Prim

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CAPÍTULO III » Balance de 1843

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El 28 de agosto, Prim, incansable, arengó a la Milicia Nacional y a los voluntarios, repitiendo su amor a la libertad, a la patria, al progreso y a Cataluña, que era la cuna de todas estas virtudes. La aparente calma se mantenía, a duras penas, en espera de las noticias que llegaran de Madrid. Pero la intransigencia de los centralistas más radicales provocó un grave incidente, al rasgar las listas electorales expuestas en la Diputación Provincial para los comicios a Cortes. A partir de ahí se produjo una continua escalada de violencia.

El 1 de septiembre comenzó el levantamiento. Prim se presentó en las Atarazanas, donde intentó someter a disciplina al llamado «batallón de la Blusa», acreditado en todas las asonadas ocurridas hasta entonces. No logró su propósito el conde de Reus, quien seguidamente se dirigió a la plaza de Palacio, donde se encontró con los voluntarios en actitud hostil. En un arranque de valor, acompañado tan sólo de su ayudante Detenre, se dirigió a ellos y les increpó en forma que se haría célebre: «¿Me esperáis a mí? Pues bien, aquí me tenéis. Si habéis creído que vertiendo mi sangre ha de salvarse la patria, hacedme fuego». Aquella actitud sorprendió a los insurrectos y le permitió librarse, aunque le dispararon algunos tiros.

A la mañana siguiente, la situación se agravó. Los centralistas recibieron nuevos refuerzos del tercer batallón de francos y Prim se retiró a la villa de Gracia con unos doscientos hombres. Al pasar por la plaza de Palacio, donde se había reunido una muchedumbre hostil, se oyeron gritos en su contra y alguien gritó: «Éste lo que busca es la faja», a lo que el de Reus contestó: «Pues lo queréis, sea, ¡la caja o la faja!».

Rápidamente se formó una comisión popular, transformada después en Junta, para dirigir la revuelta, presidida por Antonio Baiges, la cual, siguiendo las pautas habituales en estas circunstancias, publicó proclama tras proclama. En una de ellas, acusaba a Prim de haber abandonado Barcelona para preparar su venganza, volcando sobre la ciudad el odio de la provincia.

Las descalificaciones mutuas entre los sublevados y las autoridades se repitieron. Para éstas, el levantamiento de los centralistas o «jamancios», como también les llamaba, era una conspiración republicana. El día 3 de septiembre se produjeron los primeros enfrentamientos tras la llegada al puerto de tres compañías de soldados procedentes de Tarragona, a bordo del Mallorquín. En la refriega murió Antonio Baiges, siendo sustituido, como presidente de la Junta, por Rafael Degollada.

Durante los días posteriores se fue extendiendo la insurrección a Reus, Gerona, Hostalrich, Olot, Mataró, etc.; a la vez que en la Ciudad Condal se producían algunos choques entre las tropas de Prim y los sublevados. A partir del 7 de septiembre, la Junta anunció la adhesión de Gerona y de su comandante general Francisco Bellera. Pero, por encima de todo, despertaba las esperanzas de los centralistas, la inmediata llegada de tropas en su apoyo, mandadas por el brigadier Ametller y el comandante Martell. Aunque no todo discurría en su favor, pues, en esa misma fecha, comenzó el bombardeo de la ciudad por las baterías de Montjuich.

Prim contra Ametller

 

L

a política había sometido, una vez más, a la Ciudad Condal al castigo de la guerra. Además separó, en bandos opuestos, a muchos de los que habían combatido juntos sólo unas semanas antes. Incluso rompía viejos vínculos de amistad, como los que habían unido a Juan Prim y Narciso Ametller. Los compañeros de otras fatigas que, ahora, se veían convertidos en cabezas respectivas de las dos partes en conflicto.

Como antiguos camaradas, Ametller escribió a Prim desde Igualada proponiéndole una entrevista que se celebró el 9 de septiembre en San Feliu de Llobregat. En principio, acordaron reunirse, seguidamente, con los miembros de la Junta para evitar el derramamiento de sangre. Por un momento, la paz pareció posible. No fue así. El 10, las tropas de Ametller entraron en Barcelona, y se declararon resueltamente a favor de los sublevados, al tiempo que regresaban, sin el menor éxito, los comisionados enviados a Madrid.

