Prim

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CAPÍTULO IX » Prim y el problema antillano

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En cualquier caso, su superioridad radicaba en su pragmatismo y en su autocontrol, adornados con unas dosis de mayor moralidad que la de su entorno. Conviene recordar que, aun siendo monárquico convencido, cuando se gestaba la revolución y se veía presionado por unos y otros para imponer la república o la monarquía en el programa de la Gloriosa, respondía: «Si el país decide que haya república, pues me presentaré a la presidencia. Si decide monarquía, habrá monarquía.»

Además, todos tenían que reconocer su absoluta dedicación a las tareas de gobierno. No sólo en las ocupaciones del Ministerio de la Guerra primero, y en las de la presidencia del Gobierno después, sino hasta en su espacio familiar.

Son múltiples los testimonios de esta actividad constante. Regnault, por ejemplo, habría escrito: «El otro día pasé la velada en casa de Prim. ¡Aquello era mortal! El general es perseguido hasta en la alcoba por gentes que quieren hablarle a todo trance de sus asuntos... Prim está agotado.» [248]

 

Hemos visto numerosas notas escritas por él que indican lo mismo, como la conocida que dirigió a Antonio de Arístegui, uno de los que habían contribuido destacadamente al éxito de la Septembrina. «Por fin tengo diez minutos que dedicarle a usted ¡Cómo vivo!... Desde las siete de la mañana hasta las quince de la noche estoy en escena. Hay días que creo que no puedo más, pero como he de poder, renace el espíritu y puedo.»[249] No era retórica autopropagandística. Aquella tensión llegó en determinados momentos a resquebrajar la tranquilidad de su casa y la paz de su familia, provocando, incluso, alguna discusión entre el marqués de los Castillejos y su esposa.

Dos problemas sobresalían entre los que aguardaban al nuevo jefe de Gobierno: el mantenimiento del orden y la búsqueda de un candidato a la Corona. En ambos se empleó con firmeza y sin reposo. No obstante, arañando tiempo al descanso nocturno siguió atendiendo a su habitual y voluminosa correspondencia epistolar con familiares y amigos.

El 19 de junio de1869 Prim se presentó en las Cortes como presidente del Consejo de Ministros. Comparecía en la Cámara parlamentaria para manifestar los propósitos de su Gobierno, en un período que calificaba de incertidumbres y recelos, prometiendo actuar con la más estrecha observancia de la Constitución, aunque para ello tuviera que emplearse con dureza y hasta con crueldad. Pero junto a la declaración de firmeza incluía la llamada a la colaboración de todas las fuerzas políticas.

El programa de Prim era sencillo. En política interior, mantenimiento del orden público como objetivo central y no poco ambicioso. En política exterior, atención especial a las futuras relaciones con las repúblicas hispanoamericanas (a fin —decía— de reconquistar el aprecio, la amistad y el cariño de aquellos hombres que son de nuestra propia raza y hablan nuestra propia lengua). Aunque, en lontananza, dos asuntos del Viejo Continente, en parte ligados, obligarían a incluirlos entre las preocupaciones más importantes: el contencioso franco-prusiano y la «cuestión romana». Por lo que respecta al tema de las finanzas públicas esperaba salvar los escollos presentados, aunque no avanzaba un proyecto claro de cómo lograrlo.

En su afán por evitar la ruptura completa con los republicanos participó en la fiesta en que éstos conmemoraban el aniversario de la sublevación del cuartel de San Gil y saludó a su bandera, y todavía a principios de julio de 1869 ofreció a los federales la oportunidad de entrar en el Gobierno para ocuparse de dos carteras importantes: Hacienda y Fomento. Su propuesta encontró el vacío. Los republicanos más intransigentes habían escogido el camino de la violencia. Pronto iban a comprobar la firmeza de la filosofía de Prim en este terreno: «Diálogo con el que quisiese dialogar», pero al que quisiera discutir con una carabina en la mano se le contestaría con un cañón.

Sí aceptaron entrar en el Gabinete los cimbrios, por ello, introdujo una primera remodelación en el mismo el 13 de julio de 1869.

Sin duda, en vísperas del asueto veraniego, las aguas políticas bajaban un tanto agitadas. Por un lado, los republicanos estaban decididos a echarse a la calle y, por otro, los círculos proalfonsinos daban muestras de notable actividad, mientras los unionistas exteriorizaban su disgusto ante la marcha de los acontecimientos. En este sentido, el general Izquierdo escribía al Regente quejándose de que al frente de la Administración y del Ejército se iban situando hombres «sin historia, ni seso, ni reputación, ni honradez». En caso de continuar por esta senda amenazaba con retirarse, pues no quería convertirse en cómplice.[250]Para que nada faltase, algunas partidas carlistas se echaban al monte.

La búsqueda de rey

 

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a diversidad de intereses, derivados tanto de la situación política española como de la coyuntura internacional, convirtieron la elección del rey en una interminable prueba de obstáculos y en un auténtico desafío para el marqués de los Castillejos. La coronación institucional de la Gloriosa acabaría convirtiéndose en una empresa hercúlea y con más complicaciones para su culminación que la trama y la urdimbre del tejido de la mujer de Ulises.

No es el tema de este libro el estudio de tan arduo proceso, pero nos resulta imprescindible señalar sus aspectos fundamentales, porque en él se consumió buena parte de la vida de Prim como gobernante y en él se encuentran, sin duda, las claves de su muerte.

Al fin de exponer lo ocurrido con cierta brevedad, nos parece que puede ser eficaz la aplicación de un esquema capaz de ayudarnos a seguir los pasos del conde de Reus en tan intrincado negocio. Conforme a la pauta marcada en su día por el profesor Palacio Atard,[251] cabría señalar tres tiempos:

1. las primeras gestiones que discurrirían hasta junio de 1870;

2. el fracaso de la candidatura Hohenzollern (junio-julio de 1870);

3. la fase final que llevó a la aceptación del duque de Saboya.

