Prim

Prim


CAPÍTULO III » Balance de 1843

Página 9 de 29

CAPÍTULO III

El año decisivo de 1843

 

U

no de los momentos decisivos en la vida de Juan Prim, y en la historia política del siglo XIX español, corresponde, sin duda, a 1843. En el curso de aquel año se dilucidaría el futuro del liberalismo en nuestro país, al menos, para la década inmediatamente posterior. Cataluña desempeñaría un papel determinante en ese proceso, marcado por la violencia, que condujo a la caída de Espartero, pero también al desplazamiento del poder, desde las diversas opciones progresistas, a favor de los moderados. Dos tiempos distintos jalonaron esta peripecia: el primero, entre finales de mayo y julio de aquel año, supuso la caída del Regente; el segundo, de agosto de 1843 a mayo de 1844, acabó con la marginación de los sectores más avanzados, que tan entusiásticamente, habían combatido al jefe de los «ayacuchos».

La voz de Cataluña

 

L

os antecedentes de las escasas sesiones celebradas por las Cortes en noviembre de 1842 y la oleada de críticas al duque de la Victoria y sus hombres por lo sucedido en Barcelona, indujeron al Ejecutivo a buscar un parlamento más dócil. Así, el 3 de enero de 1843, el Gobierno encabezado por Rodil, lejos de reanudar la vida parlamentaria como estaba previsto, disolvió las Cortes y convocó nuevas elecciones. Entre los aspirantes al Congreso de los Diputados, por Cataluña, figuraba el nombre de Juan Prim, al lado del de varios propietarios y fabricantes de Barcelona y su provincia, entre los que estaban Vilaregut, Pedro Moret, A. Vidal, P. Torrens...; algunos profesionales liberales como M. Pers, F. Camprodón... y, no podía faltar, su inseparable Lorenzo Milans del Bosch. Aunque no sería ésta la única candidatura barcelonesa que incluía al de Reus, quien formaba parte de la relación progresista, a cuyo frente se hallaba Joaquín M.a López, con Pedro Mata, Pablo Pelachs, José Ventosa y otros.[50]También aparecía Prim en las combinaciones electorales de otras provincias catalanas.

Como no podía ser menos, dadas las circunstancias en que vivía la Ciudad Condal (en estado de sitio desde el 13 de diciembre de 1842 hasta el 13 de febrero de 1843), el ambiente que precedía a los anunciados comicios presagiaba tormenta. Algún periódico, por ejemplo El Imparcial,criticaba tanto al Gobierno, una plaga insoportable, como a la oposición moderada, una amenaza liberticida. Si bien a medida que se acercaba la fecha de las votaciones fue arreciando en sus ataques contra el Ministerio, hasta el punto de considerar al Gabinete en el poder, ni más ni menos que el origen de todas las calamidades de España.

Otros periódicos barceloneses, El Papagayo, El Constitucional y La Corona principalmente, se emplearon también a fondo en aquella campaña. El Constitucional,por citar uno, publicó que el resultado de las próximas elecciones de diputados a Cortes era de vida o muerte para el país, pues en aquellas urnas se iba a decidir la suerte de la Patria.[51] El mismo tono grandilocuente y melodramático compartía el resto de la prensa y La Corona avivaba el celo de los electores para que acudiesen a ejercer su derecho al voto, a pesar de los obstáculos y las violencias, como medio para acabar con el dominio de Espartero.[52] Prim aparecía en el centro de la mayoría de las polémicas, y en tanto que El Espectador, más próximo al esparterismo, le acusaba de haberse trasladado de Bruselas a París para ponerse a disposición de María Cristina, cosa que sólo en algunos aspectos podía parecer cierta, El Imparcial realizaba una encendida defensa, protestando de las difamaciones a que le sometían los medios progubernamentales. «Un coronel tan bizarro, tan decidido, tan patriota —proclamaba este periódico—, no ha podido apostatar de sus doctrinas, cuyos principios son irreconciliables con los que representa la reina viuda ...»[53] No se paraba en barras aquella publicación al ensalzar «el nombre sin tacha del diputado don Juan Prim», al que todas las provincias catalanas proponían como diputado, pues con él estaba garantizada la seguridad de llevar al Congreso la voz de la Cataluña ofendida, para clamar venganza sobre las cabezas de los responsables de los bombardeos sufridos y, cómo no, para evitar la temida firma de un tratado de comercio con los británicos, que podía significar la muerte de la industria catalana. Sin embargo, la invocación a la salvaguarda de los intereses en peligro no se hacía desde la óptica localista. Así, por ejemplo, El Papagayo, cuando hablaba de que los diputados electos pedirían cuentas al Gobierno por la ruina de Barcelona y de su industria, aseguraba que lo harían en nombre de la dignidad nacional, para arrancar al león español de las garras del leopardo inglés.[54] El programa de la candidatura de Prim recogía, como puntos fundamentales, la defensa de la Constitución de 1837 y su desarrollo mediante las correspondientes leyes orgánicas; la no prorrogación de la minoría de edad de la reina y su pronto casamiento; el equilibrio presupuestario, la simplificación del sistema tributario y el castigo de las defraudaciones; la conciliación de los intereses arancelarios de las distintas regiones; la reducción de la deuda; y el replanteamiento de las ventas de bienes nacionales. Todo ello con el fin de asegurar un mayor grado de libertad contra el cesarismo esparterista; la independencia nacional, frente a las intromisiones inglesas y la moralización de la vida pública en una Administración más transparente y eficaz.

El escrutinio del 1 de abril de 1843 confirmó el triunfo de los progresistas, contrarios a Espartero. P. Mata, J. Vilaregut, J. Ventosa y Joaquín M.a López resultaron ser los diputados electos.[55]El propio Milans del Bosch quedaba en el segundo lugar de los suplentes para el Congreso. Prim obtuvo, finalmente, acta de diputado por Tarragona.

