Prim

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CAPÍTULO II » Prim contra Espartero

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CAPÍTULO II

La política o la guerra por otros medios

 

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i aplicásemos a la realidad española de comienzos de la década de 1840 la frase archiconocida de Clausewitz de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios» habría que usarla exactamente a la inversa. La España salida de la guerra civil continuaba profundamente dividida, tanto que, aunque neutralizada por el momento la amenaza carlista, la escisión de las filas liberales amenazaba con prolongar el conflicto fatricida. Para unos, el país estaba harto de guerras y revoluciones; para otros, ganada la batalla a la reacción era llegada, de verdad, la hora de la revolución. En ese cisma, militares y políticos isabelinos, que antes marcharon unidos, iban a enfrentarse entre sí con el mismo furor con que habían batido al carlismo.

Era el nuestro, desafortunadamente, un país acostumbrado a la violencia y, con ello, a la sobredimensión de lo militar. Miles de españoles no habían hecho otra cosa que pelear durante seis o siete años y, delante de sí, no tenían medios claros de vida. Después de eso, ¿cómo volver a la vida civil? Un buen número de ellos habían desarrollado brillantes carreras militares y temían perderlas. Los «espadones», que surgieron de la pugna fratricida de 1833 a 1839, compartían el valor y la fortuna, pues habían superado tan largo desafío con la muerte.

Los sectores sociales menos favorecidos y que habían luchado por la libertad mostraban igualmente su miedo a no mantener sus propios logros. Una parte de las clases medias recelaban también de un futuro ensombrecido por hipotéticos involucionismos. Mientras, el resto de la sociedad temblaba ante la perpetuación del desorden revolucionario.

En esa coyuntura los políticos, que, por lo general, habían arriesgado menos por la causa isabelina y se habían aprovechado más, se encontraban en la disyuntiva de tratar de someter a los militares, para lo que les faltaban recursos morales y materiales; o aliarse con ellos.

De este modo, entraron los miembros del Ejército en el ámbito de actividades e instituciones que, en teoría, debían serles ajenas. Con ello se aseguraron, durante años, el primer plano de la vida pública, tratando, en principio, de defender sus carreras, pero jugándose la vida a cada cambio político convertido en conflicto bélico. La nómina de los que la perdieron, sólo en los primeros tiempos, sería tan amplia como brillante, de Diego de León a Zurbano. En ese peligroso juego se mueve, desde 1841, el coronel Juan Prim, en un primer momento, por detrás de los Espartero (veinte años mayor que él), Narváez (nacido casi tres lustros antes que el de Reus) y O’Donnell o Serrano y toda una lista en la que se incluyen Zavala, Ros de Olano, los Concha, Dulce o Fernández de Córdova que le superaban en cinco o diez años de edad.

Luces y sombras de un tiempo difícil

 

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i fundamental, en todos los sentidos, había resultado para su formación el período bélico, años cruciales fueron también para él los tres que siguieron a la terminación de la guerra civil —escribe Olivar Bertrand—,[24] y tenía razón, porque en ellos consiguió las más preciadas y ambicionadas distinciones. Entre 1840 y 1843, obtuvo el acta de diputado, títulos nobiliarios y el generalato, sin que la relación en que aquí aparecen sus logros suponga ningún orden de preferencia. Sin embargo, fue aquél un tiempo de luces y sombras, a la vez, en el cual conoció la cara amable de la vida, pero también el exilio y el desgarro interior, el halago y la persecución, el amor y el odio, la hipocresía y la sinceridad, la amistad verdadera y la adulación del falso amigo... y, en algunos de estos apartados, eran sus primeras experiencias. Por eso decimos que aquélla fue una etapa decisiva, no sólo para la consecución de éxitos materiales, sino, además, para su desarrollo espiritual.

En esas mismas fechas se movería Prim, también, en el terreno de su economía particular, dentro de una dualidad, cuasi esquizofrénica, marcada por la exigencia de desenvolverse en un nivel social brillante y caro y la falta de recursos. Ciertamente, su situación financiera llegó a ser un tanto apurada. El retraso en percibir las pagas que el Ejército le adeudaba le obligó a acudir a un préstamo que le otorgaron sus amigos de Igualada, a quienes no pudo reembolsar el dinero en el plazo previsto.[25] No sería la única vez, ni mucho menos. Al que pronto iba a ser conde de Reus le gustó siempre vivir bien, conforme a lo que —según él— correspondía al decoro de la posición militar y política que representaba en cada momento; tanto cuando apenas le alcanzaban sus ingresos como después, en la época en que se convirtió en un hombre rico. Vestidos, carruajes, viviendas... todo acorde para mantener su prestigio, incluso hasta en ciertos amores «... porque —llegaría a decir— una querida debe tenerse bien o no tenerla».[26] En este nuevo contexto público y privado Prim se enfrentó a situaciones, problemas, obligaciones y posibilidades muy distintas de las que había vivido con anterioridad. Su comportamiento de este período nos ofrece, por tanto, rasgos inéditos hasta entonces de su personalidad.

Fuera del escenario bélico, Prim siguió mostrando su profundo sentido del compañerismo y de la amistad. En cuanto a lo primero, no tardaría en convertirse en paladín de los derechos de sus conmilitones de los cuerpos francos. En lo segundo, tenemos un ejemplo rotundo, entre otros, de cómo entendía la relación amical en la que mantuvo con su paisano Matías Vila (Maciá), con quien compartió penas y alegrías, a lo largo de los años, en cualquier asunto. En su amplísima correspondencia con Maciá se confiesa sobre los temas más íntimos. Se manifiesta con entera franqueza y confianza. En reciprocidad autoriza al amigo para que le diga cuanto se le ocurra «... en todos los tonos y conceptos: agrio, dulce, bueno, malo, advertencia, consejo y reprensión».