En realidad, aspirante o candidato que se postulase como tal, tomando cuantas iniciativas le parecieron oportunas para conseguir la Corona de España y manteniéndose en ese esfuerzo del primero al último momento, sólo hubo uno: don Antonio de Orleáns, duque de Montpensier. Al resto de los que, en algún instante, aparecieron involucrados en la dificultosa elección del rey, se les ofreció una posibilidad que no habían solicitado sino aceptado, en el mejor de los casos. Por eso dedicaremos una atención especial a la peripecia de Montpensier en su pertinaz y fallido esfuerzo.

Durante lo que hemos llamado las primeras gestiones, se entrecruzaron los nombres y las opciones del mencionado Montpensier, Fernando de Coburgo, don Luis de Portugal, los duques de Saboya y Génova, Leopoldo de Hohenzollern, Espartero y Alfonso de Borbón e incluso otros más. En realidad, antes de la revolución ya se habían producido los primeros contactos de los unionistas con Montpensier y de los progresistas con Fernando de Coburgo, rey consorte de Portugal, viudo de doña María de la Gloria, de quien eran decididos partidarios, entre otros, Olózaga, Sagasta y varios más. No olvidemos que en 1867 se había provocado un distanciamiento entre Salustiano Olózaga y el conde del Reus porque aquél quería que Prim aceptara la opción de don Fernando como bandera de la Gloriosa, un problema superado a duras penas por la entrevista que ambos mantuvieron en la ciudad belga de Mons, en la primavera de aquel año.

A partir de enero de 1869, Prim y otros progresistas enviaron a Lisboa a Fernández de los Ríos con el propósito de que Fernando de Coburgo accediera a ser candidato a la Corona española. Pero éste no aceptó, oponiendo una rotunda negativa que en modo alguno alimentaba esperanzas, ni siquiera para el futuro. Cuatro factores pesaban en la decisión de don Fernando: la oposición de un amplio sector de la población portuguesa, temerosa de una hipotética Unión Ibérica, que muchos progresistas españoles deseaban; el recelo de Inglaterra y aun de Francia por la misma causa; el hecho de que su hijo pudiera aspirar también al Trono español; y, finalmente, la situación de convivencia que mantenía con una ex actriz, Elsa Hensler, con la cuál terminaría contrayendo matrimonio.

Tampoco le ofrecía demasiada confianza el panorama político español. Tenía miedo de perder la renta que recibía del presupuesto portugués y que la aventura en España terminara mal. Prim le aseguró unas cantidades que le garantizaban hacer frente a tal riesgo, pero ni aun así logró convencerle definitivamente.

Además, Montpensier fundó en Portugal El Incoloro, periódico dedicado a publicar cuanto pudiese incidir negativamente en la candidatura de Coburgo, poniendo a Fernando en una situación incómoda.

Por unas u otras razones, pasaban los meses y la monarquía no acababa de tomar cuerpo. La división de los monárquicos y sus disensiones contribuían, como tantas veces sucede en el juego partidista, a favorecer a sus contrarios, hasta el extremo de convertirse en los mayores aliados de la oposición. No le faltaba razón a Navarro Rodrigo, cuando en vísperas de la entrada en vigor del texto constitucional de 1869 manifestaba a las Cortes: «Los que están haciendo posible la república en España —decía— no son los republicanos, somos nosotros (los monárquicos)...» Así sería, primero, dilatando la llegada al Trono de Amadeo de Saboya y, después, propiciando el cambio de régimen en 1873.

Prim aceptó la renuncia de don Fernando de Coburgo; «Yo sé bien —diría en las Cortes el conde de Reus— que a un príncipe de sus condiciones, que se ha hecho una existencia a su gusto, debía serle penoso venir a España a vivir de otra existencia...» Sin embargo, lamentaba la negativa del monarca portugués porque, de haber llegado a ser rey de España, hubiera contribuido a la grandeza, al porvenir y a la gloria de los dos países ibéricos.[252] Y no porque tras de aquellas palabras se escondieran viejas aspiraciones anexionistas. Al contrario, el iberismo del marqués de los Castillejos era respetuoso con nuestros vecinos, pues «nosotros los españoles —afirmaba, quizá con alguna exageración— no hemos tenido nunca la pretensión, ni la tenemos hoy, de que el noble pueblo portugués venga a fundirse con nosotros, venga a formar parte de la nación española».

Respecto a Portugal, insistía, queremos que españoles y portugueses se conozcan, que vivamos como amigos, como hermanos, como deben vivir dos pueblos con tantos rasgos comunes. El conde de Reus se mostraba favorable a mejorar la comunicación, incluso a que desapareciesen las fronteras entre ambos países —sin duda se refería a las de tipo económico—, pero que cada nación guardara su autonomía. Son los mismos o muy similares términos con los que se había manifestado años atrás, cuando perseguido por las fuerzas del Gobierno, tras el fracaso de Villa— rejo, hubo de internarse en Portugal y fue acogido en Lisboa por el marqués de Niza.

Según Prim, don Fernando, de haber aceptado, pudo ser rey de España. Respondiendo a una pregunta de Cantero, el 10 de junio de 1869, le dijo: «La razón de que no haya rey en España es la negativa de don Fernando.»

Entonces se iniciaron los contactos con la casa de Saboya. El embajador español en Florencia, Montemar, se encargó de la gestión confidencialmente. Primero se ofreció la Corona al duque de Aosta y ante su negativa se hizo lo mismo con el duque de Génova, sobrino del rey de Italia, con idéntico resultado.

Tampoco se concretaba en nada la posible opción de Espartero, al cual apoyaba un sector del progresismo y, menos aún, la candidatura alfonsina, que chocaba con un obstáculo añadido a los males que se le oponían: la legitimidad. En principio y según se le comunicó a Prim, la reina Isabel II, en contra de algunos rumores que circulaban en julio de 1869, no se mostraba dispuesta a abdicar mientras estuviese en tierra extranjera.