La legislatura de 1843 se presentaba con el anuncio de una batalla política sin cuartel y con una clara mayoría de diputados opuestos al Gobierno Rodil y al Regente. El 2 de abril tuvo lugar la sesión preparatoria, prevista en el reglamento de la Cámara, y a Prim le correspondió, como venía sucediendo desde que empezó su andadura parlamentaria, el cargo de secretario, por edad.[56] Al día siguiente, festividad de San Benito de Palermo, en una jornada tan radiante en lo climatológico como borrascosa en lo político, se abrieron las sesiones con un discurso de Espartero, en medio del silencio de los congresistas. La prensa barcelonesa calificó de insignificante y falsa aquella alocución: «... palabras hipócritas... tan faltas de fuerza como de talento».

Bien distinto era el fervor popular del que disfrutaba Prim, convertido en el centro de atención de todas las publicaciones de la Ciudad Condal. Si bien no ocurría igual con el trato que le dispensaba el Gobierno. El Diario de Barcelona protestaba contra la persecución a la que sometió la autoridad al joven parlamentario apenas hubo llegado a Madrid. El capitán general, Seoane, trató de detenerle, acusándole de haber desobedecido sus órdenes al fugarse a Francia con nombre falso. No pudo conseguirlo, pero en su hostigamiento, le embargó los uniformes, la espada, la cual había arrebatado al enemigo, y las condecoraciones que Prim había dejado en su residencia madrileña. Este hecho le causó profundo dolor, pues —como diría— le parecía imposible que hubiera podido suceder.

Alegando hallarse indispuesto, consiguió, al menos, burlar a los enviados a prenderle, y junto con otros amigos diputados asistió al Palacio del Senado, donde se celebró la mencionada sesión regia de apertura de las Cortes.[57]Además, dando pruebas de su carácter, se sentó inmediato al ministro de la Guerra y frente al Regente. Las publicaciones madrileñas, desde el Diario de Avisos hasta El Archivo Militar, difundían toda clase de informaciones con tintes sensacionalistas sobre Prim. Pero la amenaza de detención seguía pesando sobre él, con gran escándalo de los periódicos de la capital del Principado, que le señalaban como el portavoz del pensamiento de los sucesos de noviembre; más aún, afirmaba El Imparcial: «... en don Juan Prim están personificados todos los principios, intereses y quejas de la nación y particularmente de Cataluña...».[58] La Corona se manifestaba en términos semejantes contra las maniobras del Gobierno para ahogar «la voz atronadora que debía vindicar a la ultrajada Cataluña...», que no era otra que la del joven diputado don Juan Prim, «en quien ésta tenía puestas sus esperanzas».[59]

Entre el Congreso y la cárcel

 

L

a popularidad de Prim y el respaldo que le prestaba la prensa barcelonesa continuó en aumento, si cabe, a medida que pasaban los días y llegaban noticias, o simples rumores, acerca de lo que le acontecía en la Corte. La indignación de los medios alcanzaba su máxima cota cuando se aseguraba que el Gobierno le había privado de su grado de coronel. El Papagayo denunciaba que este hecho sería «... el último bofetón que podían dar los ministros en el rostro del compañero de glorias y fatigas al que ha ganado con su sangre los galones», pero, añadía también, y ésta es una de las claves de tan apasionada apología de Prim, «... al que ha despreciado el oro inglés cuando combatía el contrabando en Andalucía; mientras, otros —en alusión a Espartero y sus allegados— esquilmaban el oro español para conducir millones a Londres...», y remataba: «Prim es catalán..., si le han quitado el grado, le quedan a Prim los corazones...».[60] La exaltación de la figura del reusense corría pareja a las demandas en favor de la protección arancelaria. El Constitucional incitaba a remover, de forma mancomunada, todos los obstáculos para afianzar el proteccionismo, «...despreciar lo extranjero, preferir lo nacional, aun siendo inferior y más caro, y, en fin, tener, ante todo, nacionalidad...».[61] Un cántico al nacionalismo económico que, en determinados círculos, trascendía en demanda de la unificación del derecho civil para todo el Estado, al amparo del artículo 4.° del Título I de la Constitución de 1837.[62] Entre tanto Prim vivía agitadamente en Madrid, de sobresalto en sobresalto, más preocupado, en realidad, por evitar su procesamiento, que por las lides parlamentarias. Sus primeras intervenciones, durante la legislatura de 1843, se centraron en la denuncia de las maniobras electorales empleadas por el Gobierno en los últimos comicios. Para ello aprovechó los debates sobre las actas de Baleares, en concreto contra la candidatura del gobernador de Mahón, Lebrón; de Salamanca (en apoyo de Ovejero); de Tarragona, etc. El tono de sus palabras mantenía la dureza habitual. «¿Hasta cuándo —clamaba— hemos de permitir que la nación y los hombres, sus haciendas y hasta sus honras sean patrimonio de los que, desgraciadamente, hoy gobiernan?»[64] No eran pocos los que afirmaban, no siempre con razón, que únicamente la prensa defendía la verdad en un sistema representativo convertido en auténtica farsa.

Mientras seguían los movimientos del Gobierno para castigarle, y a pesar de que el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, el 5 de abril, había declarado nulas gran parte de las actuaciones judiciales en su contra, el 1 de mayo de 1843 llegó al Congreso la comunicación del Ministerio de Guerra, solicitando el oportuno permiso para continuar el proceso abierto contra el coronel Prim, quien, como diputado, y, por consiguiente, sujeto a lo previsto en el artículo 42.° de la Constitución vigente y en el 7.° de la ley de 15 de marzo de 1837, gozaba de fuero especial. Pero, a pesar de todo, ante los sucesivos intentos por encarcelarle no tenía otro escudo que el de sus compañeros parlamentarios. El dictamen de la comisión encargada de estudiar aquel asunto resultó absolutamente favorable a Prim y condenó la actuación gubernamental, por considerarla fruto de las pasiones políticas.[65]Más críticos aún con el Ministerio Rodil se declararon algunos de los diputados que participaron en las discusiones acerca de aquel dictamen de la Comisión, particularmente, los señores Giraldo y Badía.

