Prim

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CAPÍTULO PRIMERO » Un futuro incierto para el país y para Prim

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La lucha entre las fuerzas del barón de Meer y las de Urbiztondo continuó durante los días siguientes. A finales de mes volvió a significarse el capitán Prim, en las proximidades de San Juan de las Abadesas, en una posición llamada Causa-Costa. La batalla se decantó del lado liberal y concluyó con la dispersión de las huestes carlistas. Urbiztondo fracasó en su empeño de adueñarse de la citada población, evidenciando con ello que no había conseguido imponer un mando único y capaz a las partidas catalanas.

Pero aquel verano el eje de la vida nacional pasaba por dos asuntos igualmente importantes, relegando a un segundo plano cuanto ocurría en el Principado. Uno de ellos era la «expedición real», que continuaba su marcha hacia Madrid, con algún sobresalto, asaltando Castellón, sin éxito, y Burriana, con extrema crueldad, y siendo atacados de nuevo por Oráa, en Chiva, donde las tropas de don Carlos sufrieron un notable descalabro.

Con todo, la división en las filas liberales, las suspicacias entre Oráa y Espartero y, especialmente, una nueva columna desde el norte que, al mando de Zariatégui, había iniciado su marcha hacia la capital de la nación atravesando Castilla, el 19 de julio, hicieron posible el avance de la «expedición real» hacia la corte isabelina.[23] El otro tema de referencia obligado fue la publicación de la Constitución, en junio de 1837, con la cual el Gobierno pensaba dar respuesta a las aspiraciones de un amplio sector liberal y reconducir, por cauces legales, la revolución del verano anterior. Este hecho no auguraba ningún pacto con el carlismo, a pesar de las ilusiones de algunos.

Unas semanas después, la llegada de los carlistas a las cercanías de Madrid era un hecho. En agosto Zariatégui estaba en Las Rozas y, por las mismas fechas, la división de Cabrera, avanzada de don Carlos, alcanzó Vallecas. Sin embargo, la marcha de Espartero, en defensa de la capital, y el incumplimiento de los supuestos acuerdos con María Cristina obligaron a don Carlos y a los suyos a retirarse hacia el norte. El epílogo de aquella tragicomedia marcaba, para los carlistas, el principio del fin, aunque éste tardara en llegar por las dificultades financieras, políticas y militares que atravesaba el régimen liberal.

La última fase de la guerra

 

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a lucha en Cataluña en la segunda mitad de 1837 discurría con la misma tónica. Breves y numerosos combates, ganados los más por los isabelinos (Manlleu, Berga, Piera, Capellades, etc.) y alguno por los carlistas (Rialp). Prim, en su línea, tuvo ocasión de sobresalir, el 28 de noviembre, desalojando de sus posiciones a la partida de Boquica, en los alrededores de Puigcerdá. El brigadier Carbó, en cuya columna estaba integrado, le propuso para el empleo de capitán del Ejército. Así pasó a principios de 1838 a mandar «en comisión» la segunda compañía de cazadores del Regimiento de Zamora.

Aunque, como hemos dicho, las debilidades de ambos bandos prolongaban la contienda, ésta tampoco podía durar indefinidamente. El agotamiento hacía mella en unos y otros, y al menos en Cataluña el ritmo de la guerra descendió, hasta el extremo de que, durante los primeros meses de 1838, fueron pocas las acciones planteadas. Prim, en cuanto tuvo oportunidad, siguió su brillante trayectoria con notable provecho. En marzo de ese año intervino en la toma de Ripoll, de nuevo a las órdenes de Carbó, y pocos meses después, se batía en San Quirce de Besora, entre el 8 y el 15 de abril. Aquí se distinguió sobremanera, siendo herido por tercera vez y logrando el empleo de capitán del Ejército.