Un alto en el camino

 

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mediados de agosto, según costumbre, marchó Prim a Vichy. Como siempre, además de intentar mejorar su salud, otros objetivos animaban aquel viaje. Se trataba de tomar el pulso a la situación internacional, en la medida de lo posible, e igualmente conocer la percepción que se tenía al otro lado de la frontera del nuevo régimen español. La estancia en suelo francés, tanto en París como en el gran centro balneario, se prolongó hasta mediados de septiembre.

El conde de Reus se entrevistó, una vez más, con Napoleón III; aunque en esta ocasión, lo hacía como presidente del Gobierno de España. Seguramente, el monarca francés le insistió en su oposición a las aspiraciones del duque de Montpensier al trono español. Pero no era ese su único problema, a su vuelta le esperaba el levantamiento republicano.

El 21 de septiembre estalló la insurrección en Tarragona y pronto se extendió por otros puntos de Cataluña, Aragón, Valencia y Andalucía. El foco más importante fue el valenciano, el cual se mantuvo entre el 6 y el 16 de octubre. Muchos de aquellos levantamientos acabaron degenerando en actos de delincuencia común.

El siguiente paso, a la búsqueda de rey, fue un primer tanteo en el entorno de Leopoldo de Hohenzollern, cuya opción se había considerado una posibilidad, según algún autor, ya en octubre de 1868. Pero los problemas diplomáticos que planteaba esta alternativa frenaron, de momento, cualquier acuerdo. Así, a finales de 1869 y comienzos de 1870, la candidatura de Montpensier parecía la única viable, por eliminación, aunque siguieran sin quererla gran parte de los progresistas.

En la primavera de 1870 se relanzaron los esfuerzos por solucionar una interinidad que amenazaba no tener fin. Seguramente, pensando más en un golpe de efecto que en la esperanza de una posible solución, Prim ofreció a Espartero, por intermedio de Madoz, la Corona de España en mayo de 1870, siempre que las Cortes sancionaran su elección, lo cual, en el mejor de los casos, le dejaba, como a todos los demás, en manos del marqués de los Castillejos.[253] La respuesta negativa del duque de la Victoria fue inmediata: «Agradezco en lo más hondo de mi corazón las consideraciones que el Gobierno me dispensa ... pero mi deber de conciencia me obliga a manifestar ... que no me sería posible admitir tan elevado cargo, porque mis muchos años y mi poca salud —se excusaba no me permitirían desempeñarlo.»[254] Más adelante, Castelar acusaría al conde de Reus de haber empleado una fórmula para ese ofrecimiento que casi obligaba al rechazo. Otra cosa, diría el tribuno republicano, hubiera sido que aquella consulta la hubiesen realizado las Cortes. ¿Realidad o afán de introducir cizaña en el campo progresista?

En cualquier caso, el intento más serio volvió a desarrollarse, nuevamente, en Prusia para obtener el asentimiento de Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen. El 17 de febrero, Prim llevó a cabo una oferta en toda regla. Caso de que don Leopoldo no aceptase la invitación se extendía a su hermano Federico. En abril, Bismarck envió a Madrid a Von Versen y al doctor Bucher para continuar las negociaciones.

El paso del tiempo daba pie a toda clase de rumores, la mayoría de ellos con Prim como protagonista. Quien más, quien menos, le consideraba el causante del retraso en un supuesto beneficio personal. Morayta, a este respecto, le rinde un auténtico homenaje cuando, a pesar de todo, escribe: «Era Prim el ministro menos deseoso de encontrar monarca; mas procediendo con indudable hidalguía, hizo cuantas diligencias pudo para hallarle, sin manifestar jamás preferencias por uno o por otro...».[255] La candidatura Hohenzollern contaba con el respaldo progresista, pero también con la tolerancia de algunos otros grupos. Los tratos continuaban lentamente aunque sin detenerse. Por parte española, además de Prim, intervenían en la cuestión Sagasta, Salazar y Mazarredo y nuestro embajador en Berlín, Rascón.[256] Al fin, el 21 de junio de 1870 el rey Guillermo de Prusia dio su conformidad. Faltaba lograr la aceptación de Francia. Entre tanto, los rumores acerca de la candidatura de don Alfonso fueron desmentidos por Prim, que reiteró los jamases sobre la restauración borbónica.

Salazar y Mazarredo llegó a Madrid el 26 de junio, mientras, el conde de Reus se había retirado a los Montes de Toledo para practicar la caza durante unos días. El recién llegado comunicó a Ruiz Zorrilla la noticia que traía y éste la divulgó por Madrid. «Ya tenemos rey.»[257] Prim pensaba obtener la aprobación de Napoleón III a sus gestiones en Prusia, pero la imprudencia de Ruiz Zorrilla tiraba por tierra todo lo conseguido. Si bien intentó, el 2 de julio de 1870, dar explicaciones al embajador francés Mercier, ya era tarde. Francia exigió la retirada de la candidatura y en el clima de enfrentamiento que vivía con Prusia la tensión llegó al límite. Una serie de errores e infidencias, como dice Rubio, acabaron llevando a la guerra a ambos países.

Otra vez, el marqués de los Castillejos se convirtió en blanco de múltiples acusaciones que le hacían en parte, cuando menos, responsable del enfrentamiento bélico franco-prusiano. Prim tenía al respecto la conciencia tranquila. En la sesión de 3 de noviembre de 1870 expresaba su confianza en que la historia, en su día, sería justa y no tendría en cuenta aquellos cargos gratuitos. Pero lo cierto es que no pocos historiadores, españoles y extranjeros, mantuvieron sus condenas hacia él en años posteriores. Ni fue un juguete de Bismarck, ni recibió dinero del canciller prusiano, ni buscó engañar a Francia para provocar ningún conflicto.

Hubo todavía, en el mismo mes de julio, una nueva tentativa en Portugal. Por un momento pareció que don Fernando olvidaba su anterior negativa y aceptaba la Corona, convirtiéndose, de este modo, en una salida al fracaso de la candidatura Hohenzollern. Pero en menos de un mes, el 7 de agosto, había dado marcha atrás. Lo cierto es que en el verano de 1870, España seguía sin rey. Después de la derrota de Napoleón III en Sedán, los franceses propusieron a Prim que implantara la república y que se hiciese nombrar presidente, para lo cual contaría con el respaldo de París. Nuestros vecinos nos ayudarían también en Cuba y nos entregarían cincuenta millones de francos a cambio de que España cooperase con ochenta mil hombres en la guerra contra Prusia.