Aunque la nota más firme de los afectos del brillante coronel sería el amor filial. Así se lo decía a Maciá, en 1846: «... tengo la sagrada obligación de mi madre...», y nunca la abandonó en ninguna de las situaciones, prósperas o adversas, por las que atravesó a lo largo de su existencia. Con ambos, el amigo y la madre, residente entonces en Barcelona, compartió todo un mundo de complicidades. En uno o en otra, o en los dos a la vez, buscaría ayuda y consejo en múltiples ocasiones.

Por último, en esos primeros años cuarenta, el flamante militar y político tuvo tiempo y ocasión de vivir además sus primeros amoríos de cierta entidad. Al disolverse las Cortes marchó a la Ciudad Condal —según nos cuenta él mismo— y allí conoció a Rosa, llegada de América no mucho antes. Casada y con hijos, aquella mujer encarnaba un amor ajustado a la trasgresión romántica, pero imposible para superar algunos convencionalismos sociales. Tras un breve encuentro, ella marchó a París y allí volvió a encontrarla Prim unos meses más tarde.

Vueltos a España, en 1843 se separaron en Zaragoza, él se trasladó a Madrid y ella a Barcelona, pero al poco tiempo, Rosa viajó con un hermano a la Corte y se instaló en la casa de Prim, donde vivía también Milans del Bosch. Aquella relación duraría más de tres años. Pero volvamos a su peripecia pública en su nuevo frente.

De un campo de batalla a otro

 

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adas las circunstancias, en particular su juventud y el ambiente en que se había movido, no nos extraña que Prim se inclinara al liberalismo exaltado y que, aun en la órbita esparterista, se ha— liara próximo a los demócratas. En esa línea comenzó su carrera política, presentándose a las elecciones a Cortes celebradas el 1 de febrero de 1841. Candidato por la circunscripción de Tarragona, consiguió un notable triunfo, con el 72,5 por ciento de los votos emitidos.

Obtenida el acta de diputado, causó alta en el Congreso el 24 de marzo de 1841, prestando el juramento preceptivo cuatro días más tarde. Era aquél un parlamento formado, casi en su totalidad, por progresistas más o menos radicales. Según el Reglamento del Congreso, al hallarse entre sus miembros más jóvenes, fue designado secretario de la mesa de edad, encargada de preparar la sesión inaugural de la Cámara.[27] En apenas unos meses había pasado de correr tras los carlistas, por los campos catalanes, a los paseos por las calles de la capital. Un cambio, tan notable como rápido, que no podía producirse sin algún desajuste.

En aquel Madrid de liberalismo exaltado, en el apogeo del romanticismo, el bizarro coronel se asomaba, en compañía de su entonces amigo Ametller,[28]a lo que, de modo un poco cursi, llamaríamos «los círculos políticos y literarios», aunque por estos últimos no parecía haber mostrado, hasta ese momento, gran interés. Desde luego, Prim no sintió la llamada de las musas con especial intensidad y ni la naturaleza, ni el amor, ni otros motivos le impulsaron a la creación poética, ni a la narrativa; a lo sumo cultivó, eso sí abundantemente, la variante doméstica del género epistolar con fines bastante prosaicos. Sin embargo, entablaría gran amistad con un buen número de escritores, la mayoría de ellos redactores de El Cangrejo, y con alguno de los más destacados actores del momento.

La mayor parte de su tiempo la pasaba en conocer la ciudad y asistir al Congreso de los Diputados, donde pronto daría testimonio de su presencia. A propósito del tema político más acuciante en aquellos días: la cuestión de la Regencia. Magistratura que, según algunos, los «trinitarios», debía integrar tres miembros: el duque de la Victoria y dos más. Pero otros, los «unitarios», eran defensores de que sólo Espartero desempeñara aquella función.

Carente de experiencia parlamentaria, limitado en los recursos oratorios, las intervenciones de Prim eran entonces siempre breves, casi telegráficas en comparación con las de otros colegas más avezados, pero revelaban desde el principio su afán de protagonismo, su actitud altiva ysu compromiso con Cataluña. «Por si acaso acordaban las Cortes que la votación fuese secreta —dice— pedí la palabra para dejar consignada mi opinión de que quiero la Regencia de tres, porque así lo quiere la provincia de Tarragona... y porque así lo quiere todo el Principado de Cataluña.» No obstante, pronto, la mayoría de los diputados y senadores se decantaron por la Regencia unitaria y Prim, como militar disciplinado, acabó votando al conde de Luchana. Demostró, de este modo, saber adaptarse asimismo a las circunstancias políticas.

Sin embargo, hizo gala de independencia en cuanto pudo y, cuestiones de estilo al margen, sus alocuciones constituyen la mejor muestra de su carácter y de que por aquellas fechas, a fuer de atrevido, rayaba en la insolencia. Así, aprovechó la primera circunstancia que tuvo para proclamar en la Cámara baja, acorde al más estricto código romántico, que «... el coronel Prim no cede en sus opiniones ni a jefes, ni a ministros, ni a reyes, ni al eterno Padre cuando cree tener razón».[29] Aquellas alocuciones iniciales en el hemiciclo nos revelan un personaje que ha cambiado de escenario, pero no de comportamiento agresivo. Para el joven diputado, las controversias oratorias eran, a aquellas alturas, la continuación del combate mediante otras armas y los bancos de la oposición representaban las brechas y murallas que debían ser asaltados. Mostraba el mismo talante belicoso e idéntica arrogancia que en los campos de batalla. Romántico e impulsivo, no trató de ocultar en ningún instante su acometividad desde la primera vez en que hizo uso de la palabra.

