Prim

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Presentación

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Presentación

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esde hace varios años la historiografía, salvo algún sector encastillado en peores tiempos, ha cedido en el propósito de reducir su discurso al supuesto esencialismo de las estructuras y, de paso, ha disminuido el fetichismo por el número y sus expresiones señalizadas estadísticamente, como hipotéticos mecanismos explicativos del pasado. No podía ser de otro modo, pues, detrás de las abstracciones y las generalizaciones exageradas, acababan desapareciendo los hombres y las mujeres y, con ello, la historia perdía a sus protagonistas. Trasmutados en unidades racionales y cuantificables, en las que los sentimientos, la libertad y el azar apenas constituían otra cosa que factores distorsionantes de tal o cual proceso nomológico, los seres humanos parecían autómatas marginados en una narración pretendidamente científica, pero en realidad falsa y, además, plúmbea.

Con la recuperación del sujeto humano como centro de referencia y, con él, la atención al individuo, aunque sin olvidarse de la sociedad, la biografía, un género historiográfico tan viejo como la propia Historia, ha reencontrado su papel. Pero hablamos ahora de un relato biográfico riguroso, tan alejado de la hagiografía como de la hipercrítica visceral, que intenta conocer nuestros antecedentes, siguiendo como eje el estudio del personaje y de su contexto, para asomarnos a una época en su conjunto. Se trata de ganar en viveza y en realismo, sin perder un ápice de las posibilidades de la Historia como ciencia y, naturalmente, como medio para proyectar sobre lo pretérito algunos interrogantes del presente.

A partir de tales principios abordamos esta panorámica de Prim, no sólo para evaluar más correctamente su figura, sino para entender mejor una buena parte del siglo XIX. Lo hacemos convencidos de que el Ochocientos, ese siglo con el que ya no tenemos frontera cronológica directa, desempeña, tal vez en mayor grado que ningún otro, un papel decisivo en la conformación de la España que llega a nuestros días. En él, una extensa nómina de militares, desde Elío y Eguía hasta Martínez Campos o Weyler, motejados de modo tan genérico como simplista de «espadones», aunque las diferencias entre todos ellos serían, al menos, tantas y tan importantes como las coincidencias, ocupan, por unas u otras causas, el primer plano de la política nacional.

Ese innegable protagonismo del estamento militar alcanzaría sus más elevadas cotas entre 1833 y 1876. Durante aquellas más de cuatro décadas, la vida pública española giró, en gran medida, alrededor de los nombres de Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim y Serrano. Conspiradores unas veces, gobernantes otras, tan pronto los encontramos en los palacios del poder como en el exilio, cubiertos de honor o condenados a muerte, unidos o enfrentados, pero apareciendo continuamente en el escenario político como actores de sí mismos y de una amplia gama de intereses de distinto tipo. Personajes románticos, al modo de la sociedad que les rodea, representaron el drama de una España marcada por la violencia, en un juego patético, en ocasiones, y siempre apasionado. Hijos de la guerra, fueron exponentes, con frecuencia crueles, de un mundo que queda, de forma simultánea, demasiado cerca y enormemente lejos, del que ahora vivimos. Liberales, constitucionales, moderados, progresistas, egoístas todos en el sentido más literal del término; Prim sería, en nuestra opinión, el ejemplo más peculiar y el único de ellos en el que se conjuga, junto a su característica de militar y su ideología partidaria, el componente regionalista, si bien dentro del más acendrado españolismo.

Respecto a los duques de la Victoria, de Valencia, de Tetuán, de la Torre... su origen geográfico no tiene especial relevancia política; en Prim, sí. Él era militar, igual que aquéllos, pero, a la par e inseparablemente, catalán, y como tal actuaría no sólo en su vida privada sino también en su peripecia pública.

Figuras, y aun figurones, en algún caso de enorme popularidad, Espartero y Prim, por unos motivos y, tal vez, Narváez, por razones distintas, cruzarían las fronteras del mito. En el conde de Reus se encarnaría, a partir de un momento, la máxima aspiración popular de aquellos años. «¡Prim! ¡Libertad!», exclamaban las gentes, a mitad de la década de 1860, frente a la opresión gubernamental, como si ambos términos fueran la misma cosa. Además, otro rasgo confiere al conde de Reus perfiles heroicos sin parangón: su muerte a manos de los asesinos cubiertos por la noche decembrina de 1870 y algunos velos que nadie puso demasiado interés en romper. El martirio llevó a Prim, definitivamente, a la leyenda.