En esta ocasión iba a demostrar que las imputaciones que había padecido acerca de su supuesta ambición eran falsas. No sólo no escuchó los cantos de sirena de su amigo Kératry en nombre del Gobierno francés, sino que, entre tanto, desde el 20 de agosto de 1870 había reforzado con todos los medios a su alcance la presión sobre la Casa de Saboya para que don Amadeo aceptase finalmente la Corona.

El de los Castillejos aseguró que mientras él viviese no habría república en España, y en alguna ocasión, con motivo de las quejas por la lentísima y difícil culminación de la monarquía, llegó a decir que si tal ocurría habiendo mayoría de monárquicos, dudaba qué se pudiese instaurar una república sin republicanos.

Desde finales de septiembre, las actividades de Montemar ante la Corte italiana entraron en una senda de entendimiento. El 13 de octubre, el embajador español escribía a Prim mostrándose muy seguro del pronto y buen final de su gestión. La no oposición internacional, expresada por Prusia, Inglaterra, Bélgica, Austria y Rusia a la elección del duque de Aosta, acabó de allanar el camino. El 2 de noviembre, don Amadeo, en carta al conde de Reus, se comprometía a aceptar la Corona española si las Cortes lo aprobaban.

Una serie de circunstancias se habían entrecruzado para favorecer este desenlace. La muerte del general Dulce, que redujo sensiblemente la fuerza de la Unión Liberal; la guerra desatada por la candidatura Hohenzollern, con la subsiguiente caída de Napoleón III, que liberaba, no poco, la capacidad de maniobra de Prim; la nueva situación de los Orleáns en Francia; el apoyo de los esparteristas... todo hizo posible la designación de Amadeo.

Al día siguiente, ante unas Cortes que acababan de reabrirse, Prim expuso los acuerdos alcanzados. En aquellos bancos se sentaban los diputados carlistas y republicanos que habían tomado parte en los intentos armados contra el Gobierno; entre ellos, Paul y Angulo.

Desde unas semanas antes, en respuesta a los rumores de lo que luego se confirmaría con el compromiso de la candidatura de Amadeo, se había desatado una durísima campaña en contra del conde de Reus y del futuro rey. Una vez hecho oficial el acuerdo arreciaron las hostilidades. Republicanos y partidarios de Montpensier, sobre todo, veían que se cercenaban las escasas esperanzas que aún les quedaban.

La prensa y las Cortes se convirtieron en auténtico campo de batalla; Castelar y Higueras por los republicanos (además de un estrafalario Paul y Angulo); Ríos Rosas y Topete, por los partidarios de don Antonio de Orleans; y Vinader, por los carlistas, hicieron cuanto pudieron por torpedear la elección del duque de Aosta. Pero no lograron otra cosa que crispar el ambiente. Votada la candidatura el 16 de noviembre de 1870, fue respaldada por 191 votos (eran precisos en ese momento 173). La república federal obtuvo 60 votos; Montpensier, tan sólo 27; Espartero logró 8; la república unitaria, 2; y don Alfonso de Borbón, otros 2. Hubo también 19 abstenciones.

Desde ese momento, sólo faltaba concretar los pormenores sobre la dotación de la Casa Real y la forma en que se produciría la llegada de don Amadeo. Una comisión de 24 miembros debía ir a recogerle a Florencia y acompañarle en su viaje a España.

La candidatura Montpensier

 

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egún hemos dicho, en la amplia relación de nombres que circularon como posibles ocupantes del Trono de San Fernando, entre 1869-1870, en puridad sólo uno podía considerarse aspirante; el resto, en el mejor de los casos, habrían llegado a mostrar un interés relativo, cuando no francamente nulo. Dicho de otro modo, más que presentar su candidatura de motu proprio, fueron solicitados para tal dignidad; dejando al margen el caso de don Alfonso de Borbón.

El único que se postuló desde un principio y que hizo todo cuanto estuvo en su mano para lograr la Corona, según hemos visto, fue don Antonio de Orleans, duque de Montpensier. Sufrió destierro a causa de sus actividades conspiratorias para derrocar a su cuñada, que era el primer paso para tener su propia oportunidad de ser rey, aunque fuese consorte. Movió a sus fieles para que se unieran en la lucha contra Isabel II. Pagó la revolución. Se ofreció voluntario para participar en ella. Probablemente recurrió al soborno de no pocas voluntades. ¿Llegó a intentarlo también con Prim? No creemos, pero no falta alguna acusación en este sentido, aun cuando no tuviera resultado positivo, si es que lo hizo. Por último, existen más que fundadas sospechas de que financió el asesinato del conde de Reus. Desde luego, habría que reconocer que si no llegó a ser rey de España no fue por no intentarlo. Además, tenía casi todo lo necesario: dinero, algunos apoyos civiles, medios periodísticos y, en especial, respaldo militar, ¿o fue esto último lo que acabó perjudicándole?

En su afán se encontró con una oposición, la del marqués de los Castillejos, casi tan tenaz como su propio esfuerzo. Resistencia no expuesta abiertamente casi nunca, pero mantenida contra viento y marea. ¿Existía algún resentimiento personal? No lo sabemos. Lo cierto es que otros prohombres del partido progresista, como Olózaga o Ruiz Zorrilla por ejemplo, se mostraban también absolutamente refractarios a Montpensier.

En todo caso, la obstrucción de Prim a las aspiraciones de don Antonio fluctuaría en función de las circunstancias. Al principio, desde julio y, sobre todo, desde septiembre de 1868 hasta el otoño de 1869, cuando se barajaban, entre otras, la candidatura de don Fernando de Coburgo y luego la del duque de Génova, la posición del conde de Reus parecía más a cubierto, pero cuando aquéllas fracasaron la actitud de Prim resultaba más difícil de disimular. Los motivos que frenaban las aspiraciones del duque de Montpensier pertenecían tanto al ámbito de la política interior como al de la exterior; pero ninguno permaneció vigente durante todo el período de 1869-1870 en que se desenvolvió la búsqueda de un rey para España, salvo la impopularidad del personaje.