La Junta promulgó entonces dos decretos. En uno de ellos nombraba a Ametller, a quien llamaba «la honra de Cataluña», mariscal de campo de los ejércitos nacionales y capitán general de Cataluña. En el otro, declaraba traidor a Prim y le privaba de todos sus títulos, grados, honores y condecoraciones. No se detenía ahí el ímpetu ordenador de los centralistas. Al cabo de una semana, el 17 de septiembre, la misma Junta decretaba, nada menos, que la destitución del Gobierno.

Ametller, al frente de sus tropas, emprendió una marcha por la provincia, con el doble objetivo de unirse a la columna que Bellera traía desde Gerona y, a la vez, apoyar el levantamiento de algunas poblaciones. Entró en San Andrés del Palomar y prosiguió camino a Mataró, donde se le unieron las referidas fuerzas. Con unos siete mil hombres estableció su cuartel general en Badalona.

Entre tanto, llegaba a tierras barcelonesas el nuevo capitán general de Cataluña, nombrado por el Gobierno, el general Álvarez, quien tras convencerse de la imposibilidad de alguna solución pacífica, ordenó al conde de Reus iniciar las operaciones, dirigiéndose contra San Andrés del Palomar.

El 22 de septiembre atacó esta población. La batalla fue dura, costó la vida al coronel Juan Sisere, ayudante de Prim, e infligió heridas graves a Milans del Bosch y Jalofre. Pero se saldó con la derrota de los centralistas, que dejaron más de doscientos prisioneros. Cuatro días después, el conde de Reus tomó Mataró y Ametller se retiró hacia Gerona. En recompensa por aquellas acciones el Gobierno ascendió a Prim a mariscal de campo y se le concedió la cruz laureada de San Fernando.

A finales de septiembre y primeros de octubre de aquel 1843, sus amigos literatos le felicitaban en una «carta dirigida desde Madrid...».[92] Allí aparece la nómina de varios de los antiguos redactores de El Cangrejo, junto con otros compañeros del reusense en sus correrías madrileñas. En versos ditirámbicos, de calidad endeble, le enviaban la más formidable y heterogénea muestra de felicitaciones y buenos deseos, firmados por Julián Romea, que era el primero, seguido por Bretón de los Herreros, González Brabo, Patricio de la Escosura, Rojas, Nicasio Gallego, Mariano el de Romea, Hartzenbusch, el pintor Esquivel, Ventura de la Vega, E Romero, L. Pastor María, Cándido Noceda (¡quién supiera entonces su futuro!), E Romero, Aribau, J. M.a Díaz, J. M.a de Sessé, J. Pizarro, T. Rodríguez Rubí y Basilio de Basili. Castellanos, catalanes, andaluces; literatos, pintores, músicos... románticos y liberales todos, saludaban, en las lenguas de Cervantes y Verdaguer, a su camarada Juan Prim, al catalán valiente, al generoso adalid que combate lo mismo a los «ayacuchos» que a los centralistas.

Está claro que, en aquellos momentos, no era sólo el conde de Reus, un militar sin gran bagaje cultural, el que pensaba poner coto a aquella amenaza revolucionaria. A pesar de las derrotas de San Andrés y Mataró, la Junta se dispuso a resistir hasta el límite de sus posibilidades. Algunos titubearon y abandonaron sus puestos, pero la mayoría de sus miembros se reunieron en el salón de San Jorge, el 27 de septiembre de 1843, y Degollada y los suyos se juramentaron para pelear hasta la victoria o la muerte. El Gobierno, por su parte, se mostraba igualmente decidido a aplastar la insurrección y, para ello, nombró nuevo capitán general a Laureano Sanz, con el encargo de golpear duro a aquella gente. La guerra, con el furor especial de los conflictos civiles, iba a prolongarse, pues, durante varios meses más.

En las semanas posteriores, al tiempo que Prim ponía sitio a Gerona, la lucha tomó grandes dimensiones en la capital del Principado. A partir del 1 de octubre las baterías de Montjuich, la Ciudadela, Fuerte Pío y Don Carlos bombardearon varios días los principales reductos de los sublevados: Atarazanas, los baluartes de Mediodía, San Pedro, San Antonio y algunos otros puntos. Durante la noche del 6 al 7 de octubre los centralistas fracasaron en su intento de asalto a la Ciudadela. Uno y otro bando se batían a muerte pero, eso sí, el 10 casi todos celebraron el día de la Reina.

La pugna se mantuvo durante el mes de octubre, decididos los junteros a salvar la libertad, según ellos, aunque no quedase uno sólo para contarlo, y no menos resuelto el capitán general a someterlos a cualquier precio, incluso al de intensificar los bombardeos en la última decena de aquel mes.