La ocasión de defenderse

 

L

as horas del Gobierno Rodil estaban contadas. El rechazo popular que le acompañaba y la oposición de las Cortes provocaron su caída. El 9 de mayo se formó un nuevo gabinete, encabezado por Joaquín M.a López, en medio del aplauso de cuantos rechazaban no sólo al Ministerio derrotado, sino al propio Regente. Para Prim, según los periódicos que le venían apoyando, había llegado el día de la reparación de los ultrajes.

Al fin, el 13 de mayo habló en el Congreso, rodeado de enorme expectación, no sólo para defenderse de los cargos que le imputaban sino para someter al Gobierno, recién defenestrado, a una implacable descalificación.

A favor de su comportamiento alegó que antes de abandonar Madrid con nombre falso intentó, a toda costa, que se le otorgara pasaporte como correspondía a su condición de diputado, libre e independiente, para ir a donde quisiera, cosa que, como sabemos, era cierta. Añadió que el ministro de la Gobernación, y aun el presidente del Consejo de Ministros, a los que recurrió para obtener el permiso denegado, se excusaron de intervenir por unas u otras razones. No le había quedado, pues, otra alternativa —concluía— que dejar Madrid sin la autorización solicitada.

Pero no sólo era el momento de exculparse de los cargos que se le imputaban, se le presentaba también la ocasión de responder, públicamente, a los que le perseguían y calumniaban. Al propio Seoane, que llegó a comentar que le vería a los pies de su caballo, le apostrofó con un despectivo «me reí ante tales amenazas», y de modo desafiante, añadió «la espada del señor Seoane no tiene el temple lo suficiente fino para reducir la mía a los pies de su caballo».[66]Tampoco se libró de sus invectivas el conde de Almodóvar, ministro de Estado saliente, que destituyó al cónsul de Perpiñán por darle pasaporte, como dijimos, para volver a España, y que le había acusado de hacer gala, en mil oportunidades, su carácter díscolo. Prim le remitía a su hoja militar, donde no figura nota alguna de esa naturaleza.

Después arremetió contra el responsable directo del bombardeo de Barcelona. Aquí la tensión alcanzó su punto máximo. Al referirse a Van Halen, tanta era la animadversión acumulada, que Prim exclamaba: «... necesito, señores, tener mucha calma para no dispararme contra él, pero no lo haré por decoro al Congreso».[67]No olvidemos que el entonces capitán general de Cataluña había amenazado con fusilarle inmediatamente si conseguía detenerle, lo cual le obligó a abandonar la capital del Principado y a permanecer oculto, primero en el Campo de Tarragona y después en Aragón, para acabar huyendo a París.

Pero por encima de todo, Prim se revolvió contra las acusaciones que el general Salcedo le había hecho ante Rodil, tildándole de venderse a los moderados. Inculpación que otros miembros del Gobierno, encabezado por éste, lanzaron sobre el supuesto de haber asistido en Burdeos a las reuniones de un club «moderado» y de ofrecerse a la reina Cristina, en París. Prim declaró en torno a este asunto que estuvo en la capital de la Gironda con su amigo Carriquiri, emigrado por los acontecimientos de octubre de 1841, a quien calificó de hombre honrado, patriota, liberal y caballero, más valioso que todo el bando «ayacucho». Admitió, igualmente, que estuvo en París, pero negó haber visto a la reina madre, aunque ello no le hubiera supuesto ningún desdoro. Allí, en la capital de Francia, pudo encontrarse con moderados, republicanos, carlistas..., pero le fue imposible hallar «ayacuchos», los únicos —acusaba— que no habían tenido necesidad de emigrar.

Por último atacó a éstos denunciando la intolerancia que demostraban, su exclusivismo radical que, de mantenerse, no sólo en el terreno político sino también en el económico, acarrearía, según Prim, enormes trastornos, ya que «no habría asociaciones de ninguna clase, no habría esas grandes empresas tan útiles a la riqueza de una nación... no habría fabricación; no habría comercio, no habría nada...».[68] Una quiebra acompañada del caos social y político —se atrevía a pronosticar—, pues «... estaríamos siempre en el odio y nos despedazaríamos como salvajes», para que los «ayacuchos» se mantuvieran en sus puestos.[69]

De la crisis institucional a la guerra

 

L

a prensa barcelonesa saludó estas palabras con grandes aplausos. El Imparcial veía en Prim la encarnación de la tolerancia que había de unir a todos los españoles con una sola bandera. La obra que el Gobierno López intentaba acometer apuntaba en ese sentido y el 18 de mayo, como prueba de su voluntad conciliadora, presentó un proyecto de amnistía. Sin embargo, sus propósitos se vieron frenados, casi de inmediato, al caer aquel Gabinete, al día siguiente, víctima de la lucha política abierta entre los hombres de Espartero y el resto de los grupos del liberalismo español.

En efecto, en el capítulo de medidas que el Gabinete López había tenido tiempo de adoptar, se incluía la separación de sus cargos de algunos significados esparteristas (como los jefes políticos de Badajoz y Valencia), el cese en el mando de ciertos militares (Zurbano, Tena, Ferraz); y el traslado de otros (Linage). El duque de la Victoria se negó a firmar los correspondientes decretos. Frente a esa actitud, el Gobierno presentó la dimisión y el Regente, sin más consultas, nombró otro, más afín a sus deseos, encabezado por Gómez Becerra.

Poco más de una semana había durado aquella primera experiencia de Joaquín M.a López en la presidencia del Gabinete ministerial. Un periódico barcelonés, El Constitucional,se lamentaba en estos términos: «Pobre España, tus auroras duran un momento y tus noches, una eternidad».[70] Pero la guerra entre la representación nacional y el Regente no había concluido, ni mucho menos. Al día siguiente, el 20 de mayo de 1843, Olózaga pronunció uno de sus más vibrantes discursos, el mejor de su vida diría El Imparcial, concluido con la dramática invocación que sacudiría a toda España y, en especial, a Cataluña: «¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina!».