No es de extrañar, por tanto, que en torno a la figura política y humana de don Juan Prim y Prats, conde de Reus, vizconde del Bruch y marqués de los Castillejos,[1]con grandeza de España, hayan corrido, eso que solemos llamar, con harta frecuencia, «ríos de tinta» y, en este caso, tan exuberante afirmación no sería demasiado exagerada. Además de la ingente cantidad de páginas de documentación oficial, en las cuales nos lo tropezamos, y del inmenso volumen de artículos que, a su favor o en su contra, vieron la luz durante su vida, contamos con la obligada mención que han de dedicarle todas las obras de síntesis de la historia española contemporánea y, más particularmente, del siglo XIX. No faltan tampoco referencias a su actuación en otros estudios, políticos o militares, sobre el período decimonónico español, aunque el capítulo principal de la publicística acerca de Prim lo constituyen, sobre todo, las múltiples biografías, que se le han dedicado incluso desde antes de su muerte.

¿Para qué volver, entonces, sobre el marqués de los Castillejos? Pues para incorporar nuevos caracteres y divulgar su trayectoria al amparo de los veneros informativos ya conocidos, pero también de otras fuentes importantes, sólo aprovechadas hasta ahora mínimamente o de manera demasiado discontinua: la prensa, los Diarios de Sesiones del Congreso y del Senado y distintos materiales documentales inéditos, hasta estos momentos. Aunque, además, con algunas diferencias metodológicas respecto a los precedentes y, sobre todo, en función de unos objetivos parcialmente nuevos.

En este último punto pretendemos mirar atrás, para no perder de vista lo que tenemos delante. Hace más de ciento treinta años, Francisco Orellana publicó una de las obras más trascendentales de cuantas se refieren a don Juan Prim.[2]Se trata de uno de los diversos libros que aparecieron inmediatamente después del asesinato del conde de Reus. Pues bien, ya en su introducción, cuando intentaba justificar el objetivo de su trabajo, afirmaba, con palabras que podemos emplear como propias: «No me propongo (...) escribir una simple biografía (...); que otras plumas lo han hecho y lo harán, sin duda con mejor acierto».[3] Si aquel autor consideraba, ya entonces, innecesario dedicar su atención a pergeñar un relato biográfico, como «una relación semejante a una hoja de servicios», hoy, mucho más de un siglo después y con decenas de títulos sobre el mismo personaje, merecería todavía menos la pena dar a la imprenta unas páginas que, a manera de crónica, en tono de alabanza o de condena, buscaran simplemente repasar la trayectoria vital del marqués de los Castillejos.[4] El propio Orellana añadía que la finalidad de su Historia del general Prim era un intento de condensar, en la vida de un hombre célebre, los acontecimientos más notables de la historia contemporánea de España hasta aquellos días. Por mi parte diré, para ir un poco más allá, que nuestro libro, sin renunciar a las pautas del modelo anglosajón en el género biográfico, pero aligerando aquella erudición que pudiera hacerle más pesado, buscará que ambos, el hombre célebre y los acontecimientos más notables, nos resulten comprensibles desde la perspectiva de hoy. Pero, asimismo, desearíamos que estos dos objetivos incluyesen, en la misma lógica de entendimiento, no sólo algunos sucesos sobresalientes, sino los rasgos clave de la época en la cual se desenvuelve el personaje Prim en sus distintas facetas, resaltando, en la medida que lo merecen, ciertos pasajes que últimamente se han tratado de oscurecer.

Entre éstos, los muy numerosos en los cuales se pone de manifiesto el binomio esencial y vital del personaje: su amor a Cataluña y su españolismo, que fueron tan inseparables como inconcebibles el uno sin el otro. «La vida de Prim, desde su juventud hasta que se extinguió, estuvo vinculada a la existencia nacional española»; así, con esta rotunda afirmación que compartimos plenamente comenzaba Santovenia su biografía del conde de Reus.[5]Por nuestra parte, destacaríamos que eso se produjo, además, desde un catalanismo nunca desmentido, ni por las palabras ni por las obras, del también marqués de los Castillejos. Creemos, por consiguiente, que la figura de Juan Prim, como hombre, militar y político, armoniza perfectamente un estilo de ser catalán en muchas de sus mejores características; y español, igualmente, en lo fundamental, tanto en lo positivo como en lo negativo.

