos!

Los republicanos libraron en este terreno una dura batalla, desde Pi i Margall, quien aseguraba que hacía tiempo que el catolicismo había muerto en el corazón de los españoles, hasta Sunyer y Capdevila, con sus pintorescas demandas en pro de declarar la guerra a Dios, a los reyes y a la tuberculosis. También Castelar, García Ruiz, Díaz Quintero, Robert y Garrido, entre otros, se distinguieron en este terreno. El último de ellos tuvo su momento más inspirado, denunciando la hipocresía en materia de religión, cuando preguntó a los diputados, en forma desafiante: “¿Cuántos de vosotros habéis cumplido este año con el precepto pascual?»

Pero con no menos ardor procedieron, en defensa de la unidad religiosa, los ultras más intransigentes del catolicismo y sus representantes. Planteada la pugna a manera de enfrentamiento del mundo tradicional contra las nuevas ideas, los vaticanistas adujeron la vigencia de encíclicas papales como la Quanta Cura y el Syllabus. El arzobispo de Santiago y el obispo de Jaén se distinguieron entre los que postulaban la confesionalidad del Estado.

El tono de aquella confrontación, en la que las palabras iglesia, universidad, Dios, ciencia, fe, progreso... se contraponían radicalmente, y donde expresiones como «oscurantismo religioso» o «doctrinas peligrosas» se utilizaban como bandera, se parecía demasiado al de las arengas prebélicas. Sólo algunas voces, por ejemplo la de Montero Ríos, clamaban por superar el fanatismo, de uno y otro signo, buscando rebajar los excesos dramáticos y la crispación general.

Al final se impuso una especie de pacto que no dejó contentos a ninguno de los más furibundos clericales, ni anticlericales, pero que recogía los postulados más contemporizadores. Los artículos 20.° y 21.° del proyecto quedaron refundidos en el definitivo artículo 21,°, el cual establecía la obligación del Estado en el mantenimiento del culto y de los ministros de la religión católica y, a la vez, recogía la libertad de los extranjeros residentes en España para el ejercicio público o privado de cualquier otro culto, sin más limitación que las reglas universales de la moral y el derecho.

Si la salida al debate religioso había encontrado una solución más o menos equilibrada, conjugando las diversas aspiraciones y las posibilidades que la realidad ofrecía, el otro motivo de fuerte discrepancia y donde el acuerdo resultaría imposible era el recogido en el artículo 33.°, referente al régimen que había de implantarse, aunque esto venía ya preconizado por el reparto de asientos en el Congreso. El proyecto constitucional establecía una monarquía cuyo primer rey debía ser elegido por las Cortes.

Nuevamente, los ataques desde las filas republicanas resultaron muy intensos. Castelar afirmó que la monarquía encarnaba la injusticia social y la reacción política. Un sistema al que, como a la religión católica, se acusaba de ir en contra del espíritu del siglo. No menos contundentes se mostraron Pi i Margall, García Pérez y Sánchez Ruano.

Salió a colación entonces un aspecto clave de la revolución de septiembre. El protagonismo en la misma habría correspondido a la clase media y a algún segmento de la más elevada. Con ellas, el peso lo había llevado el Ejército y la Marina. Las clases sociales menos favorecidas, las masas, se sumaron al éxito revolucionario cuando se produjo. Los primeros habían sido nucleados por progresistas y unionistas. Los últimos, por los que ahora les movilizaban para conseguir el poder o, en última instancia, para desgastar al Gobierno, es decir, por los republicanos.

En parte al menos esto era cierto. Puede que porque Prim, aunque en alguna ocasión dijera lo contrario, siempre desconfió del elemento civil como agente de la revolución que él deseaba. En cualquier caso, esos sectores populares se habían movido menos contra el régimen isabelino de lo que ahora lo hacían contra las instituciones salidas de la Gloriosa.

La intervención de López de Ayala en el debate referente al régimen puso de relieve esta circunstancia, aunque sus afirmaciones quedaran matizadas un tanto por Topete, en defensa del apoyo que le habían ofrecido Pastor y Paul y Angulo para iniciar, si procedía, una revolución en el momento en que los generales unionistas fueron enviados a Canarias, en julio de 1868.

Finalmente, y por 214 votos contra 71, quedó aprobado el artículo 33.°, votado en la noche del 20 al 21 de mayo de 1869, y con él sancionada, definitivamente, la monarquía como forma de gobierno para la España de 1869. Concluidos los debates, el 6 de junio de 1869 se promulgó la Constitución.

Prim, como ministro de la Guerra, dio libertad a los militares para que, en conciencia, juraran o no la Constitución; eso sí, el Gobierno, en contrapartida, se reservaba el derecho de confiar o no mando a los que optasen por no aceptar el texto constitucional.

La Regencia: Prim, el hombre fuerte de la situación

 

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probada la nueva carta magna, comenzaba un período de interinidad, a cargo de una Regencia, hasta que las Cortes eligiesen el nuevo rey. Rechazada la propuesta republicana de que fuese un órgano colegiado, se impuso la forma unipersonal y tan alta magistratura se le confirió a Serrano por 144 votos contra 45. Era el 15 de junio de 1869 y el duque de la Torre aceptó el cargo, jurando la Constitución en una brillante ceremonia. Los bancos de los republicanos estaban vacíos.

No habían transcurrido más que unos meses desde el triunfo de la Gloriosa y el marqués de los Castillejos era ya, sin duda, el hombre fuerte y el alma de la nueva situación política. Desplazado el duque de la Torre a la «jaula de oro» de la Regencia, como dijo Castelar, pero sin el control directo del poder, quedaba éste en las manos del conde de Reus, en su condición de presidente del Gobierno y ministro de la Guerra. El prestigio que le rodeaba entre los suyos era enorme y su ascendiente sobre todos incontestable.

Tal vez quien mejor puso de relieve que aquél era un tiempo marcado por el reusense fue, según veremos, la revista La Flaca. Con su innegable sentido humorístico acerca de la realidad databa sus números por la fecha correspondiente al día y mes del año pero sustituyendo la mención de esta cifra por la expresión «... del primer año del último entorchado de don Juan Prim». Incluso su imagen como arcángel san Miguel, prototipo del vencedor, reproducida en tarjetas, circulaba ampliamente por la España de entonces.

Para sus detractores, el marqués de los Castillejos sobresalía en aquella coyuntura porque tenía la habilidad de saber explotar los instintos del poder y el afán por los goces del presupuesto de un amplio grupo de diputados. Es posible, pero detrás de la calumnia (pues nada se demostraba de tal acusación) era fácil percibir a Prim por encima, al menos, de esta última inclinación.

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