Prim

Prim


CAPÍTULO X » Pasados los años

Página 25 de 29

CAPÍTULO X

Un magnicidio que cambió la historia

 

C

ualquiera de los cinco magnicidios cometidos en España durante el poco más de un siglo que media entre 1870 y 1973, torcieron, en mayor o menor grado, el camino de nuestra historia. La muerte de Cánovas dio un giro decisivo a la cuestión de ultramar y adelantó la crisis del sistema de la Restauración. Con el asesinato de Canalejas se quebró una esperanza reformista llamada a transformar la política española. La desaparición de Dato supuso un duro golpe para la monarquía de Alfonso XIII. El atentado que acabó con Carrero Blanco alteró, al menos, el ritmo del posfranquismo. Pero seguramente ninguno de estos trágicos episodios tuvo el alcance del crimen que terminó con la vida de Prim.

El marqués de los Castillejos había diseñado un régimen que sólo él podía hacer arraigar, por su prestigio y por su autoridad. Una anécdota expresa bien esta realidad. Según Leonardon,[274] cuando pasaba por Albacete la comitiva regia, que desde Cartagena se dirigía a Madrid, un campesino al ver al duque de Aosta gritó «¡Viva el hijo de Prim!». Aquel modelo era una apuesta por la democracia y por la libertad, sin extremismos inútiles, para cuyo desarrollo había acertado a escoger una persona adecuada, como se encargó de demostrar el propio Amadeo; aunque embarcado el nuevo rey en una nave sin piloto acabaría no pudiendo llevarla a puerto. Tal vez por ello, y por las brumas que planearon sobre la tragedia de la que fue víctima, Prim despierta, aún hoy, un cierto interés.

El atentado de 27 de diciembre

 

S

on muchos los escritos historiográficos, más o menos amplios, en que se incluyen algunas páginas referentes al magnicidio que acabó con la vida de don Juan Prim. Igualmente son abundantes los trabajos monográficos que versan sobre el mismo.[275] Basándonos en ellos haremos una síntesis de lo sucedido entre el 27 y el 30 de diciembre de 1870, a la luz de las principales versiones surgidas hasta hoy, pues en modo alguno ayudaríamos al lector con un farragoso relato cargado de erudición y que nada añadiría.

El martes 27 de diciembre se votaba en las Cortes el último de los capítulos acerca de la dotación de la Casa Real. Prim, acompañado de Muñiz, llegó al Congreso poco antes de las cuatro de la tarde. La sesión transcurrió con normalidad y concluyó a las seis y media. El presidente del Gobierno intercambió algunas impresiones con varios diputados, entre ellos Sagasta, García López, Morayta y otros. Estaba satisfecho, pues culminaba la gran tarea que le había mantenido en tensión durante más de dos años. Morayta le recordó el banquete que la masonería iba a celebrar en la fonda de las Cuatro Estaciones, en la calle del Arenal, al cual estaba invitado. Pero Prim tenía relativa prisa en regresar a casa por cuestiones familiares, y se comprometió a acudir a la cena masónica después, a los postres. Al día siguiente debía partir para Cartagena a recibir a don Amadeo.

Tras despedirse de los congresistas con los que había intercambiado los últimos comentarios, subió a su berlina en compañía de sus ayudantes, Angel González Nandín y Juan Francisco Moya. El carruaje echó a andar desde la parte posterior del Congreso por la calle entonces del Sordo (hoy de Zorrilla) hacia la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas), en dirección al palacio de Buenavista. Eran alrededor de las siete y media de la tarde. Al aproximarse al cruce con la calle de Alcalá dos coches de alquiler cerraron el paso al de Prim, obligándole a detenerse. Según Pedrol, un hombre de Paul y Angulo, llamado Montesinos, había avisado a los que esperaban al general para asesinarlo. Por detrás de los coches salieron ocho o diez sicarios, los cuales, divididos en dos grupos, se situaron a ambos lados del vehículo del marqués de los Castillejos. Le dispararon primero un tiro y, a continuación, le hicieron fuego desde el lado derecho y posteriormente desde el izquierdo, en total, cinco o seis trabucazos más. Una voz ordenó estas dos descargas al grito de «¡Fuego, puñeta, fuego!».

Según declaró, mucho más tarde, Moreno Benítez, que velaba a Prim la noche del 29 de diciembre, éste le había dicho que aquella voz era la de Paul y Angulo; lo mismo le pareció a Moya. Sin embargo, González Nandín aseguró que no era la del diputado jerezano.

El cochero del conde de Reus consiguió abrirse paso a duras penas. Todavía, según Pedrol Rius, en la calle de Alcalá, otro carruaje intentó cerrarle nuevamente el camino. El cochero de Prim logró sortearlo con gran dificultad y siguiendo la calle del Barquillo, donde había otros grupos sospechosos, se dirigió como pudo al Ministerio de la Guerra, por cuya escalinata ascendió Prim herido, principalmente en el hombro y el brazo izquierdos. Se trató, pues, de un golpe preparado minuciosamente y con sobrados medios para su realización. Toda una serie de anécdotas que durante mucho tiempo aderezaron el relato de lo sucedido, aparte de su nulo valor para el historiador, aparecen hoy totalmente refutadas o resultan incomprobables. Las heridas, en principio, no parecieron excesivamente graves, aun cuando otros fueron los rumores que rápidamente circularon por Madrid.

Así pues, la versión novelada de Roque Barcia, y tantas más que se construyeron sobre aquélla, acerca de un complejo plan y un sistema de señales por medio del encendido de fósforos, para la comunicación entre los conjurados, no tienen vigencia en la actualidad.

Hubo varios testigos, aparte de Prim y sus acompañantes (María Josefa Delgado Muñoz, Isidora Sánchez, dos conserjes de la Escuela de Ingenieros, el dueño de una taberna, una castañera y otros sin identificar que tal vez también formaban parte de la conspiración), pero sus declaraciones sirvieron de poco.