En un principio, el obstáculo era el compromiso revolucionario de que fuese la voluntad nacional quien definiera la forma de Estado. Elegida la monarquía, entró en juego la oposición a los Borbones. Su candidatura pasaba entonces de ocupar un segundo término, tras su esposa, a convertirse en aspirante directo a la Corona. Aunque él era también un Borbón, si bien perteneciente a una rama distinta de la que había reinado en España, lo cual no le excluía, pero le planteaba una especial oposición en algunos sectores políticos.

Por otro lado, no dejaba de ser el candidato de los unionistas (los «vicálvaros») frente a los que, una parte de los progresistas y demócratas, sólo había transigido para conseguir el triunfo de la revolución; pero una vez derrocada Isabel II éstos regresaban a sus fobias anteriores.

Sin embargo, Prim acudió, como vimos, en defensa de don Antonio en las Cortes, cuando los republicanos trataron no sólo de que se le excluyera de la lucha por el Trono, sino de que se le suprimiera el título de capitán general del Ejército que había conseguido como infante de España.

En el exterior su peor enemigo era Napoleón III, que había expresado el rechazo tajante de Francia a los anhelos de Montpensier de coronarse rey. Pero el emperador desaparecería del panorama político, y con él su veto, en septiembre de 1870. Además, el conde de Reus no era capaz de soportar una imposición de tal calibre si no iba unida a otros intereses.

Al margen de situaciones coyunturales, Prim se manifestó siempre con cierto tacto no exento de recelo y firmeza hacia el duque de Montpensier, que se hallaba desterrado en Lisboa cuando tuvieron lugar los acontecimientos de septiembre de 1868, y eso que don Antonio envió a su hombre de confianza, Solís y Campuzano, a saludar al de los Castillejos y le escribió una carta llena de alabanzas. A los tres meses de la revolución, el duque pidió permiso al Gobierno para regresar a España y se le respondió, con evidente rechazo, que juzgase él mismo sobre la oportunidad de volver a nuestro país. Dadas las circunstancias prefirió quedarse en tierras lusas. Pero cuando se publicó la Constitución de 1869 creyó llegado el momento de tornar al suelo hispano y, para ello, se presentó el 9 de junio de ese año en la embajada española en la capital portuguesa, manifestando su adhesión al nuevo texto constitucional y solicitando el pasaporte para viajar a Sanlúcar de Barrameda.

Hasta ahí todo le parecía correcto al marqués de los Castillejos, pero a partir de ese punto, en modo alguno podía admitir que esto equivaliese a una posible maniobra de los partidarios de Montpensier para imponerle en el Trono, tal y como denunciaban algunos republicanos. Sólo las Cortes Constituyentes, aseguraba Prim —al menos mientras él viviera— podían determinar quién sería el rey de España.

La oposición de Prim a Montpensier acabó siendo imposible de ocultar, a medida que pasaba el tiempo y algunos de los factores presentados como obstáculos justificativos del sinuoso camino del de Orleans hacia la Corona iban desapareciendo, hasta el punto de que, en algunos momentos, era el único participante que aparecía públicamente en aquella carrera de fondo. En la primavera de 1870 esto era evidente. Para Rubio, la razón profunda de tal comportamiento estaría en el posible futuro político del conde de Reus, bastante más incierto en caso de que don Antonio de Orleans fuera elegido rey, que si otro candidato con menos apoyos accedía al Trono; caso este de todos los demás aspirantes, lo que convertía a Prim en su tutor indispensable.

No resulta descabellada esta hipótesis, pero sí parece, cuando menos, matizable. Si el precio que había que pagar por la elección del de Orleans era personal, Prim había marginado opciones cuyos resultados para su protagonismo habrían sido mejores. Tampoco parece que, pese a las acusaciones en otro sentido, las aspiraciones personales primaran en la gestión del conde de Reus en 1869-1870. Montpensier rey era tanto como el triunfo de los unionistas y la posible vuelta a un modelo que no sólo el marqués de los Castillejos, sino también el progresismo en pleno, rechazaban. En todo caso, se nos plantean serias dudas acerca de la viabilidad de una simple vuelta atrás en clave unionista. Desde luego, el apoyo popular a Montpensier no tuvo nunca la envergadura de su soporte militar y financiero.

Por otra parte, la implantación del partido progresista y la presión de los demócratas, en el marco de la Constitución de 1869 y del sistema electoral basado en el sufragio universal, con Prim en una supuesta oposición, no hace demasiado creíble el desplazamiento del progresismo del poder, al menos por mucho tiempo.

Más nos convence el hecho de que el conde de Reus considerara el peligro de la impopularidad de don Antonio y de su partido en grandes ámbitos de la sociedad española. Incluso el carácter radical que esta animadversión arrastraba y el peligro de un conflicto violento a causa de ella.

Seguramente, Montpensier tuvo su oportunidad entre el 20 de septiembre y los primeros días de octubre de 1868 para ser proclamado rey; aunque de haberlo sido el mismo día de la victoria de Alcolea existía el grave riesgo de una fractura entre las huestes revolucionarias. Cuando don Antonio intentó volver a España unos meses después, el Gobierno, según disposición de 12 de diciembre de 1868, se lo impidió. A propósito de esta tentativa fallida, publicó un texto en la prensa madrileña en el cual exponía una serie de méritos y objetivos que bien podrían considerarse, a manera de presentación pública, de la justificación de sus aspiraciones al trono; apoyada, además, por un artículo del director de La Correspondencia de España que alcanzó gran difusión.[258] Se trataba de la presentación de la candidatura del duque, no de su esposa, la infanta Luisa Fernanda, en consonancia con la reacción antiborbónica que había adoptado la revolución.