El sentimiento de pertenencia a un colectivo alcanza la máxima expresión, sin duda, cuando se comparten, en primer lugar, códigos de identificación, empezando por los más básicos. Especialmente, aquellos que desempeñan el papel preponderante en la comunicación interna del grupo. Así, la lengua sería uno de los principales nexos hacia el interior del clan, tal vez el primero, a la vez que barrera frente al exterior del mismo. En un plano similar, en ocasiones incluso por delante del lenguaje (sería cuestión de gustos más que de argumentos serios), se situarían los caracteres étnicos y la historia propia, aunque demasiadas veces tenga que ser inventada.

Sin embargo, todos esos factores fundamentales no aseguran por sí solos la sensación a la que nos referimos. Esta surge de la voluntad del individuo, traducida en afectos de diversa intensidad, al interiorizar los rasgos que acabamos de mencionar y otros de distinta naturaleza. Sería a partir de aquí cuando se producen las manifestaciones personales y colectivas acordes con el estereotipo asumido.

Según esto, cabría afirmar que ser o sentirse francés, español, chino, gallego, vasco o catalán no se limita al hecho circunstancial del lugar de nacimiento, al conocimiento de un idioma específico, a la característica étnica, si la hubiere, o a la existencia de un pasado más o menos diferenciado. Ser o sentirse integrado en cualquiera de esos conceptos obedece, en otro orden de cosas, a una decisión personal y, en última instancia, a comportarse como tal.

Ser catalán significaría haber nacido en Cataluña, hablar su lengua y aceptar su historia como propia; pero también tener otros lazos, espirituales y materiales, que contribuirían a señalar los perfiles de una personalidad colectiva con la que el individuo se identifica, es decir, se siente miembro de ella. La Real Academia Española de la Lengua así lo entiende en ese doble plano, primero, y un tanto pasivo, cuando establece que catalán significa «perteneciente o relativo a Cataluña», «natural de Cataluña», «perteneciente a este antiguo Principado»... Segundo, y como fenómeno voluntario y activo, al ocuparse del término catalanismo, al cual define como «afecto a Cataluña o a las características propias de Cataluña», y en su siguiente acepción, estima que se trata de «un movimiento que propugna el reconocimiento político de Cataluña y defiende sus valores históricos y culturales».

Esta última fórmula, al trasladar la vinculación con Cataluña, desde una afectividad de carácter general y una amplia cosmovisión, a la simple tendencia que equivale a impulsar una idea política en una determinada dirección, restringe en una, de entre sus múltiples posibilidades, el afecto a Cataluña, lo cual supone, cuando menos, un reduccionismo, tanto más acusado en la medida en que dicha elección pretenda ser exclusiva. De igual modo, significaría un empobrecimiento del sentimiento catalanista, el limitarlo a la postulación en favor de los intereses económicos de la región, a partir de una única escuela o doctrina y, así, en cualquier otro campo.

Por consiguiente, ser catalanista, en puridad, no implicaría obligatoriamente una opción política. Pero, lo que es más significativo, aun en el caso de que se hablara de catalanismo como una tendencia política, ésta no tendría por qué ser única en sus formas, ni excluyente y confrontativa. A este respecto hay una peligrosa, aunque comprensible, inclinación a presentar como único aquello que nos conviene y a borrar lo que parece no resultarnos útil. En relación con la historia esto se traduce en demonizar, banalizar o simplemente ignorar a los individuos o a los testimonios de cualquier naturaleza que puedan contradecir nuestro discurso.

Algo de esto ha ocurrido de un tiempo a esta parte, por activa y por pasiva, con la persona y la obra de don Juan Prim y Prats, nacido en Reus (Tarragona) el 6 de diciembre de 1814, segundo de los hijos de Pablo Prim y de Teresa Prats [6]y bautizado como Antón Juan Pau María en la iglesia de San Pedro de la misma localidad.[7]Su abuelo, Ramón Prim, había sido allí notario, de 1778 a 1803, y también su padre, entre 1806 y 1808.[8]A partir de esta fecha, la desarticulación de la monarquía borbónica, la guerra contra los franceses y la obra política de Cádiz dieron un vuelco decisivo a la historia de nuestro país. La situación de la mayoría de los españoles se vio alterada radicalmente. Entre los que hubieron de reorganizar su existencia se encontraba Pablo Prim, convertido en combatiente contra la invasión napoleónica y, por lo mismo, en civil militarizado, característica común a tantos otros que, como él, apenas recuperarían la paz durante el resto de sus vidas.