Especial hostilidad manifestaba entonces hacia la Iglesia. El 17 de abril de 1841 se debatía en el Congreso una proposición referente a la sanción impuesta a varios clérigos por no respetar las leyes sobre los trámites que el Gobierno había impuesto para las ordenaciones sacerdotales. Prim pidió la palabra y, en términos un tanto descompuestos, habló nada menos que de romper las relaciones con Roma, manifestándose partidario de un castigo ejemplar al cabildo de Toledo y a otros sacerdotes; exigiendo, como si tal cosa, que «... se lleve al palo al cura de Villacastín», uno de los encausados, y, sin pararse en barras, ofreció su particular solución al problema suscitado con el Vaticano por aquella cuestión: «Hágase un embarque de todos esos mismos hombres —decía— y mándeselos al Papa para que sirvan sus altares.»[30] El anticlericalismo retórico y terribilista de Prim, del cual acabamos de ver una muestra, daría pie a un incidente que animó los mentideros de la vida política y periodística en el verano madrileño de aquel 1841. Durante la discusión de los presupuestos generales a la búsqueda de recortar gastos, sobre todo de personal, el Gobierno propuso dejar cesantes a los magistrados del Supremo Tribunal de orden, suprimir incluso algunos cargos de jefes políticos provinciales y reducir, en la cuarta parte, los sueldos de los más altos dignatarios de la Iglesia y del Ejército.

El debate, con la participación de Francisco y Pedro Méndez Vigo, Nocedal, Sancho, el ministro de la Guerra, general San Miguel, y algunos otros diputados fue subiendo de tono a medida que se polarizaba en las cantidades que debían percibir los arzobispos y los capitanes generales. Aquí llegó Prim, amigo como el que más de la contención del gasto y uno de los que votó en contra de la concesión del subsidio de tres millones de reales para la reina viuda; pero cuando se habían asignado a los príncipes de la Iglesia 70 000 reales y se trataba de consignar a los de la Milicia 60 000 reales, se levantó de su escaño y, con la rudeza que empleaba habitualmente, se dirigió a la Cámara en estos términos: «... pregunto yo, ¿son de peor condición los capitanes generales que los arzobispos; son más beneméritos de la Patria éstos que los otros? Séame tolerante el Congreso y permítame que diga que los unos no sirven para nada, y que los otros sirven porque saben dejarse matar en beneficio de la Patria».[31] Mientras tanto se despejaban las incertidumbres sobre su carrera militar. El 28 de mayo de 1841 le habían confirmado, ¡al fin!, de manera oficial sus grados de comandante y teniente coronel. Dada su condición de diputado, podría parecerle a alguno que tal miramiento se hacía por motivos políticos. Prim se apresuró a intervenir en el Congreso para señalar que, lejos de un favor, aquello no era otra cosa que el reconocimiento de una vieja deuda contraída, en su momento, en el campo de batalla.[32]Le convenía mucho disipar cualquier sombra de duda al respecto, pues se había convertido en azote de cuanto pareciese de dudosa legalidad y no podía permitirse ser fiscal de otros y sospechoso a un tiempo.

Parlamentario catalán y militar

 

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l 1 de julio pidió que se remitiese al Congreso, para su examen, la contrata que en 1838 se había efectuado con Francisco Fontanelles para la fabricación y el transporte de sal de Ibiza a Cataluña. Era aquél uno de los convenios que, un tanto clandestinamente, se habían celebrado durante la guerra. Resultaba que, según el mercado, la Hacienda sufría un quebranto del 40 al 50% de sus posibles ingresos. Con su talante habitual de tribuno de plebe clamaba: «Venga, pues, ese expediente y salgan los sapos y culebras que encierra; conózcase la mala fe que ha habido por parte del Gobierno y caiga la execración general sobre esos sinvergüenzas egoístas que engordan con la sangre de los pueblos».[33] Todo lo concerniente a Cataluña le encontraba, como siempre, en primera línea parlamentaria, desde contratos como el anterior a los arbitrios impuestos por la Diputación de Barcelona para la construcción de varias carreteras. El otro objeto preferente de sus actuaciones parlamentarias eran los asuntos militares. Siempre su doble condición y, tal vez, por este orden: catalán y militar informando su vida.

Los ejemplos serían constantes. Apenas iniciada la andadura del nuevo gobierno presidido por Antonio González (de 20 de mayo de 1841 a 17 de junio de 1842) y con otro catalán, Surrá y Rull, al frente del Ministerio de Hacienda, le fue encomendada a Prim una misión interesante en Andalucía oriental,[34] según disposiciones de los Ministerios de Hacienda y Guerra, de 30 de junio y 6 y 14 de julio de 1841; se le nombró inspector de Carabineros de aquella zona. Importante destino en el plano de los objetivos políticos y económicos que debía afrontar. Por un lado, tenía la responsabilidad de vigilar los movimientos de los moderados, decididos a conspirar. Sin ir más lejos, se decía que Narváez desembarcó en Gibraltar, por aquellos días, con idea de entrar en España, pero la vigilancia de Prim se lo impidió. De otra parte, tenía a su cargo la persecución del contrabando, y aquí sí jugaban intereses catalanes. Sin embargo, la rentabilidad de tal puesto era nula para el interesado. Más todavía, Prim se quejaba del notable incremento de gastos, derivados de aquel destino, que desempeñó en comisión temporal, y por el cual no recibió ni un maravedí.

Madoz alabó calurosamente en el Congreso el servicio prestado, fundamentalmente, a Cataluña. Hacía falta una persona inteligente, activa e incorruptible —decía don Pascual—, no sólo para reprimir el contrabando, sino para averiguar las causas que lo fomentaban y corregir a los funcionarios implicados. El Gobierno, en concreto el ministro de Hacienda, y los diputados catalanes pensaron que Prim era el hombre idóneo para ese cometido.[35] Aceptó el encargo, cumplió como se esperaba y la empresa le costó 20 000 reales de su propio bolsillo, e incluso estuvo a punto de tener que presentarse a la reelección para mantener su condición de diputado al reintegrarse al Congreso, pues sus enemigos lo acusaban de haber accedido a un cargo incompatible con el acta parlamentaria.