El eco de las palabras olozaguianas tuvo un efecto mágico que impulsó a su cénit las reacciones antiesparteristas. El presidente del Gobierno, Gómez Becerra, y el ministro de la Guerra, Hoyos, tuvieron no pocas dificultades para abandonar, ese día, el Palacio del Congreso, ante el alboroto hostil de las gentes que se hallaban en las tribunas de la Cámara y en los alrededores del edificio. El reguero de descontentos, extendido por toda España, no tardaría en desbordarse.

Prim y la revolución de 1843 en Cataluña

 

E

l desencuentro entre el Congreso y el Gobierno Gómez Becerra, o lo que es igual, entre la mayoría de la representación nacional y el Regente, provocó la suspensión de las sesiones parlamentarias, tras el incendiario discurso de Olózaga, el mismo 20 de mayo. Aunque, en principio, se fijó el 27 de ese mes para su reapertura, nadie creyó que aquello se cumpliría. La noche del 23 al 24 de mayo unos noventa diputados de la oposición se reunieron, para designar una comisión encabezada por López, Olózaga y Cortina, con el fin de abordar los acontecimientos que pudieran seguirse y, de inmediato, la mayoría de ellos marcharon a sus provincias para continuar la lucha por otras vías. Un grito recorrió el país de punta a punta: «¡Abajo los “ayacuchos»!».

La insurrección contra Espartero estalló el 24 de mayo en Málaga; dos días después, le seguía Granada; el 27, Almería...; el 30, Prim y Milans del Bosch promovieron el alzamiento de Reus. Ambos firmaron una proclama acusando al Regente de despotismo. «La representación nacional no existe —escribían—, estaba en contraposición con la voluntad de un hombre y este hombre la hirió de alevosa muerte.» Tampoco escapaba el duque de la Victoria a las imputaciones de nepotismo: «... se enarboló... la marchita y derrotada bandera de Ayacucho...». Con Espartero compartía los más terribles cargos Mendizábal, a quien llamaban «ministro de embuste y trampa».

¿Qué proclamaban Prim y Milans del Bosch después de pedir el derrocamiento de aquellos traidores? Pues su apoyo a la Constitución; a la reina, a la que consideraban mayor de edad desde esa fecha; y a la libertad. Una vez más, recordemos, la trilogía que encerró siempre los principios políticos de Prim. Para organizar las futuras acciones contra el duque de la Victoria fue constituida una Junta, cuya presidencia quedó a cargo de Milans del Bosch.

Al día siguiente, Prim, al frente de las operaciones militares para extender la insurrección, se presentó ante Tarragona con una columna de mil quinientos hombres, pero no logró que la ciudad se uniera a la sublevación. Sin embargo, la trascendencia de aquel momentáneo revés para la causa antiesparterista fue bastante limitada. La clave sería la respuesta de Barcelona.

La actitud de la Ciudad Condal no podía ofrecer demasiadas dudas, teniendo en cuenta los acontecimientos vividos unos meses antes y la campaña que buena parte de la prensa venía desarrollando contra el Gobierno y el Regente. «Nuestras fábricas son el blanco principal de los anglo-ayacuchos. ¡Alerta, pueblo de Barcelona!», clamaba la prensa. Ante las noticias de lo sucedido en Málaga yen Reus..., el Ayuntamiento de la Ciudad Condal afirmaba que seguiría el camino marcado por los ciudadanos y una tónica parecida iban a observar el jefe político, Llavesa, y el capitán general, Cortínez.

Alguna publicación ya aludida, como El Imparcial, aseguraba que el pueblo barcelonés mostraba su simpatía por los levantamientos producidos y esperaba que la capital del Principado no tardaría en hacer lo mismo. Ante esta eventualidad cada día más próxima, el general Zurbano, verdadero hombre fuerte del gobierno en Cataluña, salió de la ciudad con unos cuatrocientos hombres para ponerse al frente de su división, que se hallaba en San Andrés del Palomar. En su camino hacia la puerta de Santa Madrona tuvo que escuchar ¡vivas! a la Constitución, a la reina y a Prim.

Se cruzaron algunos disparos y hubo varios heridos, por lo que el capitán general hizo un tímido intento de proclamar la ley marcial, pero a petición de las autoridades municipales no lo llevó a efecto. A ojos vista, la Ciudad Condal caminaba hacia la sublevación. El 6 de junio se creó una comisión del pueblo, que se dirigió a los habitantes de la provincia, incitándoles a la lucha, y casi al mismo tiempo se formó una Junta, integrada por miembros del Ayuntamiento y de la Diputación provincial. La presidía Antonio Benavente, con Mariano Voces como secretario, y en la lista de sus componentes aparecía el nombre de Figuerola.[71] Mientras la situación en Barcelona era de tensa calma, las fuerzas del Ejecutivo se preparaban para aplastar la insurrección de Reus, batiendo a Prim. El 10 de junio se presentó ante la ciudad el coronel Orovio con tres mil soldados de infantería, doscientos de caballería y cuatro cañones, pidiendo la rendición de la plaza, pero tras entrevistarse los representantes de ambos bandos, se retiró. Al día siguiente llegó el general Zurbano, con más de ocho mil hombres, dispuesto a someter la ciudad. Prim, para evitar la muerte de civiles, en un gesto propio del estilo romántico de la época, desafió a su oponente a dirimir la cuestión en un duelo personal.

Zurbano, ajeno a tales propuestas, ordenó el bombardeo de Reus. Después de unas horas de combate, la desproporción de fuerzas obligó al Ayuntamiento a pedir la capitulación, en tanto que Prim con sus tropas, unos quinientos hombres, abandonaba la ciudad por el camino de Alleixar hacia Prades.