A diferencia de lo que ocurría en Castilla y en el Maestrazgo, el quebranto de las fuerzas carlistas, en Cataluña, tras algunas acciones del barón de Meer, era ya evidente a finales de abril de 1838. En una última tentativa por recuperar el control de la situación, tras el abandono de Urbiztondo y los escasos logros de Segarra, se puso al frente de la facción carlista en el Principado un viejo conocido nuestro, el conde de España, el cual estableció su cuartel general en Caserras. Casi a la vez, el barón de Meer, preocupado por dominar y fortificar las zonas montañosas de mayor importancia estratégica, planeó el ataque a Solsona en julio de 1838.

Repuesto en Vich de su última herida, Prim se halló con sus cazadores de Zamora en la vanguardia de esta ofensiva. Más aún, adelantándose a todos, en la noche del 21 de julio, trató sin éxito de atravesar las murallas de la plaza. Pero el 23 estuvo entre los primeros que asaltaron las defensas de la ciudad. Al entrar en el reducto del hospital recibió la que sería su cuarta herida, esta vez en el brazo izquierdo, pese a lo cual continuó combatiendo. Ese gesto le supuso el ascenso a comandante. No obstante, la gravedad del daño sufrido le obligó a pedir pasaporte, para curarse en Barcelona, el 14 de agosto de 1838.

El cada vez más cercano fin de las hostilidades no se tradujo en la humanización de los comportamientos de ambos bandos contendientes. Al contrario, por parte carlista, el conde de España, en Cataluña, y Cabrera, en Aragón, aplicaban una durísima represión.

A comienzos de noviembre, volvieron a batirse las tropas del conde de España con las del barón de Meer en el forcejeo que mantenían por el control de Solsona. El 5 de ese mismo mes, en la masía de Torregrosa, término de Olmes, Prim protagonizó otro de los episodios que daban constante notoriedad a su nombre. Al día siguiente, mientras atacaba una posición a la bayoneta, resultó herido por quinta vez. Del peligro de la acción nos da cuenta el hecho de que perdió en la misma veinticuatro de los cuarenta hombres que mandaba.

Aún figuró en otros rifirrafes a finales de aquel año. El 9 de diciembre, en Sort, entró en combate dentro de las fuerzas de Manuel Pavía. Incorporado al Estado Mayor de este general, volvió a vérselas con el enemigo el 12, cuando tras expulsar de su emplazamiento a una compañía carlista, entre Tirvia y el Noguera, cargó el primero contra ellos hasta que fue alcanzado y muerto su caballo. Su popularidad en las filas liberales alcanzaba ya cotas extraordinarias.

Fracasado el conde de España en sus planes para ocupar el Valle de Arán, apenas hubo actividad bélica en el arranque de 1839. Realmente podría decirse que, exceptuando algún choque ocasional, la campaña comenzó en febrero, con el intento de los liberales de tomar la villa de Ager. Al futuro conde de Reus, como siempre, se le vio en vanguardia desde el primer momento. Pero ahora no sólo iba a demostrar su proverbial valor, sino que daría prueba de entrañable compañerismo. La noche del 11 de febrero, reconociendo las líneas enemigas, fue herido en una pierna el teniente Molera que le acompañaba. Prim le tomó en sus hombros y le condujo hasta las filas propias.

Al día siguiente encabezó el asalto a la plaza y tras ser rechazado en dos ocasiones, logró franquear los reductos carlistas. En algunos momentos de aquella jornada su situación se hizo extremadamente arriesgada, pero al final, las tropas del barón de Meer consiguieron ocupar la población. Un ascenso más, ahora a mayor de batallón, premió su trayectoria, digna de todos los calificativos encomiásticos.

De Vergara a Berga

 

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ras la calma relativa de algunas semanas, a principios de abril de 1839 el capitán general, con unos cinco mil hombres, se dispuso a aprovisionar Castellvell y Solsona, plaza esta última de preferente atención para los carlistas. Así pues, el conde de España se aprestó a tratar de impedir que se consumaran los proyectos del bando liberal.