Para Rubio, el atentado de la calle del Turco fue un golpe de Estado, inducido por un compendio de intereses políticos y personales, el cual fracasó porque no acabó de inmediato con la vida de Prim, quedando en suspenso los pasos que debían darse de inmediato; igualmente acabó bloqueando el proyecto golpista la enorme reacción suscitada.[276] En este sentido, la actitud de Serrano y, en especial, el ejemplar comportamiento de Topete resultaron de enorme importancia. Ese levantamiento para el que debía servir de señal el asesinato de Prim era —según el citado autor— de signo republicano.

La muerte de Prim

 

L

a información, o desinformación, respecto a lo que sucedió desde el momento del atentado en la calle del Turco, hasta que se comunicó oficialmente la muerte de Prim, ha sido objeto de diversas críticas e interpretaciones a lo largo del tiempo. ¿Qué pasó desde que fue tiroteado el marqués de los Castillejos hasta su fallecimiento? Sabemos que las primeras noticias acerca de lo ocurrido se difundieron rápidamente por las avenidas del rumor, como resulta casi inevitable en estos casos. Según se dijo en los momentos inmediatos al atentado, también en consonancia con el tinte sensacionalista que se impone en tales ocasiones, el conde de Reus habría muerto o estaría gravísimamente herido.

Esta circunstancia nos la confirma Morayta [277] cuando escribe que antes de terminar el banquete masónico, al cual estaba invitado Prim, se conoció allí que habían disparado contra él y que se hallaba muerto o moribundo. Por eso varios de los asistentes, que eran militares, se dirigieron al punto hasta sus respectivos destinos ante el temor de que se promoviesen graves desórdenes. También los civiles presentes en aquel acto, que tenían responsabilidades políticas, trataron de incorporarse a sus puestos.

Con el paso de las horas cedió algo el pesimismo y la noticia aparecida en la Gaceta de Madrid, en la mañana del 28 de diciembre, tranquilizó los ánimos al asegurarse que las secuelas del crimen contra Prim habían sido leves. Cuando a las cuatro de la tarde de ese mismo día, se abrió la sesión del Congreso, Topete declaraba que se había cometido un horrible crimen contra el general Prim, pero aunque hablaba de un grave atentado no hizo mención de sus heridas. Los diputados republicanos Sunyer y Capdevila y Cala fueron los primeros en condenar el atentado y este último, redactor de El Combate, trató de dejar claro que nada tenía que ver con lo ocurrido.

En el mismo sentido optimista de la Gaceta se redactó por el subsecretario del Ministerio de la Guerra la comunicación de igual fecha a los capitanes generales. También el parte médico correspondiente a aquella jornada abundaba en la versión tranquilizadora, como veremos más adelante.

El 29 se mantuvo la misma tónica informativa y todo parecía seguir discurriendo por cauces favorables. Incluso en la mañana del 30 todavía eran esperanzadoras las primeras impresiones que se transmitieron. Sería con el paso de las horas de este día cuando surgieron las complicaciones que obligaron a cambiar, trágicamente, las noticias para dar cuenta del óbito del presidente del Gobierno.

¿Qué conocemos respecto a los mismos acontecimientos, desde el punto de vista médico sobre el que se apoyó esa información?

Pedrol Rius quiso ilustrarnos incluyendo en su obra un estudio médico que ayudara a entender mejor lo sucedido, entre el 27 y el 30 de diciembre, respecto al curso de las lesiones del marqués de los Castillejos. A este fin recoge unas páginas en las que el doctor Lafuente Chaos repasaba los acontecimientos.[278] En primer término, llamaba su atención la escasez de datos referentes a las heridas sufridas por Prim y al tratamiento y evolución de las mismas, que se encuentran o, mejor dicho, no se encuentran en la causa. Unicamente tres partes médicos y el informe de la autopsia figuran en la documentación judicial.

El primero señala que el 27 de diciembre fueron llamados los doctores Losada y Shedo para asistir al conde de Reus. Su pronóstico sobre las heridas que sufría el jefe del Gobierno era que se trataba de lesiones graves, que podían ser peligrosas por su índole especial. Y que de ningún modo estaba el paciente en disposición de prestar declaración. A la luz de este informe quedaría claro por qué no se le permitió al juez interrogar al marqués de los Castillejos. Razones médicas y no políticas habrían vedado la entrada al instructor, con lo que las nubes de sospechosa intervención gubernamental, para impedir la mejor acción de la justicia, quedarían disipadas.

El segundo documento médico corresponde al 28 de diciembre de 1870. Aquí los forenses, doctores Estevan Arredondo y León y Luque, informaban que habían pasado a reconocer a Prim, pero que no lo habían hecho por no remover el apósito. Su estado general les pareció satisfactorio, aunque no se encontraba aún en disposición de declarar.

En el tercero referido al 30 (no hay ninguno del 29), los forenses afirmaban que no habían podido ver al enfermo por hallarse éste delirando. Poco después se enteraron de la muerte del marqués de los Castillejos, ocurrida a las veinte treinta horas del 30 de diciembre.

Nada más, no hay mención a las intervenciones realizadas para extraerle algunos proyectiles, ni noticia alguna sobre parámetros de temperatura, pulso, estado general...

La autopsia se llevó a cabo por los mismos forenses el 31 a las once treinta horas. El cuerpo de Prim presentaba cinco heridas, tres en el hombro izquierdo y una en el brazo del mismo lado y otra más en la mano derecha. La más grave sería una de las situadas en el hombro, cuyo orificio de entrada tenía cerca de seis centímetros, pero ninguna de ellas era demasiado profunda. La escasa capacidad de penetración de los proyectiles produjo tan sólo dos fracturas óseas importantes, una en la cabeza del húmero y otra en la cabeza del radio, ambas del lado izquierdo; aparte la amputación del dedo anular de la mano derecha y la fractura del segundo y tercer metacarpianos.

A juicio del doctor Lafuente Chaos ninguna de las lesiones descritas en el informe de los forenses era mortal; más aún, cree que su calificación médica en la actualidad sería de una gravedad relativa.