Pero aun cuando el nuevo régimen septembrino se decidiera por la solución monárquica, aunque Montpensier contara con respaldos importantes, como dijimos, e incluso cuando las posibilidades de veto exterior desaparecieran, el de Orleans seguía dependiendo totalmente de la voluntad de Prim, única persona capaz de proporcionarle la mayoría necesaria en las Cortes para su elección.

Curiosamente, la estrategia de los partidarios de Montpensier, dirigida siempre a neutralizar cualquier otra alternativa para presentar la suya como única posible, sería del mismo estilo de la que, según sus detractores, aplicaba el conde de Reus a fin de aparecer como el hombre insustituible de aquella situación.

En enero de 1869 arreció en la prensa la campaña a favor de Montpensier. El Diario Español publicó un artículo en este sentido, descalificando a Espartero y al duque de Aosta. Un panfleto con el título «Paso al rey que conviene a todos» abundaba en la misma dirección. La respuesta vendría, en parte, de los republicanos en marzo de 1869, que tildaron a Montpensier de pertenecer a la estirpe de los Borbones y, por tanto, de candidato incurso en la descalificación revolucionaria contra esta dinastía.

El 14 de junio de 1869 regresaba a España y al comenzar la insurrección carlista se ofreció, sin conseguirlo, para mandar las tropas que habían de combatirla. En el otoño, de vuelta de Vichy, Prim le ofreció casar a una de sus hijas con el príncipe Tomás de Saboya, hijo del duque de Génova, candidato que entonces se proponía apoyar el conde de Reus. El de Orleans no aceptó. En cualquier caso, según Leonardon, Prim consintió el regreso del duque a España porque su popularidad era nula. [259]

El 22 de octubre de 1869, los diputados unionistas barajaron la posibilidad de forzar una votación de las Cortes que proclamase rey a Montpensier; mas si no la llevaron a cabo fue porque no encontraron ninguna forma de ganarla.

Como dijimos, a finales de 1869 la cuestión sobre quién podía ocupar el Trono de España parecía polarizada entre el duque de Génova y Montpensier. Estancada la candidatura portuguesa, Olózaga, «antes que todo progresista y amigo de Prim —según sus palabras—», le decía al conde de Reus «pues adelante con Génova».[260] Aunque avisaba que entre ambos podría haber un acuerdo para que don Antonio ocupara la Regencia y que el de Génova, pese a los informes en contra que le llegaban a Prim, no tuviera intención de aceptar la Corona.

Pese a los esfuerzos de Cialdini, muñidor de una candidatura italiana, fuese Casigrain, Aosta o Génova, en Inglaterra y en Francia no se tomaba en demasiada consideración la posibilidad de que este último llegase a reinar en España. No obstante, si se conseguía por escrito la palabra del candidato y el consentimiento del rey, todo podría ir adelante sin demora. Pero ciertamente, aquello no cuajó.

Desde principios de enero de 1870, al decaer la opción del duque de Génova, Montpensier volvió a sentirse próximo al éxito y redobló sus esfuerzos. Cometió entonces tres errores sucesivos. Para empezar, presentó su candidatura a diputado en los comicios que se celebraban por los distritos de Oviedo y Avilés, en los cuales cosechó una doble derrota pese al apoyo del marqués de Campo Sagrado. A tal punto llegaron las cosas que se originó una campaña en defensa del honor de Asturias, supuestamente mancillado por la candidatura del duque. Al mes siguiente, febrero de publicó en La Iberia un artículo donde afirmaba que ni era ni había sido pretendiente a la Corona. Algo diferente —admitía— sería que su candidatura fuese presentada por otras personas, cosa que no prohibía. Finalmente, el 8 de marzo del mismo año aparecía un escrito firmado por el infante don Enrique, quien concluía llamando al duque de Montpensier «hinchado pastelero francés». La situación degeneró en un duelo entre ambos.

La muerte de don Enrique en aquel enfrentamiento celebrado el 12 de marzo supuso, según la mayoría de los autores, un golpe más para su prestigio. Aunque Rubio dice que en la mentalidad de entonces le hubiera perjudicado más no batirse, lo cierto es que mataba a un pariente de la reina y suyo, y a uno de los más significados antimontpensieristas. Un hombre popular, de ideas políticas avanzadas, infinitamente más simpático a la opinión pública que don Antonio de Orleans, el Naranjero, como le motejaba el vulgo, para quien sus negocios, su dinero y su comportamiento, por unas u otras causas, resultaban odiosos.

Por el momento, la cuestión se saldó con una denuncia contra Montpensier que dio lugar a un procedimiento ante el juzgado de Getafe. Pero tanto éste como la Audiencia de Madrid se inhibieron y, en la jurisdicción militar, el duque fue juzgado y condenado, en abril de 1870, por un Consejo de Guerra presidido por el general Izquierdo. Se le impuso una sanción pecuniaria de seis mil duros, como indemnización para los familiares de la víctima, y la pena de extrañamiento de Madrid a más de diez leguas durante un mes. En mayo el duque se trasladó a Sevilla para cumplir el castigo.

La levedad de la condena atizó la reacción contra el duelista, convertido en poco menos que enemigo principal de los republicanos y de no pocos progresistas y demócratas.

Por los mismos días atravesaba notables dificultades el Gabinete presidido por el conde de Reus. La resistencia al reclutamiento militar y el descontento causado por algunas medidas hacendísticas eran los motivos más inmediatos de aquella situación. Aprovechando la circunstancia, Montpensier se lanzó a la batalla contra Prim. Una lucha por todos los medios que sólo concluiría con el asesinato del de los Castillejos, aunque bastante antes se hubiera producido la muerte política del duque.

Los bancos del Congreso, las páginas de los periódicos y todo un campo de oscuras maniobras fueron escenario de aquella guerra, más o menos larvada.