La empresa de auxiliar a Solsona no se presentaba fácil. El mencionado conde de España, al frente de unos ocho mil hombres, se encontraba firmemente asentado en las elevaciones que van de San Pedro a Peracamps. Prim, al mando de las compañías de cazadores, formaba a la cabeza de las tropas del barón. El 12 de abril, en las alturas de Biosca, topó con fuerzas carlistas muy superiores en número y, tras varios forcejeos, se retiró ordenadamente hasta la llegada, tres días después, del resto de sus fuerzas.

El 17 de abril, la columna liberal inició el ataque para romper las líneas carlistas. Prim colaboró eficazmente peleando con arrojo, auxiliando a otras unidades como el batallón de voluntarios de Málaga. La lucha se cobró numerosas bajas, pero al anochecer, el convoy de aprovisionamiento entró en Solsona. Mientras el conde de España rumiaba aquel nuevo fracaso, el reusense ganó el empleo de primer comandante.

La guerra dejaba entrever ya su final, pero el odio y la crueldad acumulados continuaban dando pie a la barbarie más reprobable. En todas las zonas ocurría algo parecido, pero en Cataluña, el conde de España hacía gala de auténtico terrorismo. Olbán y Gironella fueron incendiadas y la villa de Ripoll quedó arrasada a finales de mayo de 1839. Su caída en manos de los carlistas, así como la de Sarreal, Villanueva de Mella y Pons, provocaron la sustitución del barón de Meer por Jerónimo Valdés, al frente de la Capitanía General del Principado, el 1 de junio.

Sin embargo, desde unos meses antes, la suerte de la contienda en su principal teatro de operaciones, el País Vasco y Navarra, apuntaba a un desenlace cercano. Los carlistas se habían escindido en partidarios de prolongar la lucha hasta el último recurso y en los que deseaban terminar con un sufrimiento, que duraba demasiado, sin esperanzas de triunfo. Las intrigas en el bando del tradicionalismo estaban a la orden del día y el general Maroto mandó fusilar a los también generales Guergué, García y Sanz, al brigadier Carmona y al intendente Uriz, e impuso a don Carlos el extrañamiento de un buen número de personajes, entre los que se hallaban el obispo de León, el presbítero Juan Echevarre, los generales Mazarrasa, Uranga, Vivanco, Basilio García y Balmaseda y varios más.

En abril, Espartero avanzó desde Logroño decidido a concluir la guerra por todos los medios. Acompañado de los nombres más brillantes del ejército liberal: O’Donnell, Castañeda, Ponte, León, Zurbano..., el conde de Luchana avanzó, no sin obstáculos, hasta Orduña, Amurrio, Arciniega y Valmaseda. El 9 de julio decretó el bloqueo total del territorio carlista y el 14 atacó a las tropas de don Carlos en Villarreal de Álava.

El 22 de agosto ocupó Durango y el 26 se entrevistó con Maroto, tanteando la posibilidad de un acuerdo. Vizcaya estaba, en gran parte, en poder de los liberales; las tropas guipuzcoanas, a favor de la paz; y sólo los castellanos se mostraron decididos a seguir peleando por don Carlos. El 28 de agosto entró en Vergara, y al día siguiente, en Oñate. Los anhelos de paz se extendían, cada vez más, por las filas carlistas. Maroto titubeaba, buscando obtener las mejores condiciones, pero no le quedaba mucho margen, y el 31 de agosto ratificó el convenio con Espartero por el que acababa la guerra en el norte.

Restaban por apaciguar otras regiones como Cataluña y el Maestrazgo, donde las noticias del «abrazo de Vergara» tuvieron el lógico eco, aunque no se tradujeron en el inmediato fin de la lucha. No olvidemos que los liberales tampoco estaban en condiciones de imponerse con facilidad. Contaban, en tierras catalanas, con menos de nueve mil hombres y un presupuesto raquítico de ocho millones de reales, con lo que sufrían todo tipo de carencias. Sólo a primeros de noviembre de 1839 llegaron a Lérida cuatro batallones enviados por Espartero y otras tropas dirigidas por Azpiroz. Para entonces, algunas partidas carlistas, como la de Burgó y la de Ibáñez, mantenían cierta actividad en Camprodón, en Tarragona, en las orillas del Ebro y en el Segre. Por su parte, el conde de España, que había arrasado Moyá, fue depuesto por sus continuos atropellos y asesinado.