Las condiciones en que se desenvolvían las prácticas médicas en la España de 1870 hacían difícil la deseable asepsia e imposible la reposición de la sangre perdida, así como cualquier tratamiento bioquímico medianamente digno de tal nombre. Finalmente, concluye Lafuente Chaos en el libro de Pedrol, de los dos médicos más notables del momento sólo uno, Melchor Sánchez de Toca, visitó al conde de Reus, aunque demasiado tarde.

Una última cuestión, sin importancia para unos pero muy significativa para otros al servicio de alguna de sus hipótesis sobre el atentado, ¿a qué hora murió Prim? Las diversas informaciones señalan momentos distintos, aunque la mayoría de ellas sitúan el deceso entre las veinte quince y las veintiuna horas; algunos indican, como se recoge en el parte de la autopsia, las veinte treinta horas. No faltan documentos en los que se señalan las veintiuna y cuarto o hasta las veintiuna treinta. Como se ve, las diferencias no tienen, a nuestro juicio, mayor trascendencia. Pero hay un dato de más amplia discordancia en el tiempo. Según la partida de defunción de don Juán Prim, éste falleció en la madrugada del día 31 de diciembre de 1870. Probablemente, este dato se deba a una confusión del cura de la parroquia de San José, pero ahí queda.

Consumado el trágico desenlace, Moret se presentó ante las Cortes, las cuales habían abierto la sesión a las diez y cuarto de la noche del 30 de diciembre de 1870, y comunicó a la Cámara que el presidente del Gobierno había muerto hacía unas dos horas.

El 1 de enero de 1871, el cadáver del excelentísimo señor don Juan Prim y Prats fue conducido a la basílica de Nuestra Señora de Atocha, acompañado de las cruces de todas las parroquias de Madrid, ocupando el lugar preferente la de San José, a la cual correspondía el palacio de Buenavista.

A la citada basílica acudieron también, según Morayta, el 4 de enero,[279] los masones de la logia a la que pertenecía Prim y algunos afiliados a otras logias. Ante el féretro de Prim se extendieron e hicieron su cadena de unión. El venerable elogió la figura del difunto y después llevaron a cabo los tres paseos de ritual. El primero lo dirigió el mismo venerable; el siguiente, el primer vigilante; y el último, el segundo vigilante. Depositaron, a continuación, la hoja simbólica de la acacia y algunas flores. Por último, volvieron a formar la cadena mística para concluir la ceremonia. Este cariñoso tributo rendido al hermano «Washington» causó un notable escándalo y no pocos disgustos al capellán de aquel templo, don Leopoldo Briones.

El sumario (306/1870)

 

A

los cuatro años del fallecimiento de Prim, la causa judicial correspondiente constaba de 14.778 folios; más tarde, hasta su archivo definitivo en 1893, alcanzó la cifra de 18.000 folios. Hoy, después de los expolios y mutilaciones de que ha sido objeto, apenas serían unos 16.000. Un total de setenta y ocho tomos de los cuales, según Rubio, no aparece el XLII. La cifra de documentos manuscritos para este autor rondaría los 7.500, a los que habría que añadir folletos, periódicos, etc.

Entre esa documentación se encuentra la referente a dos intentonas previas para asesinar a Prim. La primera a cargo del montpensierista Cayetano Domínguez. Este sujeto trató de captar al capitán retirado Boira para que atentara contra el marqués de los Castillejos, con el fin de que don Antonio de Orleáns fuese rey. La segunda, preparada según recoge Rueda Vicente,[280]por «La Internacional», una nueva sociedad creada en Bayona a comienzos de 1870, también para llevar a don Antonio de Orleáns al Trono de España. En relación con este último complot fueron detenidos Pastor, jefe de la escolta personal del general Serrano; Solís y Campuzano, coronel de Infantería, secretario de Montpensier, Juan José Rodríguez López, personaje que con distintos nombres se movía en todos los vericuetos del hampa. Incluso llegó a asegurar que había trabajado para el conde de Reus. Lo que parece fuera de toda duda es que el tal López estuvo en relación con Solís. Los movimientos sospechosos de dichos individuos habían sido denunciados por el guardia civil Celestino Rabanal y el teniente coronel del mismo cuerpo Gregorio Valenciano, con lo que se desarticuló el intento entre el 14 y el 16 de noviembre de 1870.

A las actuaciones dimanadas de aquellas tramas se unieron, en el sumario, las del atentado que acabó con la vida de Prim. Iniciadas estas últimas con las diligencias instruidas por el juez del distrito de Universidad y las del juez del distrito Centro a partir del 27 de diciembre de 1870. El cierre se produjo el 30 de septiembre de 1877. Todos los encausados resultaban libres de culpa, excepto Pastor y Porcel. Poco después, el 5 de noviembre de aquel año se sobreseyó el proceso contra estos dos y se dejó en libertad también a los que estaban aún encarcelados por la tentativa frustrada de 1870. La causa fue reabierta parcialmente en julio de 1885 para seguirse las actuaciones contra Paul y Angulo, que volvía a España. Por último, fue archivada, definitivamente, en marzo de 1893.

Llama la atención, en contra de la lentitud con que se produjeron las diligencias, y lo dilatado del procedimiento, la rapidez con que, ya el 6 de febrero de 1871, el juez del distrito del Congreso establecía el resultando de que «no aparecen méritos de clase alguna para dejar de tener ese delito por meramente común...». Era en el mismo auto en que decretaba la prisión incondicional de José Paul y Angulo, a quien se suponía en Marsella y, por lo tanto, se solicitaba a Francia su extradición.

Ya hemos visto que, al final, todos los imputados quedaron libres. Pero en septiembre de 1874 el balance era el siguiente: ocho estaban en la cárcel (uno de ellos fue asesinado en la prisión poco después); seis habían fallecido en prisión o después de ser liberados, siempre en oscuras circunstancias; siete más se hallaban prófugos y en libertad, otros setenta y tres.