No parece dudoso que este comportamiento, además de otras cosas, sea una forma de catalanismo con todos los ingredientes necesarios. Así, al menos, lo entendía también Sánchez Silva, que consideraba a Prim «acérrimo defensor de los catalanes» y aseguraba que éste hubiera ido a Andalucía; en ese caso, «aunque fuera a sus propias expensas».[36]Cierto que la versión de Orellana sobre aquella comisión desempeñada por el de Reus ponía el acento en el carácter político de la tarea que debía realizar, pero en cualquier caso, esto no iría en contra de la anterior.

Su desplazamiento fuera de Madrid impidió, además, a Prim tomar parte activa en algunas de las discusiones políticas más importantes que tuvieron lugar en aquélla su primera legislatura, concluida el 23 de agosto de 1841.

Un incidente sonado y, hasta ahora, desconocido

 

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odavía en aquella etapa de las Cortes, la política de supresión, vía presupuestaria, de algunas de las instituciones, sobre todo las de carácter religioso, dio ocasión a una dura crítica de Modesto Lafuente desde las páginas de Fray Gerundio. El redactor, por entonces, de aquel periódico satírico arremetió especialmente contra Prim, convirtiéndolo en paradigma de los errores que, a su juicio, se cometían en el terreno político. «No hay disparate que de la boca / de algún filósofo no haya salido; / no hay despropósito que en el Congreso / Prim no haya dicho, y otros cual Prim», escribía Lafuente; y añadía el periodista por medio de su personaje Tirabeque: «Señor, se conoce que el tal Prim o Pringue está a mal con todo lo que huela a “sacris», sea “solenis», añadía el figurado lego por “solemniis», o no sea “solenis»».

La reacción de Prim, frente a lo que consideraba un agravio intolerable, al leer el juego que con su apellido se hacía, tras el cual sospechaba que podía esconderse alguna velada acusación denigratoria, no tardó en producirse. En una carta remitida al autor le advertía «yo no soy hombre que se deje insultar impunemente...», y, por ello, demandaba la inmediata rectificación, pues de no ser así «... tendré el disgusto de exigirle otra clase de satisfacción propia de un caballero; o escupirle a usted en la cara en cualquier parte donde le encuentre».

Don Modesto se apresuró a publicar, en su mismo periódico,[37] el texto de Prim y una respuesta con la cual trataba de salir del paso de la mejor manera posible, dados los usos de la época. Por un lado, intentó explicar con ironía, a modo de rectificación, que no había pretendido injuriarle y que lo de «pringue» era por alargar el apellido Prim, corto e insustancial; pero, al mismo tiempo, reconvenía al diputado de la nación que se mostraba «tan puerilmente niño» y se manifestaba no poco despreciativo, esperando «... qué otra clase de satisfacción propia de caballeros será la que tenga usted el gusto de exigirme, pues cualquiera que sea, viniendo de usted, me parece que me dará un rato divertido...». Para terminar añadía: «... Crea usted que me ha dado lástima ver a un representante de la nación tan profundamente afectado con una futilidad tan frívolamente frívola. Y yo sería igualmente frívolo, o sobradamente tonto, si me detuviera más en tan frívola frivolidad...».

Con razón o sin ella, algo resultaba evidente, Fray Gerundio no conocía bien al sujeto al que se dirigía entre el sarcasmo y la displicencia. Apenas tuvo noticia Prim de la contestación del redactor, se apresuró a retarle a duelo enviándole, al efecto, los correspondientes padrinos. Recibieron tal encargo, ni más ni menos, que su amigo y compañero de fatigas Ametller y José Espronceda.[38] El poeta se encontraba a aquellas alturas en el apogeo de su fama, debido al gran éxito de El diablo mundo, cuya publicación, iniciada en octubre de 1840, le supuso un éxito arrollador. La relación con Prim, aunque no ajena a la república de las letras, con la que el reusense se relacionaba amicalmente, tenía su origen, sobre todo, en su afinidad política, ya que Espronceda era, desde unos meses antes, primer teniente de la compañía de cazadores del octavo batallón de la Milicia Nacional de Madrid, cuyo capitán era el ínclito conde de las Navas, unidad de la que también formaba parte, como segundo teniente, el no menos célebre González Brabo, redactor de El Guirigay. Desde luego estos tres, el conde, el poeta y el periodista, no eran ajenos a las prácticas duelistas, a las que algún otro compañero de correrías denominaba «simpático pecado de hidalgos calaveras».[39] La visita de los heraldos del desafío provocó el rechazo de Modesto Lafuente, o Fray Gerundio que a pesar de sus palabras anteriores, se negó a batirse, aunque su fama y honor se vieran en entredicho. Sin embargo, no por ello se libraría de las iras de Prim, quien en la noche del mismo 23 de julio de 1841 le sorprendió a la puerta del café Sólito, en la calle del Príncipe, y le propinó unos cuantos bastonazos que no llegaron a más porque el creador del jocoso fraile salió huyendo.

¿Fue aquel episodio un simple lance personal, producto de la excesiva susceptibilidad de un joven diputado, o un encuentro premeditadamente buscado para amedrentar a la prensa contraria al progresismo radical? No lo sabemos con certeza, pero el carácter de Prim nos induce a creer en la primera hipótesis, sin descartar la segunda.