La lucha en aquellas fechas se desarrollaba principalmente en los alrededores de Solsona, entre los intentos de los gubernamentales por abastecer la plaza, y los esfuerzos carlistas por evitarlo. El capitán general Valdés, con las tropas que pudo reunir, trató de hacer llegar un nuevo convoy a aquella población.

Se repetía lo ocurrido en abril. El 14 de noviembre comenzó la lucha, empeñada en condiciones desfavorables para los isabelinos. La columna liberal, con Prim al frente del primer batallón franco provisional de Cataluña, se dispuso a superar a los carlistas que intentaban cerrarles el paso entre Biosca y Peracamps. Combatió desde primera hora y, al llegar la noche, cayó herido y fue aplastado por su propio caballo. En un primer momento pareció muerto y, entre sus hombres, cundió el desorden que precede a la desbandada. No obstante, consiguió sobreponerse y, arengando a los soldados, les hizo volver al ataque.

Al día siguiente avanzó con su batallón y otras fuerzas hacia Solsona, pero los carlistas recuperaron posiciones en espera de su regreso. No sin grandes problemas, las fuerzas de Valdés pudieron repasar las filas del enemigo, gracias a la protección de su retirada, acción en la cual desempeñó un papel destacado el batallón de Prim, que afrontó enormes sacrificios. Bien podía afirmarse que el de Reus era el primero en el ataque y el último en la retirada. Aquella actuación le costó personalmente otra herida, pero le supuso el grado de coronel y la segunda cruz de San Fernando.

Tras finalizar la lucha en el norte, la resistencia carlista en Cataluña y en el Bajo Aragón no iba a ser fácil de mantener, puesto que Espartero, acabada la contienda en Vascongadas y Navarra, estaba en condiciones de intensificar la presión de las armas liberales, empezando por combatir a Cabrera con efectivos muy superiores. Sólo la crudeza del invierno detenía un tanto las operaciones en el Maestrazgo. Pero en tierras catalanas la lucha continuaba.

El 1 de febrero de 1840 el general Buerens, con nueve mil infantes, mil jinetes y algunas piezas de artillería, salió de Biosca para repetir el itinerario maldito hacia Solsona, que al igual que siempre, debía pasar por Peracamps. También, como en las últimas ocasiones, en la punta de la vanguardia que llegaría a la ciudad, estaba el batallón mandado por Prim. Pero, como hemos señalado, si mala era la ida, peor aún era la vuelta. El regreso del día 4 de febrero fue particularmente sangriento. Ahora en retaguardia, conteniendo al enemigo, el primero de francos y su jefe padecieron enormemente, porque aprovechando las adversas condiciones climatológicas, los carlistas se mostraban dispuestos a triturar a aquel Ejército liberal.

Prim se distinguió, una y otra vez, en aquella terrible jornada y, de nuevo, fue herido, en esta ocasión por una bala de fusil en la pierna izquierda, quedando en situación casi desesperada, de la cual logró salir gracias a la ayuda del ya capitán Molerá, a quien, como vimos, había salvado la vida un año antes. Sólo en aquellos días las bajas por ambas partes sumaron más de mil quinientos hombres, muertos o heridos. Prim se ganó así el empleo de teniente coronel mayor.

En marzo de 1840 llegó a Barcelona, como capitán general, Van Halen, y aunque la situación de los liberales no era demasiado brillante, la guerra se acababa definitivamente. Batido Cabrera en sus bases del Maestrazgo, bombardeada y rendida Morella, el 30 de mayo de ese año, el bravo jefe carlista pasó a Cataluña, perseguido por O’Donnell, Zurbano y Schelly, atravesando el Ebro la noche del 1 al 2 de junio.