Rueda Vicente incluye en su libro una lista de los conspiradores que estuvieron en la calle del Turco y en las proximidades.

Figuran en ella doce nombres, entre los cuales aparece el de Paul y Angulo.[281]

¿Quién mató a Prim?

 

E

sta es la pregunta que más se repite después de tantas décadas y encierra grandes dosis de curiosidad, cierto morbo y el anhelo de satisfacer una íntima exigencia de justicia, aunque sigue sin respuesta o, tal vez, con varias. Para los tribunales de justicia no hubo culpables identificados, pero para el tribunal de la historia existen algunos. Aunque alrededor de dicha interrogante surgen, de manera inevitable, otras para las cuales tampoco hay contestación definitiva, pero sí, igualmente, apreciaciones razonables.

En principio, tenían interés manifiesto en quitar a Prim de en medio los republicanos federales. Su sector más radical le había condenado y El Combate, junto con Paul y Angulo, Cala y otros, le lanzaron todo tipo de amenazas. Igualmente el duque de Montpensier, que veía en el conde de Reus el obstáculo más importante para obtener la Corona. También los grandes propietarios españoles en Cuba, cuyos intereses corrían peligro si los planes del de los Castillejos seguían adelante. ¿Acaso no se veían favorecidos los alfonsinos? Contra ellos, recordemos, había lanzado el veto absoluto. ¿La masonería? La lista podría ampliarse con otros sospechosos.

Desde el estudio de Pedrol Rius, una serie de nombres aparecen, casi confirmados, como culpables en diversos conceptos. La mayoría de los autores coinciden en atribuir la autoría del crimen a José Paul y Angulo, aunque existan algunos que le exculpan. Tras el asesinato del general desapareció y vivió en América y, después , en Europa hasta que regresó a España en 1885. A criterio de casi todos, Paul y Angulo mandaba el grupo de criminales que dispararon contra el conde de Reus; integrado, siempre según Pedrol, por un tal Paco Huertas, Ramón Armella, Adrián Utrillos y Ramón Martínez Pedregosa. Tal vez, también por otro llamado Marcelino.

El inductor fue José Mª Pastor, hombre de confianza de Serrano, y persona a quien protegía Sagasta. Pedrol duda, aunque no descarta, la participación de Serrano. Rubio le exonera de responsabilidad. Parece difícil creer que si Pastor estaba complicado, y en la medida que se le atribuye, el duque de la Torre no supiera nada.

El instigador habría sido Solís y Campuzano, cuyo alegato de autodefensa recogemos en otro apartado, de quien Pedrol no se atreve a asegurar que interviniese directamente en el atentado del 27 de diciembre, aunque Sagasta le acusó siempre. Detrás de Solís y Campuzano aparece inevitablemente Montpensier, quien habría financiado el crimen e influido para que se sobreseyese la causa en 1877. Rubio acentúa su condena sobre el de Orleáns, lo mismo que ya en 1872 pensaba Ruiz Zorrilla.

Lo cierto es que, al cometerse el atentado, Solís marchó a Inglaterra, aunque volvió a España más tarde y fue detenido en Villafranca de los Barros. Montpensier salió para Francia. En un escalón inferior, y como algo más que sospechoso de negligencia punible, habría que colocar la figura de Rojo Arias, gobernador de Madrid.

En uno de los últimos libros publicados respecto al asesinato de Prim, el de Rueda Vicente, su autor, en las conclusiones, se atreve a afirmar rotundamente que el ejecutor fue José Paul y Angulo; el encubridor Pastor y el instigador Solís y Campuzano.[282] Como implicados señala a dos personalidades: Serrano y el duque de Montpensier. Probablemente tiene razón, pero con la misma rotundidad manifiesta que cree bastante factible que el general Prim estuviera muerto desde el 27 de diciembre, y por último, aunque empieza escribiendo que permanece en tinieblas la posible orden de la masonería de eliminar a don Juan, a continuación añade que piensa que su implicación es cierta, sin otra base que el hecho de que no le han permitido acceder a unos documentos que no sabe si en verdad existen.

En las primeras aseveraciones, sospechas aparte, no hay ninguna prueba documental novedosa respecto a otros estudios anteriores pero todos los indicios apuntan en ese sentido, incluso existe una cierta lógica en la formulación de tales acusaciones, por lo que, con alguna reserva, podemos compartir tan radical sentencia.

En lo concerniente a la creencia firme de que Prim murió realmente el 27 de diciembre, el citado autor se basa en que la Gaceta de Madrid publicó la noticia de que había sido herido levemente en su número del día 28 de diciembre de 1870,[283] horas antes de que el subsecretario del Ministerio de la Guerra enviase un parte muy similar a los capitanes generales. No vemos relación alguna entre ambas cosas y el supuesto fallecimiento del conde de Reus, inmediatamente al momento del atentado.

Añade como otra posible prueba de tal circunstancia el hecho de que la defunción del marqués de los Castillejos no aparece consignada en el Registro Civil. Ciertamente no era fácil que estuviese allí, pues este organismo se había creado por Ley de 17 de junio de 1870, aunque su reglamento no se aprobó hasta el 13 de diciembre del mismo año y no entró en vigor hasta el 1 de enero de 1871.[284]

En cualquier caso, el acta de defunción de Prim se encontraba, lógicamente, en la madrileña parroquia de San José, a pocos metros del palacio de Buenavista, donde residía y donde falleció el conde de Reus, inscrita en el folio ciento veintisiete suelto del libro diecinueve de defunciones.[285]

Dicho esto, creemos que, aun admitiendo el papel central de Montpensier en todo lo concerniente al asesinato de Prim, y la culpabilidad de los restantes imputados, sigue habiendo demasiados cabos sueltos. A partir de ahí y a título personal, sólo resta ofrecer algunas hipótesis sobre el hecho de que pudiese haber más implicados y que éstos pertenecieran al entorno del conde de Reus. Veamos:

1) Prim, desde mucho tiempo atrás, había dado muestras de ser un hombre bien informado y de preocuparse por saber cuanto de relevancia ocurría, a propósito de la política y sus recursos, en España y fuera de nuestro país.