Con la circunstancia de nacer en Reus cumplía Juan Prim la primera de las demandas que podría exigírsele para certificar su catalanidad. Además, habitualmente, hablaba catalán y, aunque no fuese un experto, conocía la historia de su Cataluña natal, a la que se sentía íntimamente unido. De este modo, sumaba otros dos requisitos para avalar su filiación catalana. Pero por encima de cualquier otra consideración, amaba a Cataluña de manera tan ostensible que nadie podría asegurar de buena fe que le aventajaba en este sentido.

Por si fuera poco, la defensa de los intereses catalanes en diversos frentes fue una constante en la vida del marqués de los Castillejos. Ninguna voz se alzó en su momento con más fuerza y rotundidad, en cuanta circunstancia y lugar se hizo necesario, a favor de Cataluña y de los valores materiales y espirituales de los catalanes que la del conde de Reus.

Pero no menor entusiasmo demostró al proclamarse, innumerables veces, español por los cuatro costados; haciendo alarde, simultáneamente, de su orgullosa españolidad como heredero de las glorias de España, concretamente de Castilla, sin que esto disminuyera en nada su catalanismo. En diciembre de 1858, por ejemplo, en una destacadísima intervención parlamentaria, proclamaba en el Senado: «Mis abuelos fueron todos españoles; en las armas, en la Iglesia, en el foro se distinguieron por su patriotismo. Puedo, por lo tanto, decir que me tengo por español de pura raza, no sólo porque nací en España, no sólo porque mis ascendientes fueron españoles, sino por la educación española que he recibido y por el amor instintivo que tengo a este país. Y tanto es así que los males de mi patria me hacen daño como los males míos; y tanto es así que si alguna vez ha podido haber en ella algo que mancillase su honra, me he creído yo también mancillado, como si fuese cuestión de mi propia familia».[9] Tanto sería así que la percepción de su españolismo aparece reflejada en la mayoría de sus biógrafos. Incluso, todavía en 1930, José Buchs, director de amplia filmografía cuyas obras responden a un claro intento de recoger, en cierto sentido, la esencia de la españolidad, dedicó a Prim, tal vez, su mejor trabajo. Se trata, por otro lado, de la primera película que el cine español intentó sonorizar.[10] Catalán, español, en contacto casi permanente por unos u otros motivos con Europa, asomado a África y conocedor de un fragmento importante de América, Juan Prim, quizá por su condición de reusense (recuérdese el dicho, un tanto hiperbólico, empleado por sus paisanos como expresión superadora de fronteras: Reus, París, Londres), no se mostró nunca afectado del mal del aldeanismo, vicio endémico bastante extendido entre no pocos regionalistas. Pero por encima de todo, como veremos, no buscó jamás afirmar su catalanidad en el enfrentamiento con ninguna otra parte de España; bien al contrario, predicó siempre, fuera el que fuese el esfuerzo exigible, la emulación de las mejores virtudes del resto del país. Todo ello para colocar la estima hacia los catalanes en la más alta consideración del conjunto de los españoles.

Éste es el personaje sobre el que escribimos. Un individuo que nada tiene que ver con el revolucionario de barricada, ni siquiera con el militar de cuarteladas (aunque su nombre aparezca asociado al cuartel de San Gil); sino un hábil diplomático, un estadista (género no frecuente en nuestra historia política) y un hombre de mundo.

La época en que se desenvuelve, y de la que hemos apuntado sus líneas maestras, transcurre en un país donde la violencia política imposibilitaría el desarrollo institucional capaz de impulsar o, al menos, permitir el mismo ritmo de modernización que se estaba llevando a cabo en la mayor parte de la Europa Occidental. La España del fracaso isabelino, en la que Cataluña abordó el reto de la industrialización amparada en un proteccionismo que hoy podemos ver tan discutible como imprescindible, pero que se estimaba entonces decisivo.

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