Al cabo de ocho días se presentó en Berga, donde persiguió a los asesinos del conde de España y se dispuso a resistir. Era imposible, Segarra se pasó al bando de los liberales y Cabrera, con gran dificultad, apenas pudo mantenerse en armas algunas semanas, y ello porque la marcha de los acontecimientos políticos aplazó el ataque de las tropas de Espartero. El 5 de julio hubo de cruzar la frontera y, el 7, el duque de la Victoria anunciaba oficialmente el fin de la guerra.

Un futuro incierto para el país y para Prim

 

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ún no había concluido por completo la contienda civil y la Regente, con sus hijas la reina Isabel y la princesa Luisa Fernanda, emprendió viaje a Cataluña el 11 de junio de 1840. Las acompañaban los ministros de Estado, Guerra y Marina. El motivo de aquella visita, no exenta de peligros, estaba marcado, en el fondo, por el distanciamiento existente entre el Gobierno, presidido por Pérez de Castro, el sector moderado de los liberales y la misma María Cristina, de un lado, y las filas del liberalismo progresista y el propio Espartero, de otro.

El caballo de batalla en aquellos días era la Ley de Ayuntamientos, recién tramitada en el Congreso y presentada al Senado, que no tardaría en aprobarla. Se ventilaban alrededor de dicha norma las diferencias entre un modelo de Administración más o menos centralizado, que se concretaba en la mayor o menor autonomía de la vida pública local. En varios pueblos del trayecto, las ilustres viajeras fueron recibidas con manifestaciones de júbilo, pero, a la vez, con protestas contra el Gobierno, las cuales tenían como fondo aquel problema.

En cuanto llegaron a Lérida se produjo una breve entrevista de María Cristina con el duque de la Victoria, aunque el primer intercambio amplio de pareceres entre ambos se desarrolló en Esparraguera. Allí, Espartero expuso sus reticencias respecto al Gobierno y pidió un cambio de Ministerio, además de exigir que la Ley de Ayuntamientos no fuera sancionada por la Regente. Se comprometió a encabezar un nuevo Gabinete en cuanto acabara la guerra y, de paso, indicó el nombre de los que habían de ser ministros.

Después de este encuentro, María Cristina y sus hijas entraron en Barcelona el 29 de junio de 1840. El recibimiento fue semejante a los que habían tenido ya ocasión de ver en los pueblos del camino. Una vez en la Ciudad Condal, el 5 de julio, Van Halen, repitió a María Cristina el mismo discurso de Espartero, advirtiéndole de los males que se avecinaban de continuar por la senda de los moderados. El mismo conde de Luchana envió desde Berga todo un programa político (disolución de Cortes, convocatoria de otras nuevas, nombramiento de autoridades y funcionarios, asegurar la situación del Ejército, etc.) que la reina debía aceptar. Era una auténtica imposición a la fuerza, reflejo de la situación por la que atravesaba España.

A pesar de todo, María Cristina sancionó la Ley de Ayuntamientos, lo que a los progresistas les pareció, a su vez, un golpe de Estado. Espartero, llegado a Barcelona el día antes, se apresuró a mostrar su decepción y, en una maniobra no poco teatral, dimitió del mando del Ejército. La ciudad, al conocer la decisión del duque de la Victoria, comenzó a agitarse el 17 de julio. Visto el cariz que tomaba la situación, los ministros, que habían acompañado a María Cristina hasta la capital del Principado, renunciaron a sus carteras al día siguiente. En esa fecha estalló la revuelta popular a los gritos de ¡Viva la Constitución! ¡Viva el duque de la Victoria! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el Ministerio! ¡Abajo la Ley de Ayuntamientos! En Madrid y otros lugares, la Milicia Nacional causó graves alborotos y la reina Regente quedó, de hecho, en manos de Espartero. Como decía El Eco del Comercio: «A golpe de Estado, golpe de Nación».

En Barcelona, los moderados se movilizaron en apoyo de la Regente y Diego de León, desde Manresa, ofreció también su respaldo incondicional. María Cristina no se atrevió a aceptar, y cediendo a la presión de Espartero, nombró un gobierno presidido por Antonio González. Pero cuando el nuevo gabinete le presentó su programa, se negó a aprobarlo y embarcó para Valencia.