2) Conspirador curtido durante años, había sobrevivido gracias a su capacidad para estar avisado.

3) El atentado de la calle del Turco estuvo precedido de otras tentativas, reales o figuradas, que debían haber despertado su recelo.

En octubre de 1870 se había barajado la posibilidad de volar con explosivos el tren de Aranjuez, en el que Prim regresaba de su finca de los montes de Toledo. También se consideró por entonces la posibilidad de apuñalarlo. Ninguno de los dos planes llegaron a concretarse, pero además se descubrieron otros dos complots, a los que nos hemos referido al hablar del sumario. Uno de ellos menos de seis semanas antes del atentado definitivo. Había razones suficientes para estar sobre aviso.

4) Muchos le acusaban de ser el hombre que manejaba los hilos de la partida de la porra, encabezada por Ducazcal, la cual se movía a sus anchas en los ambientes donde, entre otras cosas, se pudo reclutar a los asesinos. ¿Nadie supo nada?

5) En todo caso, era el presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y en principio, debía contar con información privilegiada.

6) El ministro de la Gobernación era Sagasta, que nunca, durante el resto de su vida, quiso oír hablar del asesinato de Prim. Cierto que acababa de reincorporarse a este puesto en sustitución de Rivero, pero tenía notable experiencia de una anterior etapa.

7) El gobernador de Madrid era Rojo Arias, otro personaje de los más próximos al conde de Reus, y había recibido la lista de los asesinos antes incluso de que se cometiera el crimen.

8) Muñiz, que como hemos dicho, acompañó al Congreso el 27 de diciembre al marqués de los Castillejos, sabía por Bernardo García, el director de La Discusión, «que se tramaba un complot para matar a Prim».

9) Tal vez García López al momento de salir del Congreso advirtió también personalmente al propio presidente del Gobierno.

10) Otros avisos de distintas personas, por ejemplo de un detenido, un tal Felipe Calvo, habían anunciado el atentado de 27 de diciembre como señal para un levantamiento.

 

Podríamos añadir otras consideraciones en la misma dirección, pero no creemos que sea preciso extenderse más, puesto que, después de todo esto, nos parece prácticamente imposible que el marqués de los Castillejos no supiera algo de lo que se preparaba. Si lo sabía, ¿por qué no reaccionó buscando una mayor protección?

Era valiente, pero no loco, sino cauto. Bueno está que afirmara ante algunos rumores «que España no es tierra de asesinos». Pase que confiara en que aún no se había fundido la bala que debía matarlo, dado el fatalismo con que se mostró en algunas ocasiones de su vida. Pero de no temer el peligro a despreciarlo hay un trecho que Prim, el hombre maduro de 1870, no ignora. Siempre estuvo dispuesto a jugarse la vida, pero no a entregarla sin resistencia.

Había además otros personajes con responsabilidades que tenían obligación de haber adoptado medidas que garantizaran la seguridad del presidente del Gobierno, y disponían de información acerca de lo que sucedía. No es creíble que nada supieran, dada la extensión de la conjura, el elevado número de implicados y la cantidad de elementos necesarios para llevar a cabo el plan. El atentado contra Prim no fue un acto imprevisible e inevitable.

Aceptando la hipótesis de que se contaba con alguna información, si no se hizo nada pudo ser por exceso de confianza. Pero esta posibilidad nos conduciría a alguien que, capaz de suscitar esa confianza, hubiese neutralizado tal información mediante una contrainformación falsa que tranquilizase completamente a Prim y a quien debiese protegerle. Pastor, Solís y Campuzano, Paul y Angulo, Montpensier y el propio Serrano no pudieron desempeñar esta función.

Lo cierto es que no sólo no se tomó ninguna disposición preventiva, sino que se retiró la policía de la zona para que campasen a sus anchas un elevado número de personas armadas. Como consecuencia de lo cual, y ahí acaba todo, se arrestó al inspector Andrés Valencia.

Pero si por las razones que fuese falló la actuación preventiva, ¿qué se hizo para esclarecer lo ocurrido? Casi nada, tan sólo un proceso instruido con múltiples irregularidades y pasmosa lentitud. La falta de celo en la investigación, salvando alguna conducta particular, resulta igualmente llamativa. Inoperancia policial completa ante el cúmulo de violencia y maniobras de todo tipo que acabaron con la vida de varios sospechosos, y a la vez, una labor judicial lamentable que terminó con la excarcelación de los detenidos más importantes. La aceleradísima calificación fiscal del magnicidio como delito común... Todo esto y más se produjo con gobiernos en cuyos ministerios clave figuraban, o presidían el propio Gabinete, hombres de Prim; entre ellos, Sagasta, que fue en los años sucesivos, ministro de la Gobernación y Ruiz Zorrilla.

El alegato de Solís y Campuzano

 

E

l secretario de Montpensier, en su defensa, pasó al ataque y nos legó uno de los testimonios que más graves acusaciones vierte contra la figura de Prim, por lo que se refiere al período 1868-1870. En un texto que escribió bastantes años después de la muerte del conde de Reus, cuyo principal objetivo era autoexculparse de su supuesta intervención en aquel magnicidio, Solís y Campuzano le imputaba los siguientes cargos:

Primero: el marqués de los Castillejos se habría comprometido con los unionistas a entregar la Corona de España a don Antonio de Orleáns y no era cierta la versión oficial de que la solución que pudiera darse a la cuestión del régimen, y la respuesta a quien sería el futuro jefe de Estado, tras la revolución, quedaba sujeta a la voluntad nacional.

Nos parece que no resulta demasiado creíble la existencia de un pacto explícito y formal entre el conde de Reus y los hombres de la Unión Liberal a este respecto, salvo algún hipotético comentario verbal, tan informal como indemostrable. Sin duda, de haber habido un compromiso formal los unionistas lo habrían sacado a la luz, lo que hubiera provocado la ruptura de Prim con los demócratas y acentuado la división en su propio partido.