En todo caso, la cuestión tuvo amplias repercusiones en los periódicos [40] y dio paso a las actuaciones del alcalde de barrio y a la formación de la correspondiente causa, la cual, dada la condición militar de Prim, pasó a la Auditoría General de Guerra del Ejército de la provincia de Castilla la Nueva. Acusados, no ya de agresión sino de ser responsables de desafiar a duelo, hecho considerado por la ley grave delito, a pesar de la tolerancia que, en la práctica, se prestaba a esta clase de enfrentamientos, el capitán general, Chacón, y el auditor de guerra, Avecilla,[41] solicitaron al Congreso el permiso oportuno para arrestar a Prim y Ametller, aforados ambos por ser representantes de la Nación. (En el caso de Espronceda no era preciso este trámite por no ser entonces diputado.) La comisión nombrada por la Cámara baja para examinar la petición de procesamiento se mostró contraria a los deseos de las autoridades militares, salvo uno de sus miembros, Pascual Fernández Baeza, que votó a favor.[42] Este desacuerdo abrió la puerta a un acalorado debate en el cual Prim fue amparado por sus amigos, que eran muchos.

Pocas veces unos bastonazos originaron un revuelo político y una pugna parlamentaria como la que tuvo lugar entre el 31 de julio y el 9 de agosto de 1841. Al final, la mayoría del Congreso, en el cual se había distinguido el conde de las Navas en defensa de Prim y Ametller, apoyó la negativa de la Comisión y ambos se libraron de un proceso cuyas derivaciones nunca estuvieron demasiado claras.

Modesto Lafuente, recuperado a los pocos días de los palos y del susto, quedó, sin embargo, en no muy buen lugar, motejado de cobarde ante la opinión pública por no haber respondido al desafío de Prim, como se hacía habitualmente en aquel tiempo, a pesar de las duras penas establecidas por la ley para los duelistas. Su figura fue objeto de la chanza de algún otro periódico satírico que incluía estos versos catalanes a «Fray Modesto»:

 

Cuant en certa ocasió

pintares al catalá

ab la garrot a la má

defesant una cuestió,

no tenias cap rahó

pues aquest ja may s’enfada

si la opinió es impugnada,

mes si l’honor le toquem

entonces si, a fe de Deu,

tanca els ulls y garrotada

un eixemple ben reçient

ab la mateix lo tenim.

De cuant don Pringue o don Prim

te va posa tan calant.

Aisis pues enteniment

fora personaliza

a cada una deixa está

son carácter tal cual es

si nos vos sufri may mes

porradas de un catalá.[43]

 

La intentona de Diego de León

 

L

a situación política continuaba siendo tensa en aquel verano. La designación de Espartero para la Regencia y el nombramiento de Argüelles como tutor de la reina Isabel y de su hermana caldeaban los ánimos. María Cristina, desde Francia, protestó enérgicamente de lo que llamaba la privación de la tutela de sus hijas. Los moderados, por su parte, se aprestaban a combatir al duque de la Victoria y al progresismo en el poder.

El general O’Donnell se puso al frente de una conspiración, urdida en París, para derrocar al Regente y el 1 de octubre se levantó en Pamplona contra el Gobierno. Sólo logró el apoyo de un batallón del Regimiento de Extremadura y tuvo que refugiarse en la ciudadela de la capital navarra. No obstante, otros jefes comprometidos se sublevaron en diversos puntos de España. El general Piquero se alzó en Vitoria e instauró una junta de Gobierno provisional, presidida por Montes de Oca. En Vergara le secundó Urbiztondo; en Bilbao, el coronel de Borbón; en Valladolid, el también coronel Oribe; el general Borso lo hizo en Zaragoza... Pero en todos esos lugares, el Gobierno controló rápidamente la situación.

El núcleo principal de la insurrección era, lógicamente, Madrid. Los generales Diego de León, Azpiroz, Pezuela, M. de la Concha, Norzagaray, el duque de Veragua, el conde de Santa Coloma y el de Requena, y el duque de San Carlos... se hallaban entre los principales implicados. El 7 de octubre de 1841 decidieron dar el golpe que debía saldarse con la detención del Regente y la custodia de las hijas de Fernando VII.

El plan fracasó rotundamente tras un fallido intento de asalto al Palacio Real. Al poco, fueron apresados en diferentes lugares Diego de León, el brigadier Quiroga, el coronel Fulgosio y otros. Según Morayta, la intentona le costó a María Cristina ocho millones de reales.[44] Pero el precio resultó muy superior para sus protagonistas directos.

Los detenidos fueron juzgados ante un Consejo de Guerra, en medio de una gran expectación. Roncali, defendiendo a Diego de León, diría algo que nos retrata bien la España convulsa de aquellos años: «¿Quién podrá presentarse —preguntaba—, en esta época de trastornos y continuos combates, como limpio de la culpa que pesa sobre los conspiradores, como exento de la responsabilidad que gravita sobre los que en cualquier caso, y sea cual fuese la causa que los impulsara, han ocasionado trastornos a su patria?». Varios de los miembros del tribunal que juzgaba al conde de Belascoain y a sus compañeros, desde luego, no. Uno de ellos, Grases, lo reconocía sin tapujos: «Si el general León debe morir por haberse sublevado, ¿qué hacemos nosotros —diría— que no nos ahorcamos ahora mismo con nuestras propias fajas?».

De nada le sirvieron sus extraordinarios méritos contraídos en la lucha contra los carlistas, ni su enorme popularidad. Diego de León fue fusilado a las afueras de Madrid, más allá de la Puerta de Toledo, el 15 de octubre de 1841. Desde ese momento, pasó a ocupar puesto eminente en el martirologio político español. Veinte años después, Rico y Amat escribiría: «Entre los hombres distinguidos que nuestra revolución ha devorado en su curso, ninguno ha dejado un recuerdo tan profundo en la memoria de los españoles como el general León».[45] Poco podía imaginar Prim a aquellas alturas de 1841 que otra revolución acabaría destruyéndole casi treinta años después.