Aquella retirada no afectó a la popularidad de Prim, que entonces llegaba al cielo: «¡Loor eterno a don Juan Prim!», escribía algún periódico de la capital catalana e informaba que su madre y hermana habían sido vitoreadas y homenajeadas en Badalona, en su viaje a Barcelona. Los sargentos del Regimiento de Infantería «América 14», por su parte, se apresuraron a publicar una carta según la cual se ponían incondicionalmente a las órdenes de Prim. «¡Feliz quien lleve un nombre que tan mágicos efectos produce!», concluía el periodista.[72] En pocas fechas la insurrección se extendió por varios puntos de Cataluña (Sabadell, Granollers, Cardona, Vilafranca del Penedés, Vic). Poco después Tarragona y Tortosa hacían lo mismo siguiendo la proclama de Prim. En Gerona se pronunció el coronel Ametller, lanzando su propio manifiesto contra la «pandilla de traidores ayacuchos que ha usurpado el poder...».[73] Prim se unió a la Junta en Molins de Rey el 15 de junio de 1843, y con ella entró en Barcelona en medio de un extraordinario recibimiento. Cien mil voces gritaban: «¡Viva el valiente Prim!» La prensa se deshacía en elogios hacia su persona: «... el joven y decidido campeón de nuestras libertades patrias, el defensor de nuestra independencia, siempre que se halla ésta amenazada» —se leía en otro periódico—, «ha sido el embeleso, el encanto, el hijo predilecto del gran drama... ¡parecía que iba a hundirse el pavimento!» —añadía el autor de la crónica—, «¡Hemos presenciado un espectáculo más glorioso para el joven coronel que si orlaran sus sienes cien coronas!...»[74] Tres horas tardó la comitiva en recorrer las calles camino del Ayuntamiento. Una vez allí, asomado a uno de los halcones, improvisó un fogoso discurso lleno de patriotismo que entusiasmó a los oyentes.

Después de imaginarnos, por un momento, el vibrante panorama que debía ofrecer aquella ciudad, no olvidemos que el centro de tanto entusiasmo no era otro que un hombre de menos de treinta años, revestido de caracteres mesiánicos por sus paisanos.

La mayoría de los medios competían en la misma línea al exaltar los méritos de Prim. El Imparcial proclamaba que con su apoyo «La reina y el país están salvados». La Prosperidad insistía en parecidos términos, gracias a Prim y al resto de los sublevados « ... la bandera española comienza a recobrar el lustre que le arrebataron los traidores de Ayacucho». Infinidad de personas, de todas las categorías y clases, pasaron según El Diario de Barcelona, a felicitar a Prim y a Milans del Bosch que, junto con Rodríguez, Martells, Ortega y otros amigos del de Reus, habían entrado en la Ciudad Condal.

La Junta Suprema de Gobierno autorizó a Prim, inmediatamente, a organizar una fuerza de cuatro mil hombres, poniendo a su disposición los recursos precisos para abonar a aquellos voluntarios cuatro reales al día y una ración de pan, o cinco reales si éste no fuese fácil de allegar. Había que atender al espíritu, pero sin olvidarse del cuerpo. En la misma nota en que hacía pública esta noticia, llamaba a sus banderas a los oficiales de cuerpos francos.[75] Entre otras medidas, la Junta dispuso, además, que Cortínez continuase como capitán general, pero nombró un nuevo jefe político, Collantes, y recluyó a bordo del Isabel II a los generales Aristizábal, Valdés y Villalonga. La ciudad vivía una mezcla de excitación y tranquilidad, de excepcionalidad y normalidad. A la vez que se preparaba militarmente y celebraba el aniversario de la Constitución, en las salas de teatro se veían con notable afluencia de público, la representación de obras tales como El mágico de Astracán(comedia de tramoya en tres actos) y El abate L’Epeé o la huérfana de Bruselas, al precio de dos o tres reales la entrada. Mientras, en el Liceo, se escenificaba El galán duende y Lázaro, el pastor de Florencia, aunque el mayor éxito en este local lo obtenía Manuela Torres, interpretando canción andaluza.

Prim recibía todo tipo de agasajos y a su llamamiento para tomar las armas acudían jefes, oficiales y sargentos de varias unidades, entre ellos, como era lógico, sus hombres del tercer batallón de la Milicia Nacional. Su mensaje era el mismo del ministro López: «unión de todos los partidos», pues, por encima de las diferencias —insistía—, todos somos españoles.

A aquellas alturas la insurrección se había extendido por numerosas provincias (Teruel, Alicante, Albacete, Cuenca y otras, además de las ya citadas), pero la base fundamental del levantamiento, junto con Andalucía, era Cataluña. Aquí envió, por tanto, el Gobierno gran parte de las fuerzas que tenía, en apoyo de Zurbano, al mando del general Seoane. La situación se complicaba para los barceloneses sublevados. La Junta no tuvo más remedio que llamar a la movilización general. Por un decreto de 19 de junio de 1843 ordenaba que «todos los solteros y viudos sin hijos, de 18 a 40 años, se presentaran armados en los puestos que aquí se les designará en un plazo de 24 horas»; a la vez nombró a Prim comandante general de toda la Milicia Nacional de la provincia de Barcelona.

No quedaba más alternativa que combatir y, rápidamente, salió hacia Igualada, con su Estado Mayor, para ponerse al frente de las tropas allí reunidas (diversos batallones de nacionales y de voluntarios de Cataluña, entre ellos el batallón de «tiradores» de Reus). Zurbano, por su parte, se hallaba en Tárrega. Como si de una premonición se tratara, el Liceo programaba Las diez de la noche o efectos de una revolución,en tanto que los otros dos teatros acogían a El español en Venecia o la cabeza encantada, de Martínez de la Rosa, y Filesa o la Fortuna, un drama nuevo en tres actos.