Segundo: triunfante la Gloriosa, faltó a su palabra, por lo que los colaboradores más cercanos a Montpensier trataron de atraerle a su causa mediante el soborno. A tal fin, y siempre sin otras aportaciones documentales, Solís y Campuzano aseguraba que, a finales de 1868, el marqués de Casa la Iglesia negoció con Prim, quien le habría pedido una cantidad desorbitada, «pues decía que todo ello lo necesitaba para acallar a sus amigos».

No hubo acuerdo en los primeros tanteos, dadas las grandes exigencias planteadas por el de Reus. Sin embargo, se había vuelto a la carga al cabo de algún tiempo, a principios de 1869, ya que los partidarios de Montpensier estaban convencidos de que era preciso, a todo trance, comprar sus servicios. En esta segunda tentativa habría intervenido como intermediario don Justo San Miguel, hombre vinculado al manejo de las finanzas de Prim.

Las negociaciones, esta vez, concluyeron en acuerdo y se estipuló la cantidad que había de pagarse, siempre con el mismo supuesto fin: «Amansar a los amigos de don Juan». Sin embargo, la operación habría quedado en suspenso cuando el marqués de los Castillejos exigió el abono del dinero de «inmediato y de una sola vez».

Pasadas unas semanas se desbloqueó el trato al haber transigido en el cobro fraccionado y, de este modo, iría percibiendo diversas sumas a lo largo de 1869. A su vuelta de Vichy, en septiembre de aquel año, recibió a Solís y Campuzano e insistió en que «se encargaría de echar abajo cualquier otra candidatura, pero que no le incomodasen», pues quería atraer a sus amigos hacia la solución de Montpensier, sin aparentar que les guiaba en este sentido, «para lo cual les estaba comprometiendo con sus dádivas».

Le tranquilizó acerca de otras candidaturas, como la del duque de Génova o la de don Luis de Portugal, a los que pondría «palos en las ruedas» para que se atascasen, y lo mismo haría con cualquier otro. No obstante, para entonces se había comprometido con Napoleón III a impedir el acceso al trono de Montpensier.

Conforme al testimonio que venimos aludiendo, el paso del tiempo, sin que se produjera el desenlace que los partidarios de Montpensier deseaban, llevó a una supuesta entrevista entre Prim, Serrano y Montpensier en el curso de una cacería, en la cual acordaron don Antonio y don Juan hablar a solas en el balneario de Alhama, donde habrían estado en febrero de 1870.

Era tan evidente el papel fundamental del marqués de los Castillejos que Serrano, Topete y otros, que no estaban al corriente de los supuestos pagos a Prim, propusieron entonces que se le ofreciera alguna cantidad para atraerle a su causa.

El desenlace del trágico enfrentamiento con el infante don Enrique empeoró decisivamente la situación para el duque de Montpensier, quien empezó a ser objeto de toda clase de ataques, en especial de los amigos de Prim.

El conde de Reus dio por acabados los tratos con los montpensieristas y devolvió la parte del dinero que aún no había gastado, de ochenta a cien mil duros, pero en letras sobre casas de París.

Tercero: para neutralizar definitivamente a Montpensier buscó inducirle por medio de Topete, que actuaba de buena fe, a cometer algún error, como conspirar a la manera de los carlistas o los republicanos.

Cuarto: al igual que otros detractores del marqués de los Castillejos, le acusa de tener a su servicio una amplia red de agentes para actuar al margen de la ley. Hasta el extremo de que nunca —según Solís— había habido una «partida de la porra» comparable.

Quinto: como don Antonio no se embarcó en tales aventuras, Prim concibió entonces la idea de escenificar un intento de asesinato contra sí mismo en noviembre de 1870, de acuerdo con uno de los agentes que manejaba Juan López o Rodríguez (que de ambas formas se hacía llamar), para comprometer en él a Solís y Campuzano y por elevación a Montpensier, en cuya casa trabajó López o Rodríguez algún tiempo.

Sexto: rechazaba Solís y Campuzano toda implicación en el posterior atentado de la calle del Turco y aseguraba que fue el Gobierno quien le incriminó, valiéndose de los encausados que se hallaban detenidos en el Saladero.

Prim y la masonería

 

H

emos aludido a un hecho relacionado con la masonería que, de manera fortuita, pudo cambiar tal vez la suerte del entonces jefe del Gobierno, en la tarde del 27 de diciembre de 1870. Prim era masón y se ha comentado por varios autores que su no asistencia a la cena con que los masones celebraban el solsticio de invierno hizo posible el atentado de la calle del Turco, pues de haberse dirigido el general desde el Congreso a la fonda de las Cuatro Estaciones, situada en la calle del Arenal, como dijimos, y lugar previsto del ágape, no habría tenido que pasar por donde le aguardaban sus asesinos. Pero como vimos, Prim adujo motivos personales para dirigirse primero a su domicilio, en el palacio de Buenavista, encontrándose así con la muerte.

Más allá, pues, de cábalas y suposiciones, inútilmente contractuales, lo que nosotros debemos abordar es el tema de las relaciones del conde de Reus con la masonería. Éste es, sin duda, uno de los pasajes peor conocidos de su biografía, aunque tanto en el campo de la literatura, Galdós, como en el de la historiografía, de V. de la Fuente a Fernández Almagro pasando por Mª Tirado y Rojas o N. Díaz y Pérez, entre otros, se ha tratado de diversos modos el compromiso masónico de Prim.[286] Hasta el padre Coloma en Pequeñeces afirmaba la relación del conde de Reus con la masonería. No obstante, los testimonios de esta vinculación son siempre indirectos y las circunstancias en que se produjo, es decir, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿en qué rama de la masonería?, etc., así como los motivos que le habrían inducido a ello aparecen bastante confusos.