Mientras, Gerona se defendió de los ataques de Prim (el rebelde y traidor, como le llamaba la Junta) hasta el 7 de noviembre, en que el conde de Reus entró en ella por la puerta de San Pedro, al frente de la primera brigada de sus tropas.

Las noticias del fracaso de Ametller y del sometimiento de la práctica totalidad de las poblaciones, que en otras partes, se habían alzado a favor de la Junta Central, salvo en Galicia, hicieron mella en el ánimo de los centralistas barceloneses, pero, todavía, los más intransigentes consiguieron prolongar la resistencia por unos días. No obstante, el cansancio, los problemas de abastecimiento y la certeza de que la derrota era inevitable, les llevaron a buscar una transacción con el capitán general.

La circunstancia de haber sido proclamada por las Cortes la mayoría de edad de Isabel II, el 10 de noviembre, facilitó la excusa para el entendimiento que ambos bandos deseaban, inaugurándose así la nueva etapa isabelina de manera pacífica.

Las negociaciones fueron encomendadas, por la Junta, a Pedro Felipe Monlau y Joaquín Gil Bores, catedráticos de la Universidad de Barcelona, y al cónsul de Grecia, Pedro Oliva. Aun, con algunas dificultades, se llegó al acuerdo para terminar la lucha el 19 de noviembre de 1843. En un texto de catorce artículos se recogían las condiciones del convenio. Entre las más importantes figuraban que la Milicia Nacional mantendría sus armas, aunque sería reorganizada; no se perseguiría a los que se acogiesen al pacto; los prisioneros quedaban en depósito bajo la protección de la reina; se renovarían las Diputaciones y los Ayuntamientos, y las tropas del Ejército no entrarían en Barcelona como en territorio enemigo.

Consumada la ocupación de la Ciudad Condal, el general Sanz aprovechó dos pequeños incidentes ocurridos en la plaza del Rey y en Gracia, el 21 de diciembre, para desarmar a la Milicia Nacional. A los pocos días la calma era prácticamente completa. Los teatros volvían a abrir sus puertas. En el Liceo se ponía El Trovador de García Gutiérrez y en el teatro se anunciaba Un cuarto de hora de Bretón de los Herreros. Los periódicos El Diario de Barcelona, El Imparcial, La Prosperidad, La Verdad, El Cisne, El Artesano...recobraban su vida normal. Atrás quedaban, sólo contando las bajas de los sublevados, trescientos treinta y cinco muertos y trescientos cincuenta y cuatro heridos, como trágico fruto de más de dos meses y medio de insurrección.

Pero aún faltaba someter a Ametller y a las fuerzas que le quedaban. Después de aceptar en la entrega de Gerona que daría inmediatamente el castillo de Hostalrich y que, al cabo de cinco días, se pactaría en Figueras la capitulación definitiva, faltó a alguno de los compromisos contraídos y buscó la oportunidad de seguir resistiendo. Refugiado en la fortaleza figuerense, mantuvo la lucha hasta el 12 de enero de 1844. El barón de Meer, que había sido nombrado el 12 de diciembre del año anterior capitán general del Principado de Cataluña, dirigió las operaciones finales, desde el 23 de diciembre. Pero el vencedor de la insurrección centralista, el hombre que desafió a «la jamancia» con su sola presencia, no era otro que el ya mariscal de campo don Juan Prim y Prats.

El 25 de enero de 1844, fecha en que casualmente se evoca la conversión de san Pablo apóstol, Prim reunió a sus amigos en la fonda Buena Vista, para convidarlos a un banquete que había sido aplazado por la revolución. Allí, en un ambiente cordial, rodeado de sus leales, se mostró no como el mariscal de campo ennoblecido por la Corona, sino como el camarada, el amigo, el capitán de cuerpos francos, compartiendo con ellos sus emociones; desde el desprecio por los que le habían tildado de vendido a las lágrimas por la muerte, en combate, del comandante Sisere.

El periódico barcelonés, que tan favorable se mostraba siempre al conde de Reus, resumía bien lo que había sido para éste el conflicto, que entonces terminaba. Una durísima prueba, en la cual había tenido que combatir contra antiguos camaradas, entre los que contaba no pocos amigos, para mantenerse fiel a su obligación, anteponiendo el deber, al corazón.[93] Las noticias sobre su pronta marcha hacia la Corte, se alternaban con los rumores acerca de su nuevo destino. Tan pronto se decía que iba a ser nombrado inspector general de carabineros como nuevamente gobernador militar de Madrid. Pero tales comentarios no pasaban de ser bulos poco más que anecdóticos; lo verdaderamente importante es que la huella de los sucesos de aquellos meses marcó profundamente, sin ninguna duda, la vida de Prim. Al cabo del tiempo, sin la pasión suscitada por los inmediatos acontecimientos, según el ya aludido Santovenia, definiría con amargura a 1843, como un año de ominosa memoria, año de traición, año de deslealtad. Desde luego los resultados finales, en la política española, poco tuvieron que ver con los propósitos, que habían guiado sus pasos.