Ante los movimientos de Prim, Zurbano amenazó con un nuevo bombardeo de la Ciudad Condal, desde Montjuich, si sus tropas eran atacadas en el Bruch. La respuesta de la Junta Suprema de la provincia no se hizo esperar: «Salgamos al campo y respiremos el aire de libertad —declaraba aquélla—, aunque venga impregnado de las cenizas de nuestros hogares». Y concluía, muy al gusto romántico: «¡Sálvese la nación y la reina! y ¡perezca Barcelona!».[76] Por si quedara alguna duda de su determinación, ordenaba el ataque contra las fuerzas esparteristas hasta vencer o morir, a la par que ascendía a Prim a brigadier de infantería de los ejércitos nacionales. Casi a un tiempo, el Regente, junto con los generales Linage, Ferraz y Nogueras, salía de Madrid con el propósito de dominar la insurrección en los distintos lugares donde se había producido.

La Junta, decidida a dejar huella de su existencia, ordenaba, por decreto de 27 de junio de 1843, el derribo de las murallas de Barcelona, menos por la parte del mar.[77] Al día siguiente, debían empezar los trabajos de demolición por el lado de la Canaleta, frente a la Rambla, y por la zona de Junquera.

El mismo 27 de junio habían llegado a la capital catalana, procedentes de Madrid, tras pasar por Francia, Serrano y González Brabo. Se unían así a algunos militares moderados como Fernando Fernández de Córdova y el capitán Zaldívar, que ya estaban en Barcelona, para luchar contra Espartero. Tanto el primero de los recién desplazados, ministro de la Guerra del Gobierno López, como el segundo, diputado y periodista, fueron acogidos favorablemente. Hospedados en la fonda de las Cuatro Estaciones, local emblemático de la Barcelona de entonces, Serrano pronunció un discurso en el cual hablaba de marchar todos unidos, con la bandera de la Junta, para derribar al tirano. Sus gritos de ¡Viva Cataluña!, ¡Viva la reina!, ¡Viva la Constitución! y ¡Viva la independencia nacional! provocaron general aplauso.

La Junta dio entonces un paso muy importante. El 28 de junio de 1843 decretó que el Gobierno López quedaba constituido en Barcelona y, hasta que se reunieran los demás miembros, el general Serrano resultaba investido ministro universal, estando al frente de todos los ministerios, como Gobierno provisional. En calidad de tal, de manera inmediata destituyó al Regente. A renglón seguido, concedió la amnistía que no había podido aplicar Joaquín M.a López. Poco después, confirió diversos nombramientos a favor de Narváez, M. de la Concha, Garelly, Castro... y ratificó el grado de brigadier a los coroneles Prim, Ametller y Portillo.[78] A Cataluña seguían acudiendo militares y políticos de las distintas tendencias liberales, contrarias a los «ayacuchos» (O’Donnell, Madoz...), mientras Prim y Castro avanzaron hacia Cervera. A medida que corrían los días, las deserciones se multiplicaban entre las tropas de Zurbano, que se veía obligado a retirarse a Lérida. La Junta movilizó seis mil hombres y requisó los caballos del municipio barcelonés, en su empeño por poner a las órdenes de Prim los medios necesarios para batir a los enemigos.

A cada momento la causa esparterista contaba con menos apoyos en España. Salvo Madrid, a primeros de julio de 1843, pocos lugares permanecían fieles al duque de la Victoria. En el satírico Fray Gerundio se podía leer a propósito del auge del levantamiento: «... hasta Castilla la Vieja, mi Dios y Señor». Y añadía: «cuando los castellanos se pronuncian ya no hay más que decir». El Regente, fracasado en sus planes de llegar a Valencia, hubo de retirarse desde Albacete, con los seis mil hombres a su mando, y de aquí a Andalucía. Tampoco en tierras andaluzas logró cambiar el signo de los acontecimientos. Ni siquiera, con el auxilio de Van Halen y sus cinco mil hombres, consiguió dominar Sevilla.

La fortuna sonreía a los sublevados favoreciendo, a cada instante, el alzamiento nacional contra Espartero. Narváez, desde Valencia, cayó sobre Teruel donde, el 4 de julio, lanzó otro de los consabidos manifiestos, y de allí hacia Madrid, por Guadalajara. El 15 de julio estaba en Fuencarral.

Al avance sobre la capital se unían también las tropas de Azpiroz que, partiendo de Valladolid, se hallaban el 10 de julio en Guadarrama, y algunas de sus unidades más adelantadas llegaban al Pardo. Asimismo Prim «... el valiente catalán entre los catalanes valientes, el leal español entre los españoles leales»,[79] de quien los periódicos decían, ya el 9 de julio, que iba a ser nombrado conde de Reus y vizconde del Bruch, marchaba sobre Madrid, siguiendo el repliegue de Seoane y Zurbano hacia la Corte. El 10 pasó el Segre con cinco mil quinientos infantes y doscientos jinetes camino de Mequinenza.

Para entonces alguna publicación barcelonesa, cuando aún no se había derrotado a Espartero, empezaba a mostrar su desconfianza sobre el futuro de las relaciones entre la Junta Central, en la que deberían converger todas las Juntas provinciales, y el Gobierno provisional.[80] ¿Cuáles serán las atribuciones de la Junta en el futuro? —se preguntaba— ¿se verá atacada por los que, sin correr los azares de la revolución, quieren después dirigirla, dominarla y disponer a su sabor de los resultados? Toda una preocupación que no tardaría en confirmarse.

La prensa de la Ciudad Condal, en su mayoría, seguía congratulándose de la unión de todos los españoles «... necesidad creada por una serie de cruentos desengaños...», decía El Imparcial.[81]El mismo sentimiento de alegría expresaba La Prosperidad ante ese ejemplo de españolismo «... amor semejante a un conjuro mágico que absorbe nuestra alma purificada y la dirige a la grandeza y a la heroicidad...».[82] Pero a medida que se acercaba la victoria sobre el Regente, aglutinante de la unión de los sublevados, el peligro de fractura entre ellos se hacía mayor.

El Constitucional insistía en el protagonismo de la Junta Central, afirmando que era a la que correspondía el poder legislativo y el ejercicio de la autoridad real durante la minoría de edad de la reina. Desde luego, la Junta Suprema provisional de la provincia de Barcelona protestaba ante ciertos nombramientos efectuados por el Gobierno provisional. En síntesis, todavía no había terminado el conflicto y ya se anunciaba otro. La Junta barcelonesa miraba con recelo cualquier hecho que, a su juicio, pudiera poner en peligro lo que denominaba el grandioso alzamiento nacional.