En un trabajo publicado recientemente, el profesor Ferrer Benimeli [287] pone de manifiesto las múltiples contradicciones en que incurren los textos sobre el masonismo del marqués de los Castillejos. Los errores, en algún caso bastante graves, son frecuentes. Así, en cuanto al momento de su incorporación Leo Taxel y Pablo Verdún afirman, sin el menor apoyo testimonial, que ya a los dieciocho años estaba afiliado a las logias, o sea, casi al mismo tiempo de su ingreso en los cuerpos francos de Cataluña. N. Díaz y Pérez sitúa la entrada de Prim en la masonería en Madrid, de la mano de Calatrava, en la logia Tolerancia y Fraternidad del Gran Oriente de España en 1839, cuando por esta fecha no se hallaba nuestro personaje en la capital del reino y tampoco parece estar documentada la existencia de dicha logia.

Según M. Fernández Almagro,[288] Prim había entrado a formar parte de la masonería con el nombre simbólico de «Washington» mucho más tarde, ya que, tal y como escribe este autor, por respeto a Ramón Mª Calatrava, que había sido elegido gran maestre del Gran Oriente nacional de España en 1865, no quiso aceptar la oferta de ocupar este cargo y quedó como simple capitán de guardias. A este respecto, Galdós escribe en España trágica, narrando acontecimientos de finales de diciembre de 1870, que «Prim había ingresado recientemente en el Gran Oriente nacional de España. Diéronle el cargo de portaestandarte del Supremo Consejo de la Orden. Su grado era el 18, con título de caballero Rosa Cruz».[289] Pero el mismo Galdós, a propósito del funeral masónico por don Enrique de Borbón, celebrado unos meses antes, hacía quejarse a uno de sus personajes de que no asistieran a aquellas honras fúnebres los políticos más importantes, entre ellos «... don Juán Prim, que tiene el grado 33 en el Oriente de Escocia [290]».

También V. de la Fuente en su Historia de las sociedades secretas, señala que don Juan Prim estaba en el Gran Oriente español, del rito escocés aprobado y maestro sublime perfecto del grado 33 masónico; si bien, al margen de las imprecisiones terminológicas en las que incurre, tampoco fundamenta sus afirmaciones.

Morayta, en su Historia de España, que hemos citado en bastantes ocasiones, dice que Prim era masón «capitán de guardias» y que poco antes de morir firmó un documento masónico a Nicolás Mª Rivero.

¿Qué llevo a Prim a la masonería? Fernández Almagro asegura con rotundidad que fue el afán de servirse de ella en provecho de sus planes. Puede ser, pero este aserto, sin otra argumentación, no pasa de constituir un lugar común donde se coloca a casi todos los personajes, militares y políticos, especialmente, que fueron masones profesos en cualquier tiempo. Lo cierto es que, conforme a las fechas que manejamos, la incorporación de Prim a la masonería tuvo lugar cuando el conde de Reus ocupaba ya un puesto destacado en el primer plano de la milicia y de la política, lo cual supondría que no se sirvió de aquélla, al menos desde dentro, para progresar en su carrera. En todo caso, las sociedades secretas tenían entonces una fuerza relativamente importante en muy diversos campos, y sin duda en el político, puesto que convendría no olvidar el carácter masónico de varios de los ministros de los gabinetes presididos por el marqués de los Castillejos y del primer gobierno de don Amadeo, del cual formaban parte personajes de filiación masónica como Sagasta, Martos, Moret, Berenguer y Ruiz Zorrila. Además, en las Cortes Constituyentes de 1869, incluidos los citados, se sentaban, al menos, cerca de una treintena de diputados que sepamos con certeza se hallaban afiliados a la masonería.[291]

Sin embargo, esta circunstancia no significaba una obediencia política común de forma absoluta y unos desde las filas progresistas, otros desde las republicanas, o demócratas o unionistas, hacían su propio juego. Así, por ejemplo, en la decisiva votación de la candidatura de Amadeo quince diputados masones (los progresistas más los demócratas) se pronunciaron a favor de él; otros once, igualmente masones, de diversas facciones republicanas lo hicieron, como era lógico, por la implantación de la república y dos unionistas, también miembros de la masonería, dieron su apoyo a la opción encabezada por el duque de Montpensier. Ni en éste, ni en la mayoría de los temas principales del panorama político, entonces a debate, se impuso el carácter masónico a la pertenencia partidista. En consecuencia, ¿hasta qué punto utilizó Prim a la masonería o a la inversa? Es una cuestión que no resulta fácil de contestar, incluso la pertinencia de tal formulación parece cuestionable, puesto que pudieron ser factores menos prosaicos, a pesar del pragmatismo del marqués de los Castillejos, los que le condujeron a la masonería.

Pero sí resultan discutibles no pocas de las circunstancias acerca de la relación de Prim con el mundo masónico, habiéndose escrito sobre ellas con no demasiado rigor, mucho más improbadas e improbables resultan las supuestas responsabilidades de la masonería en el asesinato del entonces presidente del Gobierno.

Reacciones al atentado y muerte de Prim

 

D

esde que se tuvo conocimiento de lo sucedido en la calle del Turco se produjo, primero en Madrid, y luego en toda España, una auténtica conmoción. En los diversos estratos sociales se sucedieron las condenas, aun antes de conocerse el alcance último de aquel atentado.