El 1 de septiembre se produjo la revolución en Madrid con la Milicia como protagonista. La reina María Cristina envió una carta a Espartero el 5, mandándole que marchase con sus tropas poner orden en la capital. El duque de la Victoria rehusó cumplir aquel mandato y la revolución se extendió por otros puntos. La Regente llamó de nuevo al conde de Luchana el 16 para apaciguar los ánimos, pero obtuvo escaso éxito. La respuesta de la Junta de Madrid, creada por los revolucionarios, fue proponer la reorganización de la Regencia y la entrada en ella de personas de su confianza.

A medida que transcurrían los días, María Cristina se veía más desbordada por la situación, y el 17 de octubre de 1840 renunció a su cargo, embarcó en el Mercurio y partió para Francia.

Prim, prácticamente al margen de aquellas luchas políticas, apoyaba las reivindicaciones de los progresistas y de Espartero. Pero, más que en asuntos políticos, su preocupación se centraba entonces en su futuro personal. A este respecto, se encontraba en una encrucijada decisiva. Durante algo más de seis años, había intervenido en treinta y cinco acciones de guerra, con cuatro combates cuerpo a cuerpo, recibiendo ocho heridas, aunque él diría en el Congreso, andando el tiempo, que eran nueve. Habiendo comenzado de soldado era coronel, consiguiendo prácticamente todos sus grados por méritos de guerra, y se había convertido, a su nivel, en un verdadero ídolo del Ejército de Cataluña.

En el verano de 1840, al terminar la contienda, mandaba el primero provisional de Cataluña. Tenía entonces veintiséis años y su fama llegaba a todos los rincones del Principado. Había entregado su juventud y su sangre a la carrera militar y a una causa política que se concretaba en un triple grito: ¡Viva la reina! ¡Viva la Constitución! ¡Viva la libertad!

A lo largo de su existencia mantuvo fidelidad constante a estos lemas, y quienes, un tanto frívolamente, le acusan de desleal porque acabaría derrocando a Isabel II, olvidan que la reina que Prim vitoreaba y a la que juró lealtad era la encarnación y garantía de la Constitución y de la libertad; y la hija de Fernando VII, contra la que Prim se levantó, en 1868, constituía en esta fecha una amenaza para ambas.

El muchacho salido de Reus había madurado extraordinariamente en el curso de aquellos años terribles, en medio de pasiones y sentimientos extremos. Había vivido al límite, matado con sus propias manos y condenado a muerte a alguno de sus soldados, aplicando con rigor el código militar. Hubo de apreciar la grandeza y la miseria humanas, como sólo pueden contemplarse cuando está en juego la propia vida, en una lucha en la que los contendientes se veían literalmente las caras.

Sin embargo, el día siguiente a la guerra se le presentaba cargado de incertidumbres, pues la unidad a sus órdenes era una de las destinadas a desaparecer al terminar la contienda. En efecto, creados los cuerpos francos para reforzar al Ejército en aquella campaña (aprobados por Real Decreto de 21 de marzo de 1835), terminada ésta serían suprimidos y sus oficiales quedarían en precario, debiendo solicitar su ingreso en la Milicia Nacional (Real Orden de 7 de diciembre de 1840), en la cual no todos tenían cabida. Además, no se le había reconocido aún la efectividad de su empleo de teniente coronel, ni siquiera el de primer comandante, condición en la que seguía sirviendo. Por si fuera poco, el panorama político se complicaba extraordinariamente, y en él aparecían como protagonistas los hombres que habían luchado contra el carlismo, aunque ahora en distintos bandos.

El peso de las espadas iba a imponerse en aquella España que, difícilmente, podía pasar de la guerra a la paz de forma súbita y Prim era una espada brillante, aunque por el momento, razones de edad y de grado le situaban en un segundo plano. No figuraba aún como político, pero había demostrado sobradamente virtudes militares, aparte de su amor a Cataluña y a las instituciones liberales. Con tales activos habría de encarar una nueva etapa de su vida y del país.

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