Definitivamente, dejando a un lado las opiniones en pro o en contra de Montpensier, hay un dato elocuente al que ya nos hemos referido. En la votación de 16 de noviembre de 1870 para la elección de rey, obtuvo 27 votos, menos de la mitad que la república y la sexta parte de los necesarios para alcanzar el triunfo. Con todas las matizaciones que se quiera, esto refleja que, además de Prim, otros muchos estaban en contra del cuñado de Isabel II.

El Gobierno o los Gobiernos de Prim (junio de 1869-diciembre de 1870)

 

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ecíamos que el mantenimiento del orden público y la elección del rey fueron los ejes de la política del conde de Reus, desde el comienzo de la Regencia de Serrano hasta la proclamación de Amadeo de Saboya para encabezar la nueva monarquía. Buscó a este fin mantener el pacto de las fuerzas revolucionarias integrando en las tareas de gobierno a unionistas, demócratas monárquicos y progresistas, e intentando en algún momento, incluso, la captación de los republicanos.

No siempre alcanzó sus propósitos, como vamos a ver a continuación, pero aun en las peores ocasiones maniobró con la suficiente habilidad para conseguir si no la cooperación franca de todas las fuerzas monárquicas del espectro revolucionario, al menos evitar su ruptura. Para ello, en apenas dieciocho meses introdujo varias veces cambios significativos en su Gobierno.

Después de la primera remodelación de 13 de julio de 1869, en la que Becerra y Echegaray (demócratas) ocuparon los Ministerios de Fomento y Ultramar, Prim presidió un Gabinete tripartito hasta bien entrado el otoño de ese mismo año, al mando del cual pudo mantener a raya a los republicanos y lograr un empréstito con el que hacer frente a las obligaciones más acuciantes de la Hacienda y a los compromisos pendientes con varios proveedores del Ejército. Sin ir más lejos, a algunos industriales de Béjar se les adeudaban varios millones de reales.

En otro orden de cosas, de regreso en Madrid tras su periplo francés, en septiembre de 1869 Prim envió a México a su ayudante de campo, Zorrilla, para tratar con el presidente Juárez del restablecimiento de la normalidad diplomática entre aquel país y España. El resultado de tales gestiones se presentaba bastante favorable, desde luego más satisfactorio que los informes que el mismo emisario le trajo a Prim sobre la marcha de sus intereses privados en tierras mexicanas. La explotación de las haciendas de su esposa, la de San Nicolás y la de Compañía, le proporcionaban no pocas preocupaciones, hasta el punto de que esperaba con alivio vender pronto la primera de ellas.[261] Sin embargo sería esta última la que no tardaría en encontrar comprador. A principios de 1870 cobraría parte del dinero recibido de México en fondos españoles. Un total de 100.000 pesos en títulos al 3 por ciento.[262]

Pero volviendo a lo que podríamos llamar la reanudación del curso político de 1869-1870, el más acuciante de los problemas a los que debía enfrentarse el conde de Reus, por partida doble, en su condición de presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, era el ya aludido levantamiento de los republicanos federales. Dicho de otro modo, en una misma pieza, la alteración del orden público y el rechazo al régimen decidido por las Cortes. El 2 de octubre suspendió las garantías constitucionales, mientras llegaban noticias alarmantes de cortes de líneas telegráficas entre Madrid y Andalucía, Zaragoza y Lérida, Valencia y Tortosa, Murcia y Cartagena, etc.; y de sabotajes en las vías de ferrocarril Alcázar— Bailén, Valencia-Tortosa-Tarragona; Reus-Tarragona... La minoría republicana abandonó el Congreso el 5 de octubre, a pesar de las llamadas de Prim a la cordura. A finales de ese mes lo más duro de la insurrección había pasado.

Sin embargo, no acababan aquí los quebraderos de cabeza para el marqués de los Castillejos. Ahora los tiros venían de sus socios de la Unión Liberal, que abrían una pequeña pero significativa brecha en su coalición con los progresistas.

El 2 de noviembre de 1869 Prim comparecía ante las Cortes Constituyentes para dar cuenta de las razones de la crisis ministerial resuelta el día anterior. Se trataba de justificar la salida del Gabinete de Manuel Silvela, que abandonaba la Secretaría de Estado; la de Ardanaz, que dejaba la de Hacienda tras su breve permanencia en el cargo de poco más de tres meses; y, especialmente, la de Topete, que cesaba como ministro de Marina. Ningún otro personajes de aquella formación política quiso ocupar estas vacantes aduciendo motivos personales. El hecho es que los esfuerzos de Prim por mantener la representación en el Gobierno de los tres partidos de la revolución se iba al traste.

Ni a los unionistas ni a los progresistas les interesaba la ruptura total y por ello la Unión Liberal seguiría apoyando al Gobierno, aunque ninguno de sus miembros formaría parte de él, ni siquiera Topete. Como primera muestra del mantenimiento de la alianza, Prim exigió la permanencia de éste en el Gobierno, aunque el hasta entonces ministro de Marina se resistió cuanto pudo y al final abandonó el Ministerio, al menos, por el momento.

El verdadero trasfondo de la crisis no era otro que el descontento de los unionistas por el estancamiento de la candidatura de Montpensier. Sin embargo, esta medida de presión no logró, en absoluto, torcer la voluntad de Prim. Un pequeño «giro a la izquierda», con la entrada de Martos en el Ministerio, sirvió para frenar las veleidades unionistas.

En cualquier caso, el conde de Reus seguía creyendo que la revolución no podía permitirse el lujo de perder apoyos, sobre todo cuando una de las partes principales del proyecto de la Gloriosa, la implantación de una nueva monarquía, estaba aún por hacer. Hasta entonces, y junto a ese gran objetivo, las prioridades del Gobierno continuarían siendo las mismas: mantenimiento de la paz social, de la libertad y de la Constitución, es decir, la bandera de septiembre de 1868.

¿Quiénes ocuparían los ministerios vacantes? El de Hacienda, de nuevo, Figuerola, obediente, como hombre de partido, a la llamada del marqués de los Castillejos; el de Estado, el ya referido Cristino Martos; y el de Marina, el propio Prim, con carácter interino.