Las noticias del crimen corrieron rápidamente por toda España. Ayuntamientos, juzgados, comités progresistas-demócratas de diferentes puntos del país, Voluntarios de la Libertad, particulares...; enviaron a las Cortes y al palacio de Buenavista exposiciones en las que recogen sus sentimientos de dolor y repulsa ante lo sucedido. Los testimonios más tempranos en llegar, con fecha 28 y 29 de diciembre, exigían el castigo de los culpables y pedían la pronta recuperación del presidente del Consejo de Ministros, al que consideraban uno de los hombres que más se ha sacrificado por la revolución de septiembre «... benemérito de la patria y la libertad». De manera harto significativa, uno de aquellos testimonios, procedente del juzgado de primera instancia de Briviesca (Burgos), condenaba no solo a los autores materiales del delito «... a los seres abyectos, instrumentos del crimen, que su codicia satisfacían...» sino, de modo especial, a «... los que moralmente lo prepararon, ejecutando sus criminales instintos por medio de las manos mercenarias que lo realizaban».[292]

Cuando el 28 de noviembre de 1870 Topete,[293] como presidente del Gobierno con carácter interino, comunicó al Congreso lo sucedido, la reacción de los diputados no se hizo esperar. Al saberse, dos días después, en la misma Cámara la muerte de Prim, hablaron en su memoria diputados de todas las tendencias: Romero Ortiz, Martos, Mata, Cánovas, Ríos Rosas, Rui-Gómez, Méndez Vigo, García Ruiz, Vinader, Chao... Este último diría: «... muchas batallas hemos reñido con el general Prim, pero siempre hemos reconocido en él a un amigo leal... jamás hemos recibido de él una herida que lastimara nuestro amor propio». Los reconocimientos a la figura del marqués de los Castillejos serían interminables.

Ahora bien, los elogios fúnebres son a veces tan inmerecidos como lo fueron las críticas en vida, pero cuando los juicios en la hora de la desaparición no están destinados a falsos cumplimientos, sino que se trata de valoraciones casi profesionales, no dirigidas al público, cabe estimarlas como expresiones sinceras. A este respecto puede servirnos el informe que el embajador inglés en Madrid, míster Layard, pasaba a su Gobierno el 31 de diciembre de 1870. «La muerte del general Prim en estos momentos es una cuestión de considerable gravedad —escribía—. Entre los diversos personajes que figuran en la política desde que estoy en España, sea como ministros, líderes de los partidos, o miembros de las Cortes, era el único que por su inteligencia, energía e influencia se había mostrado capaz de afrontar, eficazmente, la crisis por la que España está pasando. Sin ser un hombre genial, de gran cultura y experiencia en la política, ni estar dotado de un verdadero instinto político, como el conde de Cavour y otros hombres de Estado europeos, que en este siglo han dado grandeza a sus países, Prim poseía muy raras cualidades y estaba particularmente dotado para la tarea que tenía que llevar a cabo. Sus opiniones políticas eran liberales, para un español, y sus puntos de vista amplios e ilustrados...»[294]

Tras el tufillo de displicencia británica hacia los españoles, se expone el reconocimiento de los notables valores del hombre de Estado que era Prim. Precisamente, entre una clase política que, no sólo entonces, hace que, habitualmente, el honor y el bienestar del país —como decía Layard— queden sacrificados por los intereses de partido y por consideraciones personales.

Pero más allá de las alabanzas póstumas, Prim tenía aduladores y detractores ardientes y la pasión enturbiaba, en unos y otros, cualquier imparcialidad. Soldado de fortuna, marcado por la religión de la milicia, la más severa de todas, fue un hombre de bravura incontestable, de inteligencia viva y de facultad de comprensión rápida. Su universidad fue la vida y aprendió mucho. Fue a la vez cabeza y brazos de su partido —como señala Leonardon—, activo, prudente y perseverante. Seductor para muchos y mesiánico para casi todos, aun para no pocos republicanos.

También en el extranjero tuvieron amplio eco las noticias sobre el magnicidio que acabó con el marqués de los Castillejos. Unos, los más, destacando la personalidad el estadista asesinado; otros, los menos, atacando a quien ya no podía defenderse.

Así, en Inglaterra, en la revista The Graphic el asesinato de Prim servía para evocar el de Lincoln, que tuvo lugar cinco años antes, y, de paso, para denigrar al conde de Reus, que salvo su patriotismo innegable, le parecía al redactor un ambicioso de cortas miras, y cuyo mérito principal sería haberse casado con una rica mexicana. A veces estas muestras de inquina hasta más allá de la tumba procedían de españoles en el extranjero. En Nueva York, por ejemplo, algunos celebraron con un banquete la muerte de Prim.

Respecto a las honras fúnebres que habían de realizarse en su honor, no faltaron tampoco episodios reveladores de hasta qué punto la cuestión se polarizaba, incluso en controversias religiosas. A la orden del Gobierno para que se celebraran solemnes exequias por el eterno descanso del alma del eminente patricio y esclarecido repúblico don Juan Prim y Prats, el cabildo de San Pablo de Zaragoza, con el pretexto de que no estaba muy claro si el finado había pedido o no los sacramentos y si se le había dedicado un funeral masónico, se opuso. En Orense la negativa se extendió a todos los eclesiásticos de la diócesis. Tampoco faltó en Reus alguna resistencia, pero finalmente, se tributó a Prim un sentido homenaje fúnebre, aunque no se permitió que se leyese la oración preparada al efecto por el director del instituto de la ciudad.

Diversos lugares de Cataluña, como Sabadell, Tarrasa y otros ofrecieron funerales solemnes por el marqués de los Castillejos y, por supuesto, Barcelona, que acordó levantarle un monumento en la Ciudadela.

En otras partes de España, a diferencia de lo ocurrido en Zaragoza y Orense, se produjeron gestos de profundo sentimiento por la desaparición del hombre que había sido un auténtico referente nacional. El Ayuntamiento de Segovia, por ejemplo, costeó solemnes honras fúnebres en honor de Prim y colocó una lápida en su memoria, junto a otra de Juan Bravo, en el salón de sesiones.

Pero no fue únicamente la ciudad del acueducto la que dió testimonio de admiración al conde de Reus. Aún hoy un buen número de calles y plazas, en las más diversas poblaciones de las dos Castillas, siguen llevando el nombre de Prim.

Pero, para terminar, a la hora del adiós queremos contemplar también la figura del marqués de los Castillejos en otra clave, no menos crítica, hipercrítica incluso, pero desde algo que suele escasear, el humor.

Juan Prim a la luz de la caricatura

Ir a la siguiente página

Report Page