Balance de 1843

 

A

l margen de las descalificaciones de la Junta y de un sector de la población catalana, incluida la de Reus, se lanzaron contra Prim toda una serie de acusaciones políticas y personales. Algunas pervivieron durante un tiempo, a pesar de su falsedad, y entre ellas podríamos señalar las siguientes:

Se le atribuyó, y algún autor se hizo eco de ello, ser el instigador del intento de envenenamiento del general Zurbano y que, descubierta la trama, mandó fusilar al italiano Pacheroti, encargado de llevarlo a cabo. El mismo historiador que recogió esta calumnia se encargó de desmentirla, pero bastantes años después y con menor éxito que al inventarla.[94] No sólo no urdió ninguna maniobra para asesinar a Zurbano, sino que evitó que le tendieran una emboscada para matarle.

Otro ejemplo de las insidias contra el conde de Reus por su actuación de 1843. Al cabo de casi dos años de concluida la insurrección centralista, Juan Balari, a quien Prim había mandado detener e impuesto una multa de cuarenta mil reales, elevó una exposición a Su Majestad acusando al conde de Reus de haberse apropiado de esa cantidad. La denuncia no prosperó, pero trascendió a la prensa, que recogió también la refutación de los cargos hecha por Amonio Gill y Ramírez, quien demostró fehacientemente la falsedad de aquel infundio.[95] Por si fuera poco, además de asesino, en grado de tentativa, y de ladrón, trataron de tildarle también de corrupto, pues muchos por aquellos días y también después acusaron a Prim de unirse a los moderados por intereses personales, aunque sin otra base que el rumor y las apariencias.

Años más tarde, en 1850, en la primera ocasión que tuvo de volver a formar parte de la representación nacional, el mismo Prim rechazaría, solemnemente, ante el Congreso de los Diputados su supuesta «venta» a los moderados: «Pues bien, señores —diría entonces—, declaro en voz alta, para ser oído en todo el universo, que cuando me lancé a la lucha en el año 1843, no tenía ningún género de compromisos con el partido moderado. ¿Lo oís bien? —clamaba desafiante—. Ninguno —respondía; y continuaba— que tampoco los adquirí después, ni los tengo ahora... El que se vende deja de pertenecerse a sí mismo y pertenece en cuerpo y alma al comprador. Pues bien, yo reto a los dignos jefes del partido moderado aquí presentes, como a los que estén fuera de aquí, para que me reclamen si les pertenezco. Lo que yo hice el año 1843 fue efecto de mi profunda fe política que creía vulnerada, y de ninguna manera pudo ser el resultado de un tratado vil y sucio...».[96] Declaraba entonces, solemnemente, refiriéndose a 1843, que había obrado a impulsos de su conciencia. «Decía hace siete años el señor Olózaga —recordaba Prim— ¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la reina! Y yo, sin dudar nada, me fui a jugar mi cabeza por salvar a la reina y al país...»[97] Más adelante reconocía que «... una sola vez, en el año 1842, encontrándome en París, quise ponerme de acuerdo con alguno de los generales que allí estaban, sin otro objeto que reunir las fuerzas contra el poder que entonces mandaba como enemigo común. Y —concluía— por razones que no son de este lugar me retiré sin dejar en pos de mí el menor compromiso...». En apoyo de estas declaraciones solicitó el testimonio de Narváez y de Carriquiri. Uno y otro avalaron totalmente las palabras del catalán.

La alocución del duque de Valencia, en especial, no sólo corroboró plenamente lo dicho por Prim, sino que más aún, añadió que él, con algunos otros, llegó a la frontera de Cataluña, en 1843, para sumarse a la sublevación contra Espartero, pero «allí nos encontramos con la imposibilidad de entrar, porque al señor conde de Reus no le plugo».[98] Convendría tener presente que esta aseveración por parte de Narváez tuvo lugar en 1850, justo cuando Prim acababa de hacer público, en el Congreso, su propósito de disputar el poder a los moderados a todo trance.