Al fin, el 22 de julio de 1843 se encontraron frente a frente las tropas de Narváez y las de Seoane y Zurbano, en Torrejón de Ardoz. Apenas hubo batalla. La desbandada en las filas de estos últimos les impidió defender Madrid. Narváez, ascendido a teniente general, fue nombrado capitán general de Castilla la Nueva y Javier de Quinto, nuevo jefe político de la capital. Este último ordenó el desarme de la Milicia Nacional. Todo un síntoma.

Lo sucedido en Madrid obligó a Espartero a dirigirse hacia el Puerto de Santa María. Apenas le quedaban otros soldados que una escolta de caballería, una compañía del Regimiento de Luchana, y otra del provincial de Segovia que le fueron fieles hasta el último momento. El duque de la Victoria embarcó en el Betis y el 30 de julio salió rumbo a Cádiz, donde fue acogido en el buque inglés Malabar,que le trasladó a Lisboa pasando allí al barco, también inglés, Prometheus, que le condujo finalmente a Londres.

El conde de Reus, de la cima a la sima

 

A

medida que se perfilaba el triunfo del movimiento «antiayacucho» llovieron los honores sobre Prim. El Gobierno provisional le otorgó el título de conde de Reus, por un decreto, promulgado en Caspe el 14 de julio de 1843, que llevaba la firma del general Serrano. Unos días más tarde, con la derrota del Regente, se multiplicarían los laureles del éxito para el reusense. El 24, la Gaceta de Madrid publicaba su nombramiento como gobernador militar de la capital de España. En esa misma fecha, entraba en la Corte al frente de las tropas bajo su mando.[83] La prensa daba cuenta del apoteósico recibimiento del que fue objeto. «Al pasar esta bizarra y brillante división —escribían los periódicos— por la Carrera de San Jerónimo y la Puerta del Sol, en dirección a Palacio, precedida de un batallón de catalanes... han sido vitoreados con entusiasmo imposible de describir. Pero cuando subió de punto la alegría, hasta el extremo de rayar en el frenesí, fue al ver el pueblo de Madrid al héroe de Reus, al valiente y pundonoroso brigadier Prim. En toda la Carrera ha llevado, el nuevo conde de Reus, en torno suyo un enorme gentío que le contemplaba admirado y desde los balcones le han arrojado multitud de coronas y flores en premio de su extraordinario valor.» Al fin, comparando tales muestras de aprecio con las manifestadas a otros caudillos populares, añadía: «Estas ovaciones, las dispensadas a Prim, son espontáneas y no preparadas como las farsas ridículas del Prado y las del Palacio del héroe de comedia...», en referencia a Espartero.[84] No era sólo la calle la que le aclamaba; en los círculos políticos y financieros el nombre de Prim ocupaba lugar destacado. En un banquete, celebrado a primeros de agosto de 1843, con los representantes de la Junta de Valencia y al que asistieron, entre otros, Narváez, O’Donnell, Salamanca, González Brabo, Madoz, Garelly... y muchos más, junto a los intelectuales del momento, Donoso Cortés, Juan Nicasio Gallego, Ventura de la Vega, etc., se sucedieron las invocaciones a la gesta del de Reus. Beltrán de Lis, brindando por el valiente brigadier Prim, le llamaría «emblema de las glorias de Cataluña». Epíteto modesto si lo comparamos al de «genio privilegiado que, de vez en cuando, aparece en la escena política para labrar la felicidad de las naciones», con el que le había saludado un periódico algunos días antes.

En el desempeño de su nuevo cargo, el conde de Reus comenzó con toda urgencia la reorganización de la situación militar en Madrid y, en una de sus primeras disposiciones, ordenó que se presentaran ante él los generales Evaristo y Santos San Miguel, Chacón, Ferraz, Corral, Rodil e Iriarte.

Mientras tanto, continuaban las celebraciones. El 8 de agosto, en plenos festejos por el triunfo de la insurrección, Prim, junto con Narváez, apareció a la cabeza de las fuerzas que desfilaron ante la reina. Sin embargo, la situación política se iba a complicar rápidamente.

En efecto, el Gobierno López, restablecido en sus funciones, se encontró de inmediato con no pocos problemas. Pronto surgieron algunas disconformidades con determinados nombramientos [85] y la inevitable remoción de empleados. Pero, sobre todo, como se venía temiendo, el Ministerio se vio enfrentado a la Junta Central, constituida, por fin, a instancias de la Junta de Barcelona, aunque en ella sólo se hubieran integrado, además de ésta, las de Cádiz, Ceuta, Burgos y Castellón.

La convocatoria a Cortes, por decreto de 30 de julio de 1843, dio lugar a ciertas reticencias de la Junta de Barcelona. El clima de unión y tolerancia, predicado unos meses antes, había desaparecido como por ensalmo; en cuanto Espartero, catalizador de la reacción en su contra, partió para Inglaterra. Por disposición oficial de 1 de agosto de 1843 el Gobierno ordenó que las Juntas cejaran en cualquier función de las que correspondían al Ejecutivo de la nación. En algún sector de la prensa barcelonesa, próximo a los demócratas, las denuncias sobre maniobras para instrumentar el levantamiento de junio en beneficio de un partido estaban a la orden del día.[86] Para evitar que la situación política en Cataluña degenerara en nuevos y más graves desórdenes, el Gabinete López pensó en utilizar al conde de Reus, dados su prestigio, capacidad y la ascendencia que tenía sobre gran parte de sus paisanos. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos en la Ciudad Condal, fue nombrado el 9 de agosto de 1843 gobernador militar de Barcelona y comandante general de aquella provincia. Tres días después, Prim fumaba su última orden para las unidades acuarteladas en la Corte, donde le sustituía el general Mazarredo, y emprendía viaje de regreso a Cataluña.