La misma suerte que el conde de Belascoain corrieron Quiroga, Fulgosio y los tenientes Gobernado y Boria; este último, en un alarde propio de entonces, cayó dando las voces de mando reglamentarias al pelotón que le fusilaba, tal y como había hecho también Diego de León. Tampoco se libraron Borso di Carminad y Montes de Oca, este murió, igualmente, de manera romántica. El duque de la Victoria trató de aparentar dolor por aquellas ejecuciones, pero no movió un dedo para impedirlas. También él pagaría pronto su tributo político por esta sangre derramada.

El descrédito de Espartero y la fragmentación el progresismo

 

L

a represión de octubre no significó el final de las conspiraciones antiesparteristas. En París, se formó una sociedad secreta que se llamó orden militar española, en la cual figuraban Narváez, Cordova, Pezuela, Benavides, Escosura, etc., y sus ramificaciones en el interior de España sirvieron para captar a un buen número de jefes y oficiales. Pero la oposición no sólo venía de fuera y el Gobierno fue acusado de imprevisión, por un lado, y de haber abusado de la declaración del estado de excepción en varias provincias. Una de las que más tiempo llevaba soportando aquella situación era Barcelona.

Rumores, más o menos fundados, señalaban que la conspiración militar se extendía a la Ciudad Condal y que a su frente estaba Manuel Pavía, quien ocuparía la Ciudadela. Los sectores más radicales pidieron el derribo de aquella fortaleza, acuerdo adoptado por las autoridades municipales y la Junta de vigilancia, creada para luchar contra la posible insurrección, como en otras ciudades, pero mientras que en los demás puntos habían sido disueltas, en la ciudad catalana se mantuvo. El afán por arrasar algunos vestigios del pasado que se consideraban opuestos al progreso iba unido a la ideología política en boga, pues por las mismas fechas, la corporación municipal barcelonesa había premiado con una medalla de oro a la memoria titulada ¡Abajo las murallas!,de la que era autor Pedro Felipe Monlau.[46]El 22 de octubre comenzaron las obras y continuaron al día siguiente.

Espartero, desde Zaragoza, condenó duramente la actuación de la Junta y de la Milicia y prometió castigar de forma severa tales desmanes. Esta actitud, aunque, de momento, las amenazas lanzadas no se consumaron, le granjeó la antipatía de un sector de la población barcelonesa y fue el comienzo de la pérdida de popularidad del Regente en Cataluña.

El capitán general Van Fialen, que se había desplazado a Navarra para dominar allí la situación, apenas vuelto al Principado, se dispuso a disolver la Junta y a castigar a sus miembros. Los «junteros» se opusieron a Van Fialen, quien entró en Barcelona como si lo hiciese en una plaza enemiga. Desarmó a la Milicia y ordenó la reconstrucción de la Ciudadela.

En realidad, el disgusto en Cataluña contra el Gobierno y el capitán general venía de unos meses antes y se iba a complicar gravemente. Ya durante el verano diversas partidas de facciosos llegados de Francia perturbaban, sobre todo, la provincia de Gerona, ante la pasividad de Van Fialen, y lo que sería peor, empezó a divulgarse la noticia de que la política comercial del ministerio González, supeditada a los intereses británicos, arruinaría la economía catalana.

Una parte del sector progresista más radical se pasó a las filas republicanas, y el resto, aunque no lo hiciese, también empezó a marcar distancias con el esparterismo.

El domingo 26 de diciembre de 1841 se reabrieron las sesiones de las Cortes con la sesión regia celebrada en el Senado. El Gobierno prometió, allí mismo, un sinfín de reformas. Pero la contestación a aquel programa en la Cámara baja consumió más de treinta sesiones. Era evidente que la nueva andadura parlamentaria comenzaba con un progresismo alineado en tres facciones: la ministerial y dos de oposición; más templada una, con Olózaga y Cortina al frente, y otra más agresiva, con López y Caballero en cabeza.

Prim empezó su segunda singladura como diputado formando parte nuevamente, como secretario, de la mesa de edad y, poco más tarde, sería elegido para incorporarse a la comisión encargada de felicitar a Su Majestad y al Regente con motivo de la festividad de Reyes. Pero, al margen de cuestiones protocolarias, pronto tendría ocasión de volver a ocuparse de uno de sus temas preferidos: el militar y, además, en relación con Cataluña.

El asunto le tocaba de forma muy directa y confirmaba sus inquietudes de 1840. Se debatía el futuro de los oficiales que habían servido en los cuerpos francos, es decir, en los mismos que él combatió. El horizonte profesional de aquellos hombres resultaba enormemente complicado, pues habían visto rechazada su solicitud de integrarse en las correspondientes milicias provinciales; y, entre ellos, figuraban varios catalanes.

En aquel debate, Prim defendió a sus compañeros con el mismo brío con que había peleado junto a ellos, codo con codo, contra los carlistas. «He sabido —proclamaba en el Congreso— con el mayor asombro la ingratitud con que el Gobierno trata de pagar a los hombres que más han trabajado y que más han prodigado su sangre por la causa de la libertad.»[47] Junto a la actitud crítica hacia el Gobierno, por sus decisiones en este apartado de la política militar, Prim, el diputado «bárbaro» que unos meses antes era la quintaesencia del parlamentario tosco, demostraba haber aprendido tan rápido a moverse en los vericuetos de la oratoria, como en el campo de batalla. De las escasas líneas del Diario de Sesiones que ocupaban sus primeras comparecencias en la tribuna, habían pasado a extenderse a varias páginas y los exabruptos iban siendo sustituidos por argumentos. Así que aunque él mismo se refería a su lenguaje como «árido, sin pomposas frases, sin flores y sin música celestial...», se apreciaban notables mejoras en su estilo y en su vocabulario.