A finales de noviembre los diputados republicanos federales regresaron a sus puestos en las Cortes y unos días después se restablecieron las garantías constitucionales. Se había recobrado la calma o, al menos, se reconducía la confrontación, por el momento, al terreno de las palabras. Atrás quedaban un buen número de víctimas y centenares de detenidos, muchos de los cuales fueron internados en la Carraca.

La vida parlamentaria iba a ser la continuación incruenta de la guerra, pues los ataques republicanos, con Castelar y Figueras como voces más destacadas, no daban cuartel al Gobierno. Aunque el acoso que sufría Prim no se limitaba al palenque del Congreso. Todo tipo de infundios se vertían contra él. De poco le valdría luchar contra las diversas acusaciones difundidas en comentarios más o menos extendidos, aunque trató siempre de rechazar cualquiera de las imputaciones que se le hacían. «A mí me da pena tener que ocuparme de mi persona —diría—, pero cuando con tanta insistencia se me atribuyen pensamientos y propósitos tenebrosos... dispensado me será que recuerde —insistía una y otra vez— que yo no tengo, ni puedo tener, ni hay para qué tenerla, intención de ningún género de las que se me atribuyen.»[263]

No eran pocas, ciertamente, las maquinaciones en que se suponía inmerso al marqués de los Castillejos. Tan pronto se reproducían las acusaciones, sin la menor prueba, de querer proclamarse Regente del príncipe Alfonso, como se le suponía moviendo los hilos de la conjura que le permitiría proclamarse rey; no faltaban los que le señalaban como presidente de una futura república y, hasta quienes, según los informes de Von Bernhardi, pensaban que su meta era convertirse en dictador.

Ni un solo testimonio firme se aducía de tales acusaciones, pero era igual, puesto que lo que importaba a los que creaban y propagaban tales rumores era presentar al conde de Reus como un conspirador sin más meta que su interés personal.

En vano Prim argumentaba: «¿Habría yo de emprender un camino sembrado de peligros, de sinsabores y de disgustos, que es a lo que me conduciría el crear una situación de fuerza y el ponerme fuera de la ley? Pues sí, creo que sería un absurdo hacerlo por mí, claro es que sería más absurdo el hacerlo a favor de otro... El general Prim no tiene, no puede tener, ni quiere tener, más intención que consolidar la revolución y perpetuar la libertad.» Por si hubiera duda declaraba, dirigiéndose a Garrido y Castelar, que estaba seguro de que el duque de Génova tendría en aquellas Cortes los votos necesarios para ser pronto proclamado rey de España. Sabemos que esta opción no culminaría, pero con aquel mensaje mantenía a raya a los republicanos y a los montpensieristas.

Entretanto, ni siquiera la vida privada del conde de Reus quedaba al margen de la maledicencia. Se le acusaba de gastar excesivamente; «gasto porque lo tengo», respondía. Pero la calumnia se volcaba también sobre su vida familiar y sus relaciones matrimoniales. Había empeño en tildarlo de mal padre y esposo. ¡Qué lejos de la realidad! Las continuas cartas y notas que enviaba a su esposa demuestran todo lo contrario. El «personaje terrible» se muestra lleno de afecto hacia los suyos en la intimidad.

En lo que suponía un pequeño respiro, la Navidad de 1869 la pasó Prim cazando junto con su hijo y varios amigos en su finca de los montes de Toledo. El 29 de diciembre regresó a Madrid «sin novedad y todos contentos», como escribía a su suegra.[264] Los asuntos de la economía familiar marchaban mejor. La venta de la parte que le correspondía en la Hacienda de La Compañía le reportaba un beneficio neto de «treinta y tantos mil duros en papel del 3 por ciento español».[265] Ardía en deseos de hacer lo mismo con la de San Nicolás.

A principios de 1870 recompuso, nuevamente, su gobierno. En esta ocasión recuperando el apoyo tripartito. El 9 de enero explicó en las Cortes la razón de los cambios efectuados. Reconoció que esta crisis fue la de más ardua resolución hasta entonces. Las salidas de los ministros Martos y Ruiz Zorrilla había sido el detonante de una marejada política notable.

Los sustituirían Nicolás M.a Rivero, en Gobernación (de donde Sagasta pasaba a ocuparse de la Cartera de Estado), y Montero Ríos en Gracia y Justicia. Regresaba también Topete, tras un corto paréntesis fuera del Gabinete, en el que como acabamos de ver Prim había desempeñado el Ministerio de Marina.

La causa de la crisis en esta ocasión fue el fracaso de la candidatura del duque de Génova que con gran vigor había apoyado Ruiz Zorrilla, quien al no llegar a la meta aquella opción, dimitió de su puesto en el Gobierno; lo mismo que Martos, también protagonista en las negociaciones. Prim quiso quitar hierro al asunto y se confesó tan responsable como los ministros dimisionarios. Pero el fracaso del de Génova facilitó el regreso de los unionistas al Ejecutivo de cara a una nueva ofensiva de Montpensier.

Los republicanos no dejaron pasar la oportunidad de echar su cuarto a espadas. Figueras denunció, algo bastante obvio, que las razones del cambio gubernamental eran —según él— más profundas y obedecían a las disensiones entre las tres fuerzas concurrentes a la revolución.

La eterna batalla: Ejército permanente o voluntarios ocasionales

 

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l 10 de enero, apenas resuelta la crisis de su gabinete, Prim se mostraba contento por partida doble. Primero, por la recomposición ministerial y segundo, porque «había recibido las libranzas de México» y podía colocar cien mil pesos en fondos españoles, en París, por medio de su suegra. Sabía de buena fuente, cabía ironizar, que pronto subirían las cotizaciones.

Falta iba a hacerle el reforzamiento del Ejecutivo, pues en las semanas inmediatas se planteó un nuevo frente respecto al proyecto de ley de organización y reemplazo del Ejército, presentado ante las Cortes el 10 de febrero de 1870. La oposición de los re publicanos federales volvió a repetir muchos de los viejos argumentos contra el Ejército permanente y, sobre todo, contra las quintas.

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