La Junta de Barcelona, que unos días antes parecía dispuesta a someterse, volvió sobre sus demandas de mantener una Junta Central a la que se sumaba la de Zaragoza. Los más exaltados renegaban del poco antes deseado Gobierno López y, el 13 de agosto, tuvo lugar una manifestación en la Rambla al grito de ¡Viva la Junta Central! y ¡Abajo los tiranos! El 15 se repitieron, en versión aumentada, los mismos acontecimientos.

El general segundo cabo, Arbuthnot, advirtió de inmediato que el proceder de la Junta era ilegal y que no reconocía su autoridad. El paso siguiente fue el de concentrar a las tropas, ante la negativa de la Milicia Nacional, a desarmarse. Con este panorama arribaría Prim a la capital del Principado.

Su estancia en Madrid, desempeñando el gobierno militar, había sido tan breve que apenas tuvo tiempo de instalar su domicilio en la calle de Amor de Dios, y de intentar poner orden en la guarnición de la plaza, cuando ya estaba camino de Barcelona.

El 17 de agosto llegaba Prim a la Ciudad Condal precedido de Subirá y Milans del Bosch.[87] La capital catalana era un hervidero de tensiones políticas y sociales. Diversos grupos venían protagonizando incidentes desde jornadas anteriores, dando ocasión, según el Ayuntamiento, a escenas lamentables que nunca debieron tener lugar en una ciudad rica y populosa como ésta. En tales circunstancias, la presencia del nuevo gobernador militar fue acogida con grandes esperanzas por las autoridades municipales, confiadas, como se decía entonces, en que la esforzada decisión del caudillo, junto con la valiente y siempre honrada Milicia Nacional, en unión con las personas más influyentes, harían renacer el debido sosiego y la correspondiente seguridad.

No faltaron, por el contrario, quienes veían en Prim una amenaza para sus propósitos y empezaron a difundir, contra él, toda suerte de infundios. Cuesta creer que, no hacía ni un mes, era la encarnación tic todas las virtudes. Para disipar cualquier duda, el conde de Reus se dirigió inmediatamente a la población con una proclama en la cual, según reseñaba El Imparcial, aparecían consignados, con toda claridad, los motivos de su regreso a Barcelona: «... Gobernador de Madrid estaba —escribía Prim— cuando llegó a mí noticia del funesto estado en que se hallaba esta ciudad, con cuya suerte está ligada la mía desde el primer día en que su libertad y sus intereses fueron amenazados por las huestes de Carlos V...». Por eso se consideraba autorizado para exigir confianza en su persona, por encima de cualquier calumnia: «Barceloneses —les recordaba— tengo un derecho adquirido y este derecho es que escuchéis mi voz, esa voz que en los campos de batalla, en las Cortes y en vuestras revueltas políticas ha tronado siempre la primera en beneficio de la causa del pueblo». Una voz que, ahora, llamaba a sus paisanos a la concordia y a la paz, prometiendo apoyar los deseos de los habitantes de Barcelona, en el acatamiento a la reina y a la Constitución, con la misma fuerza con que amenazaba caer, con la velocidad del rayo, sobre cualesquiera hombre o partido que «olvidando lo que deben a la Patria quisieran sumirnos en nuevas disensiones».[88] Aun así, podría evitar el conflicto.

Barcelona, otra vez en armas

 

E

n Barcelona, unos llamaban a la calma y otros, a la guerra. La Junta, que había vuelto a intitularse Suprema, continuaba reuniéndose con diferentes excusas. A cada momento que transcurría se iban agudizando las tensiones entre los diferentes partidos y tendencias. Los primeros pasos de Prim estuvieron dirigidos a apaciguar los ánimos. Convocó y presidió una reunión en las Casas Consistoriales de algunos miembros de la Junta, diputados provinciales, concejales y comandantes de la Milicia, algo así como una parte de las fuerzas vivas de la ciudad. Acordaron que Arbuthnot, capitán general interino, resignase el mando en Prim.

Viejos conocidos y amigos del flamante conde de Reus insistían en la conveniencia de enviar a Madrid una comisión que tratara de convencer al Gobierno de la necesidad de reunir la Junta Central, a fin de evitar los problemas que, en caso contrario, podían presentarse.[89] No era fácil que esta iniciativa tuviera éxito pero, por el momento, permitía un respiro, que aprovechó para ordenar a todos los jefes y oficiales, libres de servicio, que se le presentaran en corporación, a fin de alentarles al cumplimiento de su deber.[90]Entre tanto, recibía el ofrecimiento para combatir a sus órdenes de varios miembros de la Milicia Nacional de Igualada y Vich; unos cincuenta hombres «puramente españoles amantes de su patria», como se autodenominaban.

Con la intención de restablecer la tranquilidad pública, el jefe político interino, Gibert, dio una proclama, señalando que los obstáculos que se oponían al sosiego habían desaparecido, y hacía una llamada a los obreros en huelga para que volvieran al trabajo. Escritos semejantes hicieron circular Arbuthnot y Prim, quien, un tanto optimista, se alegraba de que al encargarse del gobierno militar se hubiese restablecido la normalidad. Para mantenerla, añadía, estaba dispuesto a seguir luchando sin descanso: «Por la patria, por la Constitución, por la reina constitucional Isabel II, por la independencia nacional y por la libertad...», y terminaba, con un mensaje que pretendía ser tranquilizador, «... mi causa es la vuestra, la de la patria, la de un gobierno liberal, constitucional, patriota, hijo del pueblo español; no será jamás la causa del que quiera esclavitud y eternizar rencores, ni del que se proponga perpetuar odios y zozobras e impedir la reconciliación general y la consolidación de la paz y de las instituciones libres».[91] Pero lo cierto es que el ambiente seguía crispado, a pesar de todos sus esfuerzos. Buena muestra de ello está en que la noticia referida a que el Gobierno aprobaba la propuesta para construir un camino de hierro de Barcelona a Mataró, pasó un tanto desapercibida.

Ir a la siguiente página

Report Page