Sin embargo, el problema de los voluntarios no tenía fácil solución, puesto que se disponía de muchas menos plazas que solicitudes; y aun algunos de los que encontraron acomodo en diversas unidades perdieron varios grados con el cambio. Si a eso añadimos que muchos oficiales carlistas, al amparo del Convenio de Vergara, habían sido incorporados al Ejército manteniendo sus rangos, y que los de cuerpos francos no habían recibido, desde el cese de las hostilidades hasta febrero de 1842, más que cinco medias pagas, podemos entender la tensión generada. Un síntoma claro, y por desgracia repetido en múltiples ocasiones a lo largo del siglo XIX, de las dificultades para superar las secuelas de la guerra, y más si ésta, como sucedía de manera habitual, era de carácter interno.

No se detuvieron aquí sus acciones en defensa de los voluntarios de los cuerpos francos. Además de interesarse por la suerte de los oficiales, también se preocupó en repetidas ocasiones de los soldados de aquellas unidades, aunque no fuesen catalanes. A veces con un excesivo ardor que se veía obligado a admitir «... pero el entusiasmo —decía—, que tengo por estos valientes y el coraje que me da el verlos desatendidos hace —confesaba— que algunas veces me extravié».[48] Paulatinamente fue creciendo su oposición al Gobierno. En cuanto se planteaba alguna cuestión relacionada con asuntos militares o con temas que tuvieran que ver con Cataluña, cualquiera que fuese su importancia, saltaba a la palestra como si le pincharan. En este terreno cabría decir que Prim era un diputado, permítasenos la expresión, al por mayor y al detall. Miembro de la comisión de presupuestos, en 1842, lo mismo se embarcaba en el planteamiento de temas de la envergadura del déficit de ingresos en las aduanas; de los vicios de organización del cuerpo de carabineros, cuyo mal funcionamiento causaba el auge del contrabando, un asunto capital para Cataluña; que de las instancias de municipios, como Falset y Granollers, sobre la Ley de Ayuntamientos; o de la causa de un fabricante de instrumentos de música de Barcelona; o de las dificultades de los productores de aceite de ricino de Caldas de Monbuy.

En materia militar empezaba a exponer entonces algunas teorías que mantuvo a lo largo de su vida. Se mostraba contrario a la configuración del Ejército exclusivamente en función de los recursos económicos. Las economías podrían hacerse —según él— donde se gastaba más de lo necesario, pero no en un Ejército, donde los soldados no llegaban a cobrar buena parte de sus haberes. Como militar que era, no como economista, que no era, entendía que las fuerzas armadas debían adecuarse a las necesidades de su hipotético empleo, es decir, a la capacidad de los enemigos que había que combatir. Entre éstos veía Prim entonces a los ingleses por la continua guerra que hacían a la industria española, en general, y a los catalanes, en particular, mediante el contrabando. Tampoco, en ese momento, confiaba en Francia, porque su policía, que cuando quiere no se le escapa una rata —decía—, hacía la vista gorda (mal duradero ciertamente) a las maniobras de los facciosos que pasaban la frontera para entrar en Cataluña.

En cuestiones profesionales no enturbiaban su criterio ni la amistad, ni ningún otro factor. Por ello, discrepando de su todavía amigo el conde de las Navas, exponía, ya en 1842, otra de sus ideas permanentes en cuanto a la organización militar. Para él, un cuerpo armado sin instrucción no significaba nada y, en consecuencia, no debían disminuirse los efectivos del Ejército regular en aras de la creación o la ampliación de otras unidades, por ejemplo, la Milicia Nacional. Bien estaba que se conservara esta última en pueblos y ciudades, pero no que se pretendiese utilizarla en campaña.

Finalmente, un hecho radicalizó la oposición de Prim y provocó su ruptura con el Gobierno. Las críticas a un contrato de Hacienda con el marqués de Salamanca, considerado especialmente gravoso por algunos sectores, obligaron a dimitir a Surrá y Rull. Este episodio abrió una nueva brecha en las filas gubernamentales, al respaldar al dimisionario todos los diputados catalanes, que se sumaron a la campaña antigubernamental.

En poco tiempo, las distintas oposiciones se coaligaron contra el gabinete González y el 28 de mayo de 1842 presentaron un voto de censura que salió adelante. Prim estuvo junto a los que causaron la derrota del Ministerio. Espartero ofreció entonces el gobierno a Olózaga, primero, y a Joaquín M.a López, después, pero ambos rechazaron la propuesta. A la vista de ello, el Regente encargó a Rodil la presidencia de un nuevo gabinete que empezó a ejercer sus funciones el 17 de junio y, en menos de un mes, cerró las Cortes, el 16 de julio de 1842.

Sin embargo, durante las pocas semanas que estuvieron abiertas las Cámaras, la pugna entre la oposición del Congreso y el Gobierno subió de tono. Los diputados catalanes, y entre ellos Prim, denunciaron la actuación de Van Halen como capitán general de Cataluña. Le acusaban de no perseguir el bandolerismo y del modo en que se comportaba con la población de Barcelona. Aunque el diputado por Tarragona dijera que no deseaba acometer contra el ministerio Rodil, lo cierto es que su «catilinaria» llegó a tal punto que, tratando de justificarse, diría «... no se extrañe que hable con este calor porque soy muy catalán y siento mucho los males que afligen a mi país...».[49] Numerosos rumores corrían contra el Regente y sus parciales. Se decía que pensaba reimplantar la Constitución de 1812, con el fin de retrasar otros cuatro años la declaración de mayoría de edad de la reina, asegurándose así la permanencia en el poder. Aquellas acusaciones calaban en algunos grupos sociales, pero se abrían camino más fácilmente en lugares como Cataluña, donde se mezclaban diversos motivos de descontento, reales o inventados. Por un lado, la movilización de la quinta para el reemplazo del Ejército, el restablecimiento de algunos impuestos, como la contribución de puertas y consumos, el rumor de que iba a incorporarse un nuevo tributo para la reparación de la Ciudadela...; y, por otro, la noticia de que el Gobierno negociaba un acuerdo comercial por el que se permitiría la entrada en España de tejidos ingleses, habían creado un ambiente explosivo.