Resulta difícil, por lo tanto, conceder la menor credibilidad a las acusaciones contra el conde de Reus, en cuanto a que se hubiera vendido a esos mismos a los que ahora desafiaba. No obstante, aceptó que las apariencias le habían condenado hasta cierto punto. Aunque, según sus palabras, fueron las circunstancias las que causaron la ruina del partido progresista.

Desde luego, un balance desapasionado no permite sostener las tesis inculpatorias sobre la supuesta traición con fines egoístas. A Prim la Junta, como hemos visto, le ofreció el grado de mariscal de campo y la capitanía general de Cataluña, y él prefirió combatir como brigadier al lado del Gobierno, aunque es cierto que éste le ascendería con posterioridad al mismo nivel que le aseguraban los centralistas.

Por otro lado, lo que no ofrece duda es que el conde de Reus llegó a Barcelona, el 17 de agosto de 1843, como gobernador militar de la plaza y comandante general de la provincia y salió, tras la contienda iniciada en septiembre, con el nombramiento de gobernador militar de Ceuta, el 19 de enero de 1844, lo que no equivalía, precisamente, a una mejora de su situación, antes bien venía a ser una especie de exilio encubierto, circunstancia que le llevó a eludir este nuevo destino en cuanto le fue posible.

Tampoco resulta viable la hipótesis de un soborno por dinero, no sólo porque en la ocasión aludida manifestara que era uno de los hombres que menos valor daba a la riqueza, lo cual sería discutible, sino porque ni entonces ni en los años siguientes su situación económica fue particularmente desahogada, hasta que, como veremos, contrajera matrimonio.

Morayta, censurando su comportamiento, escribiría que Prim adquirió en aquella ocasión graves responsabilidades ante la Historia por falta de clarividencia. Este mismo error de cálculo le atribuiría, mucho después, Ramón de Sanchís en su Estudio sobre los golpes de Estado en la España contemporánea.[99]Algo de esto admitía el propio conde de Reus, aunque dentro de una coyuntura marcada por otros muchos desaciertos partidistas. «... Todos hemos cometido errores —reconocía—. En primer lugar, los esparteristas, luego los que les combatimos; enseguida los centralistas; y yo también los cometí, pero errores, señores, y-se apresuraba a señalar en aquella especie de confesión pública— entre el error, hijo de la inexperiencia o de cualquier otra causa inocente, y la traición, hija de la voluntad, hay una distancia inmensa...»

No sería la única, ni la última, de las veces que Prim rechazó públicamente toda acusación en este sentido. Contra lo que el mismo Morayta escribiría sobre aquellas jornadas en las cuales, mediante un indeseable maniqueísmo, encarnaba a los hombres de ideas en Abdón Terradas, y a los que perseguían un interés, en Prim [100] y frente a los que hacían insinuaciones, más o menos parecidas, en cuanto al afán del conde de Reus por conseguir honores a toda costa, cabría destacar algunas de sus palabras pronunciadas también en el Congreso de los Diputados en 1850. Resumía, en pocas frases, lo que había sido su currículum hasta entonces. No negaba sus anhelos de promocionarse legítimamente, pero los justificaba por completo: «... mis ambiciones —diría en respuesta al conde de San Luis— han sido siempre muy hermosas y muy nobles, cual las debe tener todo militar; mis ambiciones se han reducido a querer ser general desde el primer día en que senté plaza de simple soldado; pero la faja que ciño, señores, la saqué de la boca de los cañones enemigos, combatiendo a favor del trono de la reina, y la conquisté asaltando las brechas y murallas defendidas por los enemigos de ese trono y de las instituciones...».[101] Difícilmente pueden expresarse, de forma más coherente, la correspondencia entre un comportamiento personal y los valores de la mentalidad dominante.

Prim, al que, como dijimos, sus enemigos políticos y alguna historiografía, voluntariamente sesgada o desinformada, han calificado de acomodaticio e incoherente, presentándolo como el soldado de fortuna, eterno conspirador, sin otras miras que el beneficio propio, defendía, una vez más, su fe política como un dogma comparable a los de naturaleza religiosa. Si nos atenemos a los principios de su credo ideológico: libertad, constitución, monarquía... no cabe duda de su fidelidad. Cierto es que acabó con el reinado de Isabel II, a la que en innumerables ocasiones había ofrecido defender aun a costa de su sangre. Pero cuando Prim se sublevó contra la soberana, que le había otorgado los mayores honores, ésta se había deslegitimado a sí misma con sus actuaciones inconstitucionales y liberticidas.

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