El bombardeo de Barcelona

 

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l 13 de noviembre de 1842, un pequeño incidente en la puerta del Ángel encendió la mecha que provocó la insurrección auspiciada por republicanos y demócratas. Pronto se produjeron algunos choques entre los alborotadores y las fuerzas del orden. Inmediatamente se ordenó el arresto de los redactores de El Republicano, en cuya sede se encontraron varias armas. El 14 se generalizó la revuelta con la intervención de una parte de la Milicia.

Llegó entonces a la Ciudad Condal el general Zurbano, a quien los republicanos presentaban como una especie de Atila. Su presencia caldeó aún más los ánimos. El 15, la situación se había escapado de las manos del jefe político, quien pidió al capitán general Van Halen la declaración del estado de sitio y sacó algunas tropas a la calle. Los amotinados, que habían ocupado la plaza de San Jaime, no aceptaron la orden de disolverse e insistieron en su exigencia de que los detenidos fuesen liberados.

La lucha se extendió rápidamente por muchos puntos de la urbe; moderados, republicanos, algunos progresistas y hasta los carlistas se batían contra las tropas de Van Halen y de Zurbano a los gritos de «¡Unión contra los saqueadores!» y «¡Muerte a los castellanos!». Sólo en pocas horas el Ejército tuvo cerca de cuatrocientas bajas. Van Halen dio orden a sus hombres de retirarse a los acuartelamientos de las Atarazanas, la Ciudadela, Montjuich y el de los Estudios.

Los insurrectos constituyeron una Junta popular directiva, presidida por un tal Carey, e intentaron apoderarse de los enclaves militares. La respuesta fue el fuego de artillería de la Ciudadela y Montjuich. El 17 de noviembre el capitán general se retiró de la plaza abandonando la Ciudadela, en tanto que las guarniciones de Atarazanas y de los Estudios se rindieron. Dos días después la Junta lanzó un manifiesto en el que señalaba sus objetivos: unión entre todos los liberales, ¡abajo Espartero y su gobierno!; Cortes Constituyentes; en caso de Regencia, que fuera integrada por más de una persona; en caso de enlace de Isabel II, que fuera con un español; y, por último, justicia y protección a la industria nacional.

El 22, Van Halen, retirado a San Feliu de Llobregat, envió a la Diputación de Barcelona un escrito advirtiendo que, de no haberse restablecido la calma el día 24, comenzaría el bombardeo de la ciudad. Los más exaltados decidieron hacer oídos sordos al aviso.

Conocidos del Gobierno los acontecimientos de la capital del Principado, el mismo Regente salió hacia Cataluña para aplastar el levantamiento. El 29 estaba en Esplugas. Aunque ese mismo día una nueva Junta de gobierno, integrada por personas conocidas en Barcelona, se hizo cargo de la situación desarmando a los «patuleas»; ya era tarde para un arreglo pacífico, pues el capitán general puso como condición indispensable el desarme de la Milicia Nacional y el castigo de los principales responsables del levantamiento.

Al punto que habían llegado las cosas, la salida no era fácil. Como escribía el Journal des Débats, portavoz del gobierno francés: «Si el Regente reprime el movimiento de Barcelona, se acabó su popularidad; si no lo reprime, se acabó su poder». En las jornadas siguientes no se encontró vía de entendimiento posible. La intransigencia de ambos bandos llevó al bombardeo de la ciudad, el 3 de diciembre de 1842. Más de mil proyectiles causaron daños importantes en 462 edificios, calculados en unos doce millones de reales. Al día siguiente la sublevación estaba reducida. Entre los detenidos, la mayoría puestos en libertad al poco tiempo, varios pertenecían al tercer batallón de la Milicia Nacional, del que Prim figuraba como comandante. Fueron fusilados trece individuos por su responsabilidad en lo ocurrido y se impuso a la población barcelonesa un tributo del mismo monto que las pérdidas producidas.

Espartero, que había permanecido tres semanas en Sarria observando los acontecimientos, regresó a Madrid el 22 de diciembre, sin entrar en Barcelona. A partir de aquel momento su impopularidad corría pareja al fervor con que el pueblo le aplaudía en otro tiempo.

Prim contra Espartero

 

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ientras aquello sucedía en la capital del Principado, el 14 de noviembre de 1842, coincidiendo con el inicio del levantamiento de Barcelona, habían reabierto sus puertas las Cortes en un clima de confrontación. El Gobierno sufrió su primera derrota en la elección del presidente del Congreso, cargo que alcanzó Olózaga frente al candidato gubernamental. Aquello hacía presagiar una fuerte batalla política, pero no tanto como acabaría ocurriendo cuando, a los pocos días, el 18, se supo lo que pasaba en la Ciudad Condal.

La primera sesión parlamentaria, tras conocerse la noticia, tuvo lugar el 20 de noviembre y Prim no pudo contenerse. Con palabras cargadas de pasión arrojó sobre el Ministerio toda la responsabilidad de lo que estaba ocurriendo en la Ciudad Condal. Acusó a Van Halen de haber tratado despóticamente a los catalanes, buscando provocar para luego subyugar al pueblo catalán, y se revolvió contra el general Seoane, quien por aquellos días había dicho en el Congreso que Cataluña debía ser gobernada con el palo.

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